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—Ya — repuso tranquilamente el hombre —. Lo que ustedes desean es ver cómo me comporto. ¿Cuánto tiempo ya a durar esa situación? ¿Durante cuánto tiempo me van a estar vigilando?

—Hasta que hayamos descubierto quién es usted.

El hombre comenzó a reír, quieta y amargamente.

—¿De manera que se va de aquí hoy? — preguntó Finchley.

—Mañana por la mañana. Desea ir a Nueva York. Le pagamos el viaje por avión, le hemos concedido una pensión del cien por cien por incapacidad y le hemos dado cuatro meses de paga retrasada, como se la hubiésemos dado a Martino.

—¿Va a hacer que un equipo lo vigile en Nueva York?

—Sí. Y yo iré en el avión con él.

—¿Irá usted? ¿Renuncia al empleo que tiene aquí?

—Si. Ordenes. El es mi bebé personal. Mandaré a la unidad de vigilancia del G.N.A. en Nueva York.

Finchley le miró con curiosidad. Rogers le resistió la mirada. Al cabo de un momento, el hombre del F.B.I. emitió un sonido entre sus dientes superiores y dejó que todo quedara reducido a eso. Pero Rogers vio su boca estirada por la peculiar mueca con la que un hombre trata de demostrar que un compañero de profesión ha dejado de contar con su respeto.

—¿Cuál va a ser su procedimiento? — preguntó Finchley — ¿Simplemente mantenerlo bajo constante vigilancia hasta que haga un movimiento falso?

Rogers sacudió la cabeza.

—No. No podemos limitarnos a estar mano sobre mano. No tenemos a nuestra disposición sino un posible medio de identificación. Tenemos que construir un perfil psicológico de Lucas Martino. Después lo compararemos con los actos y respuestas de ese individuo en situaciones en las que podamos saber exactamente cómo hubiera reaccionado el verdadero Martino. Vamos a ahondar tan profundamente como sea necesario. Vamos a reducir a Lucas a un número determinado de puntos en un diagrama, y después vamos a hacer otro diagrama de ese individuo, para compararlos. De manera que cada vez que haga algo que no hubiese hecho jamás Lucas Martino, lo sabremos. Cada vez que se manifieste en una actitud que el viejo y leal Lucas Martino no se hubiera manifestado, caeremos sobre él como una tonelada de ladrillos.

—Sí, pero…

Finchley parecía incómodo. Ya no pertenecía de manera específica al equipo de Rogers. De ahora en adelante no sería sino el hombre de enlace entre el grupo de vigilancia del G.N.A. al mando de Rogers y el F.B.I. Como miembro de una organización diferente, tendría que prestar su ayuda siempre que fuese necesario, pero su obligación no era ofrecer sugerencias si no las pedían. Y sobre todo ahora, cuando Rogers podía sentirse inclinado a mostrarse susceptible en las cuestiones de rango.

—¿Bien? — preguntó Rogers.

—Bien, lo que usted va a hacer es esperar a que ese hombre cometa una equivocación. Es hombre inteligente, de forma que no la cometerá pronto, y no será grande. Será una cosa sin importancia, y puede que pase años antes de que la haga. Pueden llegar a ser quince años. Puede que muera sin haberla hecho. Y durante todo ese tiempo estará vigilado. Durante todo ese tiempo puede que sea Lucas Martino… y si lo es, ese sistema no lo demostrará nunca.

La voz de Rogers fue suave.

—¿Puede usted pensar en algo mejor? ¿Puede pensar en algo?

No era culpa de Finchley el que estuvieran metidos en aquel lío. No era culpa del G.N.A. el que él hubiera sido trasladado. No era culpa de Martino el que se hubiera producido todo el asunto. Tampoco era culpa suya, pero en cambio, ¿no era culpa suya el que Mr. Deptford hubiese sido degradado? Estaban cogidos en una estructura de circunstancias encajadas las unas en las otras en forma tal que constituían como una especie de laberinto, y nadie podía hacer otra cosa sino seguir el primer camino que se le presentaba por delante.

—No — admitió Finchley —. No se me ocurre ninguna idea digna de ser puesta en práctica.

El campo del aeropuerto estaba envuelto en niebla, y Rogers permanecía solo, afuera, esperando a que se levantara. Se mantenía vuelto de espaldas al coche aparcado a diez pies de distancia, junto al edificio de la administración, donde el otro hombre estaba sentado con Finchley. Rogers se había subido el cuello del abrigo y tenía las manos hundidas en los bolsillos. Miraba la sucia piel metálica del avión que esperaba en la pista. Pensaba en cómo los aviones en vuelo se fundían con el cielo y resplandecían como ángeles, y cómo cuando reposaban en tierra su pureza se veía maculada por incontables regueros de grasa, por manchas de aceite, por las marcas que podían verse en aquellos lugares donde habían resbalado los pies de los mecánicos y por las gotas de agua mezcladas con polvo.

Deslizó dos dedos al interior de su chaqueta, como un carterista, y sacó un cigarrillo. Cerrando sus delgados labios en torno a él, permaneció con la cabeza descubierta en medio de la niebla, su cabello una corona de resplandeciente humedad. Escuchó a los altavoces públicos anunciar que la niebla comenzaba a disiparse y que los pasajeros debían subir a bordo de sus aviones. Miró a través de la pared de vidrio del edificio de la administración y vio que en la sala de espera los pasajeros se ponían de pie, se abotonaban el abrigo y preparaban los billetes.

El hombre tenía que mezclarse al mundo en un momento u otro. Ese era un ordinario avión comercial, y sesenta y cinco personas, sin contar Rogers y Finchley, repararían en él de un solo golpe.

Rogers inclinó los hombros, encendió el cigarrillo y se preguntó qué sucedería. La niebla parecía haberse introducido en sus pasajes nasales y haberse instalado en el fondo de su garganta. Se sentía aterido y deprimido. El empleado encargado de revisar los billetes se colocó fuera de la puerta, y los pasajeros comenzaron a salir de la sala de espera.

Rogers aguzó los oídos para ver si oía el ruido de la portezuela del coche. Al no escucharlo en seguida, se preguntó si el hombre iba a esperar hasta que todo el mundo estuviese a bordo, en la esperanza de ser el último en instalarse en el asiento y así, por un poco tiempo, evitar que se fijaran en él.

El hombre aguardó hasta que los pasajeros formaron el inevitable atasco en torno al empleado. Entonces salió del coche, esperó a que se apeara Finchley y cerró la portezuela con tal fuerza que el ruido que hizo fue como el estampido de una pistola.

Rogers volvió la cabeza en aquella dirección, y se dio cuenta de que todos los demás habían hecho otro tanto.

Durante un momento, el hombre permaneció allí sosteniendo con una mano enguantada una maleta, su sombrero muy encasquetado en su obsceno cráneo, su abrigo abotonado hasta arriba, el cuello levantado. Después depositó en el suelo la maleta, se quitó los guantes y levantó la cara para mirar directamente a los otros pasajeros. Luego levantó su mano de metal y se desprendió del sombrero.

En medio del silencio que se produjo, echó a andar rápidamente, con el sombrero y la maleta en la mano sana, mientras con la otra se sacaba del bolsillo superior el billete. Se detuvo, se inclinó y recogió el bolso de una mujer.

—¿Es de usted esto? — murmuró.

La mujer tomó entumecidamente su bolso. El hombre se volvió a Rogers y con voz deliberadamente alegre dijo:

—Bien, es hora ya de que subamos a bordo, ¿no?

CAPITULO VI

El joven Lucas llegó a la ciudad en una época especial.

El verano de 1966 fue incómodo para Nueva York. Resultó mucho más frío de lo que se esperaba, y a menudo llovía. Las personas que ordinariamente pasaban en el parque los atardeceres de verano, paseando de un lado para otro antes de sentarse para observar pasear a las otras personas, se sentían desilusionadas. Los gruñones ancianos que vendían helados con sus cochecitos de tres ruedas hacían sonar sus campanillas más vigorosamente de lo que les hubiese gustado. Pocas personas acudían a los conciertos del Mall en el Central Park, y la música, en lugar de difundirse suavemente a través del aire, tenía para los oídos prácticos un sonido un tanto áspero.