La máquina exprés dominaba la sala. Cuando Lucas Maggiore abrió por vez primera su trattoria, compró una moderna máquina eléctrica de segunda mano pero casi nueva, con un cromado resplandeciente, y la palabra ATALANTO proclamando el nombre del fabricante en elevadas letras que se destacaban sobre el tubo más superior. Cuando el local fue decorado de nuevo, la máquina fue vendida a una kaffeneikon y otra máquina una de las viejas de gas, fue colocada en su lugar. Esta era un gran vertical cilindro con una parte superior en forma de campana de níquel plateado, con las cabezas de unos querubines colocados en los costados y un águila rampante en lo alto de la campana. Desde el mediodía a las tres de la mañana cada día, excepto los lunes, los habitantes del Village y los turistas atestaban Espresso Maggiore, y sentados en las sillas con respaldo de alambre, tomaban capuccino con preferencia al verdadero exprés, que es amargo, e interrumpían sus conversaciones cada vez que la máquina siseaba al soltar el vapor.
Además de Lucas, en Espresso Maggiore había cuatro empleados más.
Carlo, el gerente, era un fornido y casi siempre silencioso hombre de unos treinta y cinco años, cortado de la misma pieza que Lucas Maggiore y contratado por esa razón. Era él quien se encargaba de la máquina, quien usualmente cobraba y quien supervisaba el trabajo y la limpieza. Le enseñó a Lucas cómo debía moler el café, le dijo que pasara siempre el paño por las mesas y que tuviese llenos los azucareros, le enseñó a limpiar los platos y las tazas con la mayor eficacia, y después de eso le dejó en paz, puesto que el muchacho realizaba bien su trabajo.
Había tres camareras. Dos de ellas eran, más o menos típicas muchachas del Village; una de ellas era del Midwest y la otra de Schenectady, y ambas estudiaban arte dramático y venían a trabajar desde las ocho a la una. La tercera camarera era una muchacha de la vecindad, Bárbara Costa, tenía diecisiete o dieciocho años y trabajaba toda la jornada. Era una muchacha encantadora y delgada que hacía su trabajo expertamente y no perdía el tiempo hablando con los muchachos del Village, los cuales venían durante las tardes y permanecían durante horas con una sola taza de café porque nadie se preocupaba de ellos, con tal de que el establecimiento estuviese atestado. Debido a que ella permanecía allí todo el día, Lucas llegó a conocerla mejor que a las otras dos muchachas. Se entendían bien, y durante los primeros días ella se tomó la molestia de enseñarle la manera de llevar cuatro o cinco tazas de una vez, de recordar los pedidos complicados y de hacer rápidamente la cuenta. A Lucas le agradaba por su carácter amistoso, respetaba su pericia porque estaba organizada en una forma que él comprendía y se sentía agradecido por tener una persona con la que podía hablar en los raros momentos en los que sentía el deseo de hacerlo así.
Al cabo de un mes, Lucas se había aclimatado a la ciudad. Se aprendió de memoria la complicada red de calles sin números que había debajo de Washington Square, conocía las principales rutas del metro, encontró una buena y barata lavandería y una tienda en la que compraba los pocos artículos alimenticios que necesitaba. Había investigado el sistema de registro y los requerimientos de ingreso en el City College, había enviado una carta a Massachussets para solicitar detalles y se había inscrito en el local Selective Service Broad, donde las notas que obtuvo en el examen de aptitud técnica le sirvieron para salvar su atraso. Su propósito era inscribirse al cabo de un año como estudiante de ciencias físicas, pues para eso era para lo que se encontraba en Nueva York. De manera que, hasta entonces, había conseguido establecer sus circunstancias de forma que encajaran en sus necesidades.
Pero lo que su tío le había sugerido el primer día que llegó a la ciudad, estaba comenzando a girar en la mente de Lucas. A veces se sentaba para pensar en ello sistemáticamente.
Tenía dieciocho años, y se hallaba próximo al punto álgido de su vigor físico. Su cuerpo era un mecanismo excelentemente diseñado, con definidas necesidades y funciones. Ese particular año era el último período de tiempo libre que podía esperar disfrutar durante los próximos ocho años.
Sí, decidió, si alguna vez iba a tener novia, nunca se le presentaría mejor oportunidad que entonces. Disponía de tiempo y de medios, e incluso tenía el deseo. La lógica le indicaba el camino, de manera que empezó a buscar en torno suyo.
CAPITULO VII
El avión comenzó a iniciar su final descenso sobre Long Island, para dirigirse al aeropuerto internacional de Nueva York, y la azafata del bar le pidió a Rogers y al hombre que ocuparan sus asientos.
El hombre elevó graciosamente su vaso, colocó el borde contra la cavidad que hacía las veces de boca y apuró su bebida. Depositó el vaso y la rejilla se movió para ocupar su lugar. Se enjugó la barbilla con una servilleta de papel.
—El alcohol es muy malo para el acero con mucho carbón como componente, ¿sabe? — le dijo a la azafata.
Había pasado la mayor parte del viaje en la sala del bar, pidiendo de vez en cuando una bebida, fumando a intervalos, sosteniendo un vaso o un cigarrillo en su mano de metal. Los pasajeros y la tripulación se habían visto obligados a acostumbrarse a él.
—Sí, señor — dijo cortésmente la azafata.
Rogers sacudió la cabeza. Mientras seguía al hombre a lo largo del pasillo hacia sus asientos, dijo:
—No si es acero puro, Mr. Martino. He visto los análisis metalúrgicos referentes a usted.
—Sí — repuso el hombre, y hebilló su cinturón y dejó que sus manos descansaran ligeramente sobre sus rodillas —. Usted los ha visto. Pero esa azafata no los ha visto. — Se colocó el cigarrillo en la boca y dejó que se hundiese allí, sin encender, mientras el avión se inclinaba. Miró a través de la ventanilla que había a su lado —. Es raro — dijo —. Había olvidado ya que se llegaba a una hora tan temprana de la mañana.
En el momento en que el avión tocó la pista, moderó la marcha y comenzó a rodar hacia la rampa de salida, el hombre se deshebilló el cinturón del asiento y encendió su cigarrillo.
—Parece que hemos llegado — dijo convencionalmente, y se levantó —. Ha sido un agradable viaje.
—Muy bueno — repuso Rogers, mientras desataba su propio cinturón.
Miró hacia Finchley, que estaba al otro lado del pasillo, y sacudió la cabeza cuando el hombre del F.B.I. elevó las cejas. No había duda alguna: quienquiera fuese aquel hombre, lo iban a pasar bastante mal con él. Tanto si era Martino como si no.
—Bien — dijo el hombre —. Supongo que no volveremos a vernos socialmente de nuevo, Mr. Rogers. Apenas sé si es conveniente decirle adiós o no.
Rogers le tendió la mano sin pronunciar palabra.
La mano derecha del hombre fue cálida y firme.
—Será bueno volver a ver otra vez Nueva York. Hacía casi veinte años que no estaba aquí. ¿Y usted, Mr. Rogers?
—Unos doce. Nací aquí.
—¡Oh! ¿De veras?
Se movieron lentamente a lo largo del pasillo hacia la puerta trasera. El hombre caminaba delante de Rogers.
—Entonces estará contento de haber regresado. Rogers se encogió de hombros incómodamente.
La risa del hombre fue triste.
—Perdone. ¿Sabe usted?, por un momento había olvidado realmente que este no es un viaje de placer para ninguno de nosotros.
Rogers no supo lo que responder. Siguió al hombre pasillo abajo, hasta el lugar donde las azafatas les entregaron sus abrigos. Salieron a la escalera movible. Los ojos de Rogers se hallaban al nivel de la parte superior de la cabeza descubierta del hombre.