—¡Uf! ¿No te alegrarás cuando este día haya terminado, Tedeschino?
Lucas sonrió.
—Espera a la aglomeración de la noche.
La observó inclinarse para colocar su tazas en el cesto, y se sonrojó levemente cuando la falda de su uniforme se ciñó sobre sus caderas. Se recobró, y apresuradamente cogió la bandeja de plata para llevarla a la pequeña habitación trasera, que era donde estaba la fregadera.
—Las aglomeraciones de la noche no son para mí aglomeraciones, Ted, Alice y Gloria estarán aquí… y entonces no será ni la mitad de malo. — Bárbara le guiñó el ojo —. Apuesto a que te alegrará ver a Alice.
—¿A Alice? ¿Por qué?
Alice era una muchacha intensa, de cara aguda, que apenas prestaba atención a su trabajo y ninguna en absoluto a los clientes y a las personas con las que trabajaba.
Bárbara se puso en la mejilla la punta de la lengua y miró al suelo.
—Oh, no lo sé — contestó, frunciendo los labios Pero ayer mismo me dijo lo mucho que le gustabas.
Lucas frunció el ceño al oír eso.
—No sabía que tú y Alice hablabais tanto.
No parecía en absoluta propio de Alice. Pero tenía que pensar en ello. Si era cierto, significaba complicaciones. Verse mezclado con una muchacha compañera de trabajo jamás tenía sentido… o al menos eso era lo que había oído decir, y él podía ver claramente su lógica. Además, sabía exactamente qué clase de muchacha deseaba para actuales propósitos. No tenía que ser ninguna de la que pudiera llegar a enamorarse, — Alice encajaba bastante bien en este aspecto, pero tenía que ser también muy fácil, puesto que su tiempo era limitado. Por esta razón tenía que vivir bastante lejos para que no pudiese verla durante el ordinario curso del día, cuando estaba trabajando o estudiando.
—No te gusta Alice, ¿eh?
—¿Qué te hace decir eso? — preguntó, manteniendo los ojos apartados de la cara de Bárbara.
—Tu expresión. Por tus ojos parece como si estuvieras pensando en algo complicado, y tu boca tiene una expresión que demuestra que no te gusta.
—Me observas muy atentamente, ¿no?
—Es posible. Muy bien, si Alice no te conviene, ¿qué me dices de Gloria? Gloria es bonita.
—Y no muy inteligente.
Su novia debía ser alguien con la que pudiera hablar algunas veces.
—Bien. No te gusta Alice, no te gusta Gloria… ¿quién te gusta? ¿Tienes una muchacha oculta en alguna parte? ¿La vas a sacar mañana? Mañana es el día destinado a divertirse, ¿sabes? lunes.
Lucas se encogió de hombros. Lo sabía. Los últimos lunes había estado recorriendo la ciudad.
—No. Si quieres que te diga la verdad, ni siquiera había pensado en que mañana estará cerrado el establecimiento.
—Hoy nos pagan, ¿no? No creas que yo no pienso en ello. Hum, muchacho… mañana tengo una cita, y todo eso.
Lucas sintió que la boca se le torcía.
—¿Tu novio?
—Aún no. Pero puede que llegue a serio… puede que llegue a serlo. Te diré el qué. Es el más encantador individuo que me ha sacado. Suave, buen bailarín, cortés y con ideas de adulto. Una muchacha no encuentra a muchos individuos como ése. Cuando se presenta uno así, procura no dejárselo perder. Pero algunas veces te dices que, si esperas un poco más, quizá se presente alguien más encantador… si le ofreces una oportunidad. — Miró francamente a Lucas —. Supongo que tú puedes imaginarte cómo es la cosa.
—Sí… bien, supongo que puedo. — Se mordió el labio superior, miró al suelo, y de repente dijo: — Ahora tengo que lavar esto.
Con la bandeja de plata en las manos, se volvió y se apresuró a penetrar en la habitación trasera. Echó los cubiertos a la fregadera, abrió el grifo del agua caliente, y permaneció mirándolos, con las manos aferradas al borde de la fregadera. Pero al cabo de un rato se sintió mejor, aun cuando no podía dejar de ignorar el pensamiento de que Bárbara tenía novio.
A juzgar por la lógica, Bárbara no era la muchacha que le correspondía.
En ese particular lunes, el tiempo se mantuvo bueno. El sol lució lo bastante cálidamente para hacer que las calles resultaran confortables, y las estrechas aceras del Village estaban atestadas de sillas en las que los ancianos se sentaban junto a las escalinatas de sus casas para charlar entre sí y con los viejos amigos que pasaban por allí. Los hombres más jóvenes que no tenían que ir a trabajar permanecían reclinados contra los coches aparcados o estaban sentados en sus guardabarros, y las muchachas del Village caminaban muy conscientes de sí mismas. Las gentes llevaban sus perros al césped de Washington Square Park, y en las calles traseras la ropa estaba tendida en las cuerdas que se tendían entre las escaleras de incendios. Los locales de tenis y de pelota a mano del Park Departament se hallaban atestados.
Lucas Martino abandonó su habitación en el sótano y subió a la calle a eso de las dos y media. Con una camisa ligera y pantalón penetró en medio de aquella vida. Se encaminó directamente a la estación del metro, sin mirar a ningún lado, sintiéndose inquieto y turbado. Confiaba en encontrar ese día la muchacha adecuada, y al mismo tiempo se sentía nervioso al pensar en cómo debía abordarla. Pensó en la manera en que los conquistadores del colegio superior habían manejado el problema, y se sintió lleno de confianza en su habilidad para realizarlo lo mismo de bien. Además, una o dos veces había llevado al cine a una muchacha, de manera que no era completamente un novato en el particular código social al que se atenían las muchachas y los jóvenes. Pero no era una compañera social lo que él andaba buscando.
Existía también la cuestión de Bárbara, y le parecía que en eso sólo la autodisciplina podría ser de cualquier utilidad. No podía permitirse verse envuelto en una cosa de largo plazo. No podía permitirse dejar a una muchacha esperando mientras él se hallaba entegado a todos aquellos años de enseñanza que se extendían ante él. Y después de eso, con lo que había ocurrido en Asia el pasado año, parecía más que nunca como si un especialista en ciencias físicas tendría que trabajar para el gobierno. Eso quería decir que durante mucho tiempo tendría que vivir en alguna base en la que se llevaran a cabo proyectos, con escasas facilidades de alojamiento y muy poco tiempo para dedicarlo a otra cosa que no fuese el trabajo. Se conocía a sí mismo y sabía que, una vez comenzase a trabajar, se sumergiría en ello, y prácticamente excluiría todo lo demás.
No, pensó, al recordar la expresión de su madre cuando le dijo que se iba a ir a Nueva York. No, un hombre del que dependieran unas personas no tenía las más de las veces otra alternativa que la de herirlas a ellas o herirse a sí mismo, cuando no ocurrían ambas cosas a la vez. No podía pedirle a Bárbara que se colocara en una situación como ésa.
Además, se recordó a sí mismo, eso no era lo que andaba buscando. Eso no era lo que necesitaba.
Alcanzó la estación del metro, tomó un tren con dirección a Columbus Circle, y hasta que no llegó allí no levantó la cabeza y empezó a mirar a las muchachas.
Caminó lentamente por Central Park, avanzando en la general dirección de la Quinta Avenida. Caminaba un poco consciente de sí mismo, seguro de que por lo menos algunas de las personas sentadas en los bancos se preguntaban qué hacía.
Había bastantes muchachas en el parque, principalmente en parejas, y no le prestaban atención alguna. La mayor parte de ellas caminaban hacia la pista de patinaje, donde suponía que estarían esperándolas aquellos muchachos con los que se habían citado previamente, o bien esperaban que las abordaran un par de jóvenes. Acarició la idea de ir también él a la pista de patinaje, pero había algo tan desesperante carente de propósito en el acto de girar y girar en círculo a los sones de la pegajosa música de un órgano que abandonó la idea casi inmediatamente. En lugar de ello, tomó otro sendero y contorneó el santuario de las aves, sin saber lo que era o para qué era el alto muro. Cuando súbitamente vio un pavo real aparecer en un claro y extender su plumas, se detuvo, extasiado. Permaneció inmóvil durante diez minutos antes de que el ave se alejara. Después soltó los dedos de la malla de alambre y continuó caminando lentamente, moviéndose aún hacia el este.