– ¿Sabes que Aziz desconfía de ti? -le dije, tal vez molesta con aquella tolerancia-. Ayer nos dijo que no estás aquí esperando a un productor de cine.
– Aziz es el tipo más embustero que he conocido en mi vida -dijo Ishwar rápidamente, siempre con una sonrisa en los labios- además del más idiota. Según dice, viene a Delhi a visitar clientes, pero jamás le he visto concertar una cita con uno sólo de ellos. ¿Qué tiene? Sólo una carpeta con fotografías. Y bien sucia, por cierto. ¿Quién puede querer comprar nada a Aziz? Pero es verdad que su padre tiene un negocio de antigüedades en Calcuta. Lo sé porque lo he visto con mis propios ojos. James y yo fuimos a visitarlo cuando estuvimos en Calcuta el año pasado.Y entonces entendimos por qué Aziz viaja tanto. Es su padre quien le hace viajar. Es un tipo avaro y muy inteligente. Es viudo, pero todavía es joven. Aziz tiene una mujer muy hermosa. Cuando tienes una mujer así, hay que tener cuidado. Pero Aziz es un pobre hombre y no se da cuenta de nada.
Los cócteles llegaron. Dejamos de hablar de Mario y de Aziz. Brindamos. El cóctel Imperial sabía a gimlet, bebida que no es en absoluto indicada para cualquier ocasión y que en aquel reencuentro resultó perfectamente apropiada. De forma que cuando terminamos los cócteles, Ishwar me invitó a tomar otro, pero esa vez en su habitación.
Su cuarto daba, aún más que el mío, la impresión de apartamento, de vivienda. Tenía dos camas, dos cómodas y un gran tocador, además de una chimenea de mármol como la de mi cuarto y tres ventanas de guillotina.Abrió una cómoda y apareció un aparato de música.
– Música sentimental india -anunció, apretando un botón.
Me asomé a una de las ventanas.
– Estás muy bien instalado -dije.
– Las ventanas dan a la piscina -dijo-. Es una habitación muy buena, es cierto. Se la dan siempre a James. La reservan para los clientes fijos. Lo de la música es cosa suya. No puede vivir sin música, sobre todo, sin óperas.
De James me habló más y algo más tarde. Entretanto, bebimos otro cóctel Imperial y no hablamos mucho, pero lo que entonces sucedió es algo que sólo nos concierne a Ishwar y a mí y todo lo que podría decir sería inadecuado o insuficiente y, además, aunque yo no haya olvidado aquel rato en la habitación de Ishwar que precedió a la conversación sobre James, fue esa conversación la que, mucho más tarde, tuvo que ser reproducida en mi memoria más de una vez para hacerla coincidir con otra versión que repentina e inesperadamente se me ofreció. Lejos de saber que yo habría de evocarla más adelante, en aquel momento de intimidad la escuché atentamente porque me interesó y desconcertó un poco, y me pregunté si no existiría alguna razón para que Ishwar me la contara.
Teníamos hambre y encargamos unos sándwiches y algo de vino al servicio de habitaciones. La voz algo ronca de Ishwar sonó más suave. Hablaba en su idioma y era una voz cómplice. Es extraño escuchar un idioma que no entiendes en absoluto. Es de suponer que dicen aquello que te han dicho que van a decir, pero pudiera ser que no. El camarero apareció al poco rato en el cuarto con nuestro pedido, que dejó sobre la mesa, y cruzó unas palabras con Ishwar. Me sonrió e inclinó la cabeza. Yo estaba en la cama de Ishwar, y llevaba puesta una camisa suya. Una clase de escena con la cual los camareros del servicio de habitaciones, sobre todo si son llamados en la madrugada, debían de estar muy familiarizados.
– Nos conocimos en Londres -dijo, mientras terminábamos la botella devino-. Él todavía no se dedicaba a producir películas. Vivía con un chico alemán. Creo que se llamaba Klaus. Los dos eran muy aficionados a la ópera, según supe después. Eso era lo que los unía. La ópera, como ya te he dicho, es la gran pasión de James. No sé muy bien a qué se dedicaba James por entonces. Creo que sólo bebía. Los había visto alguna vez por la calle, a los dos. No miraban a la gente. Andaban sin mirar a su alrededor. Me había cruzado con ellos varias veces, pero jamás me habían mirado. Una tarde vi a James a la puerta de mi casa. Iba solo y se tambaleaba. Al fin, cayó al suelo, desvanecido. En ese mismo momento, no sé de dónde, surgió el alemán. Se acercó corriendo a James y empezó a dar gritos. Imaginé que lo había estado siguiendo.
"Yo también me acerqué. Primero, porque estaban a la puerta de mi casa y segundo, porque no me importaba ayudarlos. Podía hacerlo. Estaba estudiando medicina. Cogí la mano de James, le tomé el pulso y le dije al alemán que todo lo que había que hacer era sacarle la borrachera del cuerpo, había que bañarle, darle friegas y hacerle beber tazas de café muy caliente. El chico, que seguía hablando en alemán, se puso a llorar. Supongo que estaba verdaderamente asustado. Bueno, le dije que ésa era mi casa y que si me ayudaba a levantar a su amigo lo podíamos subir hasta mi apartamento y tratar de reanimarlo. Si no lo conseguíamos, podíamos llamar a una ambulancia y llevarlo al hospital, pero probablemente no haría falta. El chico dudó un poco, pero al fin dijo que de acuerdo. Subimos a James hasta mi piso, lo desnudamos, lo metimos en la bañera, le di friegas y lo envolvimos después en un albornoz. Al fin, James abrió los ojos y nos miró, pero aún tardó un rato en hablar. Fue después de tomar dos tazas de café bien cargado cuando, mientras paseaba los ojos por mi habitación, preguntó: "¿Se puede saber dónde estoy? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí, Klaus?". Había algo en el tono de su voz que hacía pensar que bromeaba, que no era capaz de tomarse en serio nada. Luego se dirigió a mí. "¿Eres tú quien vive aquí?", me preguntó. Klaus, ya en inglés, le explicó lo que había pasado. "Así que pensabas enviarme al hospital", dijo James. "Si ya te encuentras bien, llamo a un taxi y volvemos a casa", dijo Klaus. Pero James volvió a pasear su mirada por el cuarto. "Me gusta este cuarto", dijo, "se está bien aquí". Me preguntó de dónde era yo y me pidió algo de comer. Freí huevos con bacon para todos. Klaus no quiso comer nada. Nos miraba silencioso. Cuando terminamos de comer, James empezó a hablar. Me contó que un tío suyo había muerto en la India, en Bombay, y que siempre había querido visitar la India para tratar de comprender por qué aquel hombre culto, rico y cínico había abandonado su país, su familia y todas las comodidades para ir a vivir en un agujero infecto, una casa de vecindad en el corazón de Bombay. Y había muerto en ese agujero infecto, enfermo y depauperado. Debía de estar bastante desesperado para hacer una cosa así, o había hecho un descubrimiento importante. Lo curioso era que nunca había demostrado el menor interés por la humanidad; no era un hombre con preocupaciones religiosas o sociales. Al menos, por lo que sabía él.
"El caso fue que James se quedó aquella noche en mi apartamento. Cerca del amanecer, Klaus se marchó. James se había tomado media docena de tazas de café y no podía dormir. Dijo que iba a intentar dejar de beber. Y lo intentó. Es algo que intenta de vez en cuando -sonrió-. Algo más tarde, alquilamos un piso más amplio y nos mudamos a vivir juntos. Vinimos a la India y empezamos con lo de las películas. Se le ocurrió a James. Dice que en ninguna parte del mundo ha visto tanta necesidad de contemplar la pantalla iluminada en la oscuridad. Debe de ser cierto. Nos va muy bien ahora. Hacemos siempre la misma película, con pequeñas variaciones. Amor y un poco de suspense. Final feliz. Bien, ésa es nuestra vida, entre Londres y la India. No es mala.
Nuestros platos estaban vacíos, quedaba muy poco vino, el cenicero estaba lleno de colillas, y dejé de preguntarme por las razones de aquella historia. A algunas personas les gusta contar episodios de su vida en la cama, algunas personas se vuelven locuaces en momentos así. Apagamos la luz, apartamos los platos y los vasos y nos deslizamos bajo las sábanas, al encuentro del sueño. Pero hace muchos años, desde que se casó mi hermana Raquel, que duermo sola, y después de escuchar durante un rato la profunda y rítmica respiración de Ishwar, concluí que la respiración de los hombres es siempre demasiado ruidosa y su facilidad para abandonarse al sueño algo irritante y poco alentadora, por lo que, sin hacer ruido, salí de la cama y de la habitación y me encaminé a las mías, andando de nuevo un poco perdida y desorientada por los pasillos del hotel, habitualmente en penumbra y ahora blanqueados por la pálida luz del alba.