—Gracias. Procedo de Connecticut. ¿De dónde es usted, Luke?
«Debe saber cuáles son mis sentimientos hacia ella», estaba pensando él. «Es algo que se debe transparentar en toda mi persona. Pero se deja continuar porque… ¿Por qué? ¿Porque soy el hombre de sus sueños?»
—De New Jersey — contestó —. De una granja.
—Siempre he deseado poder vivir en una granja. ¿Trabaja aquí?
«Porque probablemente yo soy el primer tipo que ha hablado con ella desde que está aquí, por eso es. Tal vez no soy mucho, pero es todo cuanto tiene.»
—Vivo aquí eventualmente. Trabajo en una cafetería del Village.
Se dio cuenta de que había comenzado a decirle cosas que no tenía el propósito de decirle. Pero ahora tenía que hablar, y además, eso no era en absoluto lo que él había planeado.
—Sólo he ido allí una o dos veces — repuso ella —. Debe ser un lugar fascinante.
—Supongo que en cierto sentido lo es. De todas maneras, voy a comenzar a estudiar el año próximo, y no tendré muchas ocasiones de verlo.
—Oh, ¿qué va a estudiar, Luke?
Así, poco a poco, empezaron a mostrarse más locuaces. Hablaron mientras comían, y las palabras parecían brotar de él a trompicones. Le habló de la granja, del colegio superior y de la cafetería.
Acabaron de cenar y salieron a dar un paseo. Caminaron por Central Park South arriba y después torcieron hacia la parte alta de la ciudad. El continuaba hablando. Ella caminaba junto a él, y sus zapatillas de ballet hacían suaves sonidos sobre el pavimento de asfalto.
Al cabo de un tiempo, llegó el momento de conducirla a su casa. Vivía en el West Side, cerca de la fábrica de gas del Sixties, en el tercer piso de una casa de vecindad. Subió, con ella por la escalera, se encontraron ante la puerta, y de repente se quedó sin palabras.
Se detuvo tan abruptamente como había comenzado, y se mantuvo allí mirándola, preguntándose qué diablos se había apoderado de él. Vio que las raíces de su cabello eran más oscuras.
—He estado aburriéndola — dijo, sintiéndose incómodo.
Ella sacudió la cabeza.
—No, no. Es usted una persona muy interesante. No me ha aburrido en absoluto.
Elevó la vista para mirarle, y renunció incluso al mínimo de disimulo que había conseguido sostener a través de la tarde y de la noche.
—Es muy agradable tener a alguien con quien hablar.
El no supo lo que decir a eso. Permanecieron delante de la puerta, y el silencio creció entre ellos.
—Lo he pensado muy bien — dijo al fin ella.
«No, no lo ha pensado bien», pensó él. «Lo ha pensado terriblemente mal. Lo peor que hubiera podido ocurrirle hoy le ha ocurrido cuando yo le he hablado delante de las jaulas de los leones. Y ahora voy a bajar por esta escalera y jamás la llamaré ni la visitaré de nuevo, y supongo que eso aún será peor. Realmente lo he enredado todo.»
—Escuche… ¿tiene teléfono? — preguntó casi sin darse cuenta.
La muchacha se apresuró a asentir con la cabeza.
—Sí, tengo. ¿Quiere que le dé el número?
—Lo escribiré.
Encontró un papel en su cartera y un lápiz en el bolsillo de su camisa. Escribió el número, se lo guardó la cartera y el lápiz, y de nuevo volvieron a quedar allí sin saber lo que hacer.
—El lunes es mi día de fiesta — dijo él —. La llamaré.
—De acuerdo, Luke.
El la miró, pensando: «No, no, maldita sea, no voy a intentar besarla para desearle las buenas noches. La situación no se presta a eso. Es una cosa extravagante. Ella no es así».
—Buenas noches, Edith.
—Buenas noches, Luke.
Extendió la mano y le tocó el hombro, sintiendo que tenía una estúpida expresión en la cara. Ella levantó la mano y cubrió la suya. Entonces él se apartó y comenzó a bajar apresuradamente la escalera, sintiéndose un estúpido, y un salvaje, y un idiota. Se sentía cualquier cosa menos un muchacho de dieciocho años.
Cuando fue a trabajar al día siguiente, todo se hallaba revuelto en su mente. Por mucho que pensase en ello, no le era posible comprender lo que le había sucedido el día anterior. Realizó sus tareas como sumido en una niebla mental. Tenía tan revuelta la mente que su cara se mostraba completamente inexpresivo. Rehuyó los ojos de Bárbara, y trató de evitar hablar con ella.
Finalmente, a la mitad de la tarde, ella le acorraló detrás del mostrador. El permaneció allí desesperadamente, cogido entre la máquina exprés y la caja registradora, con una taza vacía colgando de su mano.
Bárbara le sonrió con agrado.
—Eh, Tedesco, ¿estás pensando en tu dinero?
Había una ansiosa tirantez en la piel de los ángulos de sus ojos.
—¿Mi dinero?
—Bien… verás. Cuando alguien está tan abstraído como tú, generalmente la gente le pregunta si está pensando en su dinero.
—Oh. No… no se trata de nada de eso.
—¿Qué hiciste ayer? ¿Enamorarte?
La cara se le puso encendida como la grana. La taza casi se le cayó de la mano, como si él hubiese sido una máquina automática y Bárbara hubiera pulsado un botón. Y después se quedó asombrado ante su reacción. Permaneció con la boca abierta, completamente atónito.
—Bien, bien — dijo Bárbara —. He acertado.
Lucas no tenía ni la menor idea de lo que debía decir. ¿Enamorado? ¡No!
—Escucha… Bárbara… no es de esa manera…
—¿De qué manera? — preguntó ella, y los pómulos se le tiñeron de rojo.
—No lo sé. Simplemente estoy tratando de explicar…
—Escucha. No me importa de qué forma es. Si te produce complicaciones, espero que consigas hallarle una solución. Pero yo tengo a un tipo que de vez en cuando me produce complicaciones a mí.
Al pensar en ello, se dio cuenta de que estaba siendo completamente honesta. Recordó que Tomy era un tipo muy amable, e interesante también. Era una lástima en lo que se refería a Lucas, porque siempre había creído que sería agradable salir con él, pero así era como se desarrollaban las cosas en la vida: lo pasaba bien de vez en cuando, y no tenías derecho a esperar que todo te saliera bien cada vez.
Estaba cerrando ya su mente a cualquier posibilidad de salir juntos en unas cuantas ocasiones y permitir que esas citas se convirtieran en algo más profundo. Era una muchacha con mucho sentido común, y había aprendido que en la vida no se ganaba nada con entregarse a vanas esperanzas.
—Bien, la hora de la aglomeración se acerca a pasos agigantados — dijo agudamente.
Sacó el azúcar de debajo del mostrador y comenzó a rellenar los azucareros que había sobre las mesas. Sus tacones repiqueteaban rápidamente sobre el suelo de madera.
El miró hacia el lugar donde Bárbara se afanaba disponiendo las mesas, y le pareció evidente que, en lo que a ella concernía, todo el episodio había concluido.
No en lo que a él se refería. Apenas si había comenzado. Ahora tenía que ser diseccionado, examinado profundamente para tratar de comprender cada una de las posibles razones de que las cosas se hubiesen desarrollado de aquella manera. Tan sólo el día anterior por la mañana había sido un hombre con un definido curso de acción en la mente, basado en una situación concreta y evidente.
Ahora todo había cambiado, y había cambiado en tan breve espacio de tiempo que era inconcebible que nadie le hubiese dejado simplemente en eso, sin preguntar cómo y por qué.
Y sin embargo, Bárbara estaba haciendo justamente eso: aceptar un nuevo estado de asuntos sin inquirir ni investigar.
Lucas frunció el ceño ante el problema. Era una cosa interesante en la que merecía la pena pensar.
Era incluso algo más que eso, y él era parcialmente consciente de ello. Era un perfecto problema que debía considerar si no deseaba pensar en sus sentimientos hacia Edith.