—Cuando se trata de algo relacionado con las noticias, ¿no hay nada que se halle en un nivel más elevado que el F.B.I.?
—En efecto. Haré que el G.N.A. se mantenga al margen de ello.
—Estupendo. Gracias.
—Esa es una de las cosas por las que yo estoy aquí. ¿Qué ha hecho Martino después de lo que ha ocurrido en el aeropuerto?
—Ha tomado un taxi para dirigirse a la ciudad y lo ha abandonado en la esquina de la Calle Doce y la Séptima Avenida. Allí hay un ambigú. Ha tomado un bocadillo y un vaso de leche. Después ha caminado hacia Greenwich Avenue, y Greenwich abajo hasta la Sexta Avenida. Por la Sexta abajo ha llegado a la Calle Cuatro. Hace unas cuantas horas estaba paseando por todas esas calles.
—Ha aparecido de nuevo en público. Sólo para demostrar que no ha perdido los nervios.
—Eso es lo que parece. Ha producido una moderada excitación. Las gentes se vuelven para mirarle, pero pocos son los que le señalan con el dedo. A eso se limita todo. No se trata de nada de lo que él no pueda hacer caso omiso. Por supuesto hasta ahora no se ha preocupado de buscar alojamiento. Yo diría que en los últimos momentos se sentía un poco perdido. El próximo informe tiene que llegar dentro de media hora… o más pronto si sucede algo drástico. Ya veremos. Estamos haciendo investigaciones en el ambigú.
Finchley alzó la vista.
—Usted sabe que todo este asunto hiere, ¿verdad?
—Sí. — Rogers frunció el ceño —. ¿Qué quiere darme a entender con eso?
—Ya lo ha visto usted en el avión. Estaba muriendo a pulgadas, pero no lo ha demostrado ni una vez. Se ha colocado delante de sesenta personas extrañas y les ha refrotado la cara con lo que es, sólo para demostrarse a sí mismo, para demostrárnoslo a nosotros y demostrarlo a ellos que no está dispuesto a meterse a rastras en un agujero. Los ha engañado a ellos, y nos ha engañado a nosotros. No se parece a ningún ser de los que caminan por esta tierra, y ha demostrado que era un hombre tan bueno como cualquiera de nosotros.
—Eso lo sabemos perfectamente.
—Y después, justamente cuando lo ha conseguido, el mundo se presenta y le atiza con demasiada dureza. Se ha visto a sí mismo propagado por todo el mundo aliado en una página entera a todo color. Y ha comprendido que iba a ser catalogado como monstruo para toda la vida. Bien, ¿quién no se hubiera tambaleado ante ese terrible golpe? A mí me ha sucedido en el curso de mi vida, y supongo que también a usted le ha ocurrido.
—Me imagino que sí.
—Pero él ha logrado ponerse de pie. Se ha colocado en una acera para que todo el mundo en Nueva York pueda mirarle, y lo ha soportado. Sabía lo que se siente al recibir un golpe, y ha ido en busca de más. Eso es ser un hombre, Rogers… ¡Maldita sea, eso es ser un hombre!
—¿Qué hombre?
—Maldita sea, Rogers, déles un poco de tiempo y la oportunidad adecuada y no hay un agente secreto que los soviéticos no puedan falsificar. No tenemos un solo hombre al que no puedan reemplazar con un falso agente si desean hacerlo realmente. Nadie, nadie en todo el ancho mundo, puede demostrar quién es, pero nosotros esperamos que este hombre lo haga.
—Tenemos que esperarlo. No podemos hacer otra cosa al respecto. Ese hombre tiene que demostrar quién es.
—Podría ser sencillamente colocado en algún lugar donde fuera inofensivo.
Rogers se levantó para acercarse a la ventana. Sus dedos juguetearon con el cordón de la persiana.
—Ningún hombre es inofensivo en ninguna parte de este mundo. Puede sentarse y no hacer nada, pero está aquí, y todos los demás hombres tienen que resolver el problema de quién es y cómo piensa porque hasta que el problema no haya quedado resuelto, ese hombre es peligroso. El G.N.A. hubiera podido decidir ponerle en una isla desierta, sí. Y probablemente él no habría podido hacer nada. Pero los soviéticos puede que tengan el K-Ochenta y ocho. Y el verdadero Martino puede seguir aún entre ellos. Si consideramos esta posibilidad, ese hombre, aun colocado en una isla desierta, podría ser el hombre más peligroso del mundo. Hasta que no tengamos pruebas, eso exactamente es lo que es, sin que poco importe donde se encuentre. Si hemos de obtener pruebas, las obtendremos aquí. Si no las vamos a obtener, entonces permaneceremos lo bastante próximos a él para detenerlo si resulta no ser nuestro Martino. Esta es la situación, Finchley, y ni usted ni yo podemos impedirlo. Ninguno de los dos seremos lo que bastante viejos para coger el retiro antes de él muera.
—Escuche, maldita sea, Rogers, todo eso lo sé perfectamente. No es mi intención volverme de espaldas a la situación. Pero no hemos cesado de vigilar a ese hombre desde el preciso instante en que cruzó la frontera. Lo hemos vigilado, vamos a seguir vigilándole, porque ésa es la misión que se nos ha encomendado, pero en lo que a mí se refiere…
—¿Cree usted que es Martino?
Finchley se detuvo.
—No tengo prueba alguna que lo indique así.
—Pero no puede evitar pensar que es Martino. ¿Por qué sangra? ¿Por qué lloraría si tuviese lágrimas? ¿Por qué se muestra temeroso y desesperado, y sabe que no tiene a donde ir? — Las manos de Rogers se aferraron espasmódicamente al cordón de la persiana —. ¿No nos ocurre eso a todos? ¿No somos todos seres humanos?
CAPITULO VIII
El joven Lucas Martino se apartó de la mesa recién limpia, sosteniendo en la mano izquierda cuatro tazas y platillos sucios, cada taza en su platillo tal como le había enseñado Bárbara, al objeto de poder llevar dos platillos entre los dedos y los otros dos colocados encima de ellos. La esponja la llevaba en la mano derecha, dispuesto a limpiar todos los sitios sucios sobre las mesas ante las cuales pasaba en su marcha hacia el mostrador. Le gustaba trabajar de esa manera, porque era eficaz, porque así no perdía tiempo, aunque verdaderamente no importaba que dispusiera de mucho tiempo, ahora que la aglomeración de las últimas horas de la tarde había terminado.
Se preguntó qué era lo que producía esas aglomeraciones, mientras colocaba las tazas y los platillos en el cesto que había debajo del mostrador, tras haber echado las cucharillas a una pequeña bandeja. No había ninguna razón manifiesta, porqué, en días indeterminados, Espresso Maggiore solía quedar súbitamente atestado a las cuatro de la tarde. Lógicamente, la gente debiera haber estado trabajando, o dirigiéndose a casa para cenar, paseando en el parque cuando los días eran tan hermosos como aquél. Pero, en lugar de ello, acudían a la cafetería — todos ellos casi al mismo. tiempo — y durante media hora la cafetería estaba completamente atestada. Ahora, a las cinco y cuarto, se hallaba vacía de nuevo, y las sillas permanecían una vez más colocadas en orden contra las mesas limpias. Pero habían sido unos momentos muy atareados, tan atareados, debido a que sólo se encontraban de turno Bárbara y él, que Carlo se había visto obligado a servir también él a las mesas.
Miró las filas de tazas sucias que habían en el cesto. Le pareció que existía también una gran posibilidad de que todos los clientes hubieran hecho el mismo pedido. No capuccino, para cambiar por una vez, sino un simple exprés, y también eso era curioso, como si la mayoría de las entes de la vecindad hubiesen sentido la necesidad de un estimulante, en vez de algo para beber.
Pero todos hacían cosas diferentes: algunos eran dueños de tabernas, otros eran sus empleados, otros eran artistas, otros eran ociosos, otros eran turistas. ¿Había días en los que todo el mundo se sentía cansado sin que importase a qué se dedicaban? Lucas frunció el ceño. Intentó recordar si él mismo se había sentido alguna vez de esa manera. Pero un caso no proporcionaba una prueba concluyente. Tenía que registrarlo en su memoria y pensar en ello, para hacer las pertinentes comparaciones cuando sucediese de nuevo.
Dejó que el pensamiento se deslizara al fondo de su mente cuando Bárbara limpió la última de las mesas y se acercó al mostrador. Sonrió tristemente, sacudió la cabeza y se enjugó la frente ton el dorso de la muñeca.