El la tomó sin pronunciar palabra, y ambos abandonaron juntos el parque. Cuando cruzaron plaza, en su marcha hacia la salida de la Quinta Avenida, miró hacia la terraza de la cafetería, pero la mujer vestida con prendas caras que había estado sentada en la mesa contigua a la suya se había ido.
Permanecía delante del edificio de la Liga, fumando, esperando a que saliera la muchacha. No sabía lo que hacer.
La idea de doblar, la esquina y tomar un autobús que le condujese al centro de la ciudad se le había ocurrido. En el interior del bolsillo, la mano había encontrado ya la moneda para el billete. Pero por entonces era evidente que había abordado a la muchacha en la que no muchos chicos podían estar interesados, que si él la dejaba ahora en la estacada, se sentiría muy herida. La situación no se había producido por culpa de ella — lamentaba que no fuese así — y lo único que podía hacer ahora era cumplir con su compromiso. De manera que permanecía esperándola, haciendo girar la moneda coléricamente en su bolsillo. Al final la muchacha apareció.
Pero entonces él empezaba a sentirse avergonzado de sí mismo. La muchacha salió de prisa y, cuando le vio, sonrió por vez primera desde que la había encontrado. Fue una sonrisa que transformó su cara por un momento antes de que recordase que no debía mostrar alivio por haber comprobado que se hallaba aún allí. Entonces bajó los ojos en un apresurado gesto de decoro.
—Estoy lista.
—Muy bien.
Ahora se sentía fastidiado de nuevo. La muchacha era tan fácil de comprender que consideraba con resentimiento su carencia de esfuerzo. Deseaba a una chica con profundidad, una chica a la que le costara un cierto período de tiempo conocer, una chica cuyo total ser se fuera desplegando gradualmente, pues de esa manera sería siempre interesante y él nunca acabaría de explorarla completamente. En lugar de ello, tenía a Edith Chester.
Y sin embargo, la culpa no era de ella. La culpa era suya, y debía pagar las consecuencias.
—Escuche — dijo —, usted no desea ver esa mala película con un Egipto falso. — Con la cabeza hizo un movimiento hacia el otro lado de la calle, donde en una de las salas caras y de calidad anunciaban una película europea —. ¿Qué le parece si, en lugar de ello, vamos a ver ésa?
—Si usted lo desea, a mí me agradará.
Estaba condenadamente dispuesta a seguir sus sugerencias. Casi experimentó la tentación de hacerla cambiar de idea otra vez, pero se limitó a decir:
—Vamos, pues.
Comenzó a cruzar la calle. Ella le siguió inmediatamente como si hubiese dado por supuesto que él no se iba a molestar en esperarla.
Aguardó ante las puertas del vestíbulo mientras él compraba las localidades, y permaneció tranquilamente sentada junto a él durante la proyección de toda la película. El no hizo movimiento alguno para cogerle la mano o poner el brazo en el respaldo de su silla, y cuando la proyección de la película se hallaba en su mitad, de repente se dio cuenta de que no sabía lo que haría con ella cuando salieran de allí. Sería demasiado temprano para conducirla a casa y darle las gracias por haberle hecho pasar tan buena velada, y sin embargo, sería demasiado tarde para dejarla abandonada, aun cuando pudiese pensar en algún modo gracioso de hacerlo. Experimentó la tentación de excusarse, levantarse y salir de la sala. En cierto modo, a pesar de toda su torpeza y crueldad, eso parecía ser lo mejor que podía hacer. Pero acarició la idea sólo durante unos cuantos segundos, antes de comprender que no podía hacerlo.
«¿Por qué no?», pensó. «¿Soy yo un individuo tan maravilloso que apagaría su vida para siempre?»
Pero no era eso. No era lo que él fuese, sino lo que ella era. El hubiera podido ser el jorobado de Notre Dame, y no obstante esa misma situación habría existido. Era él quien la había colocado en ella, y a él le correspondía mirar de que no se sintiera herida como resultado de algo que él había hecho.
¿Pero qué iba a hacer con ella? Estuvo fumando incesante y furiosamente durante todo el resto de la película, agitándose en su asiento.
La película alcanzó la escena que proyectaban en el momento en que ellos habían entrado, y ella se inclinó hacia él.
—¿Quiere que nos vayamos ahora?
Después de noventa minutos de silencio, su voz le sobresaltó. Era tan suave como lo había sido la primera que le había hablado… antes de que la comprobación de lo que iba a suceder se hubiera hecho luz en ella. Ahora, supuso, había tenido tiempo para calmarse de nuevo.
—Desde luego.
Sentía una cierta reluctancia a irse. Una vez en la calle, vendría el embarazoso, el inevitable «¿Qué hacemos ahora?», y no tendría respuesta alguna. Pero se levantó y abandonaron la sala.
Cuando se encontraban dejado de la marquesina, ella dijo:
—Es una buena película, ¿verdad?
Se puso en la boca el cigarrillo, preocupado.
—¿Tiene que ir a casa ahora o qué? — murmuró.
Ella sacudió la cabeza.
—No. Vivo sola. Pero probablemente usted tiene algo que hacer esta noche. Cogeré un autobús aquí. Gracias por haberme llevado al cine.
—No… no se vaya — se apresuró a decir él. Maldita sea había estado esperando que trataría de desembarazarse de ella —. No haga caso.
Ahora no tenía más remedio que proponer hacer algo.
—¿Tiene hambre?
—Un poco.
—Muy bien, entonces busquemos un lugar donde podamos comer.
—Hay un buen restaurante al volver la esquina.
—Muy bien, vamos.
Por alguna razón, la cogió la mano. Era pequeña, pero no frágil. Ella no pareció ni sorprendida ni alarmada. Preguntándose qué diablos le habla obligado a hacer eso, se dirigió con ella al restaurante.
El local se hallaba casi vacío, y él la condujo a una mesa que había al fondo. Se sentaron el uno frente al otro, y un camarero vino a tomar su pedido. Cuando se fue, Lucas se dio cuenta de que debiera haber pensado en lo que sucedería al entrar allí con ella.
Estaban allí aislados. La alta madera chapeada que había detrás de él los separaba del resto de la sala. A un lado de ellos habla una pared, y al otro, dejando apenas espacio para que la gente se deslizara del reservado, había un acondicionador de aire. Había permitido que él y la muchacha se encontraran en una situación en la que no podían hacer otra cosa sino permanecer sentados y mirarse el uno al otro mientras esperaban a que les fuese servido el alimento.
¿Qué podía él hacer o decir? Al mirar su peinado y el tono metálicamente rosado de la laca de sus unas, no le fue posible imaginar de qué podía agradarle a ella hablar, si su conversación podía tener para él el más ligero interés.
—¿Hace mucho tiempo que está en la ciudad? — preguntó.
Ella sacudió la cabeza.
—No, no mucho tiempo.
Eso era lo que sin duda explicaba todo.
Arrojó su cigarrillo, sin cuidarse del lugar en que había caído. Del paquete que llevaba en el bolsillo de la camisa sacó otro y lo encendió, ansiando que el camarero se diese prisa para que de esa manera pudieran al menos comer. Sólo eran las seis.
—¿Quiere… quiere darme un cigarrillo, por favor? — preguntó ella, con voz y expresión inseguras.
El casi dio un salto.
—¿El qué? — Sacó el paquete torpemente —. Oh, Dios, Edith ¡lo siento! Desde luego. Tenga. Yo no…
¿No el qué? Ni siquiera había tenido la cortesía de ofrecerle un cigarrillo. No se había detenido a preguntarse si fumaba o no. La había tratado como si fuese un perro mimado. Se sintió peculiarmente confuso.
Ella tomó el cigarrillo y él se apresuró a encendérselo.
La muchacha sonrió con cierto nerviosismo.