El parque se hallaba lleno de gente a la clara luz del sol. Cada hilera de bancos ante los cuales pasaba estaban atestados, los cochecitos de bebé permanecían alineados ante los senderos y los niños trotaban detrás de las palomas. Las niñeras hablaban entre sí con sus blancos uniformes, y los ancianos leían periódicos. Las ancianas, con el bolso en su regazo, miraban a través del lago y movían sus vacíos dedos como si estuvieran cosiendo.
Había unas cuantas muchachas que caminaban solas. El las miraba cautamente, con el rabillo del ojo pero no había ninguna que le pareciese adecuada. Siempre volvía la cabeza hacia el lado del sendero y pasaba junto a ellas apresuradamente, o bien se detenía para mirar atentamente su reloj de pulsera mientras ellas pasaban por su lado en dirección contraria.
Consideraba que la clase de muchacha adecuada para él debía tener un especial aspecto: una forma de vestirse, o de caminar, o de mirar en torno suyo que la distinguiera de todas las demás era lógico creer que una muchacha que dejaba a un joven extraño hablarle en el parque tenía una especial clase de actitud, una marca de que no podría describir pero que reconocería. Y, una o dos veces en sus paseos por la ciudad, creía haber hallado a una muchacha así. Pero, cuando se acercaba más a una de esas muchachas, estaba siempre masticando goma, o el carmín de sus labios era espeso y anaranjado, o por alguna otra causa le provocaba una peculiar sensación en la boca del estómago que le obligaba a alejarse tan deprisa como le era posible sin llamar la atención.
Finalmente, llegó al Zoo. Durante un rato estuvo paseando ante las jaulas de los leones. Después penetró en la cafetería y pidió un vaso de leche. Sacó afuera el vaso y se sentó en una mesa de la terraza. Empezaba a sentirse crecientemente torpe, como usualmente le ocurría en cada una de aquellas expediciones. Por eso se tomó bastante tiempo en terminar la leche. Miró de nuevo su reloj, comprobando que eran las tres y media. Tuvo que mirar dos veces su reloj, porque le parecía que había estado en el parque mucho más tiempo que ése. Encendió un cigarrillo, lo fumó hasta apurarlo del todo, y comprobó que eso sólo le había llevado cinco minutos.
Se agitó inquietamente en la silla de metal. Debía levantarse y comenzar a moverse de nuevo, pero se hallaba acosado por la seguridad de que si hacía eso sus pies le sacarían inmediatamente del parque y lo conducirían al metro para regresar al centro de la ciudad.
Se pasó los dedos por la frente. Estaba sudando, había una mujer sentada en la mesa contigua, tomando té helado. Tenía unos treinta y cinco años, según juzgó él, y vestía prendas que parecían caras. Le miró de un modo peculiar, y él bajó la vista. Se levantó, echó hacia atrás la silla haciendo que sus patas produjeran un chirrido al deslizarse sobre las piedras de la terraza, y apresuradamente se dirigió a la plaza, en la que había un estanque con focas.
Estuvo observando a las focas durante unos cuantos minutos, las manos cerradas sobre la barandilla de hierro. La idea de que se hallaba a punto de renunciar a todo el asunto le preocupaba tremendamente.
Después de todo, había pensado en ese asunto y había llegado a una lógica conclusión. En otra ocasión se había atenido siempre a sus decisiones, e invariablemente eso le había dado buenos resultados.
Era la cuestión de Bárbara, se dijo. No habla nada malo en que estuviese enamorado de ella — había amplio espacio para lo ilógico en su lógica —, pero eso estaba destinado a complicar su inmediato plan. Sin embargo, era evidente que no podía hacer otra cosa sino seguir adelante a despecho de todo. Bárbara, o una muchacha como Bárbara, aparecería más tarde, cuando su vida se hubiese asentado. Todo eso pertenecía a un diferente compartimiento de su mente, y no debía entrecruzarse con ese otro propósito.
Era la primera vez en su vida que se sentía incapaz de hacer lo que debía hacer, y eso le preocupaba profundamente. Le hacía sentirse colérico. Se apartó bruscamente de la piscina de las focas y ascendió por los escalones para dirigirse hacia la puerta que había al otro lado de las jaulas de los leones.
Al parecer, mientras había estado bebiendo la leche una muchacha había instalado una silla de campaña delante de las jaulas y estaba sentada en ella, dibujando. La observó con el rabillo del ojo, se acercó a ella, y, sin haberse molestado siquiera en mirarla de un modo particular, preguntó desafiantemente:
—¿No la he visto en algún lugar antes?
La muchacha tenía más o menos su edad, y su pelo era de un rubio pálido, lo llevaba peinado liso y recogido en un moño en la nuca. Era de pómulos elevados, de nariz pequeña y de boca ancha y plena en la que no se aplicaba carmín en las comisuras, sus cejas eran muy espesas y negras, porque se las pintaba con un negro cosmético que parecía más maquillaje de teatro que lápiz para las cejas Llevaba zapatillas de ballet, una blusa de estilo campesino. Sus ojos eran castaños y en ellos había sorpresa…
Lucas se dio cuenta que era casi imposible saber cómo era realmente y se dijo que con toda probabilidad era vulgar, y, además, que se hallaba lejos de ser la muchacha que a él podía llegar a gustarle. Vio que el dibujo que estaba haciendo carecía por completo de vida. Era sin duda alguna un león, pero era como la imagen de un león relleno y cuidadosamente arreglado para colocarlo en un escaparate.
Se sintió furioso con ella por su aspecto, por su carencia de talento, y por estar allí.
—No, supongo que no — dijo, y se volvió para irse.
—Puede que me haya visto — repuso la muchacha —. Mi nombre es Edith Chester. ¿Y el suyo? Se detuvo. Su voz era sorprendentemente suave, y el hecho de que hubiese reaccionado con tanta calma fue más que suficiente para hacerle sentirse como un idiota.
—Luke — contestó, y por alguna razón se encogió de hombros.
—¿Pertenece usted a la Liga de los Estudiantes de Arte? — preguntó ella.
Sacudió la cabeza.
—No, no pertenezco. — Se detuvo, y después, justamente cuando se disponía a abrir la boca para decir algo, se ruborizó —. La verdad es que no la conozco en absoluto. Simplemente…
Se detuvo de nuevo, sintiéndose más estúpido que nunca, y otra vez se sintió furioso.
Sorprendentemente ahora, ella lanzó una risa nerviosa.
—Bien, supongo que eso no tiene importancia. No me va a arrancar de un mordisco la cabeza ¿verdad?
La asociación de ideas fue claramente evidente. Miró su dibujo y dijo:
—Eso no se parece mucho a un león.
También ella miró el dibujo, y contestó:
—Bien, no; supongo que no.
Había deseado provocar en ella una reacción de hostilidad, iniciar una discusión que le hubiese permitido irse. Pero ahora se hallaba más hundido que nunca, y no tenía idea alguna de lo que debía hacer.
—Escuche… voy a ir a al cine ¿Quiere venir conmigo?
—De acuerdo — respondió ella, y una vez más se sintió él cogido en una trampa.
—Mi intención es ver Reina de Egipto — declaró, escogiendo una película lo más lejos posible del gusto de cualquiera con pretensiones de inteligencia.
—Esa no la he visto — repuso ella —. No me importará. — Introdujo los lápices en su bolsa, se colocó debajo del brazo el dibujo y plegó la silla —. Podemos dejar todo esto en la Liga — indicó —. ¿Tienes inconveniente en llevarme la silla? Está sólo a un par de manzanas de aquí.