Permaneció detrás del mostrador, pensaba que todas las personas que siempre había conocido, incluso personas de mente rápida como Bárbara, aceptaban consistentemente las cosas tal como se presentaban. Y no dejó de sorprender el hecho de que, si tantas personas eran de esa manera, entonces debía haber un cierto valor en ello. Realmente era una manera mucho más simple de vivir, puesto que así se malgastaba menos tiempo y se hacía un más eficaz y directo uso de la energía emocional.
Así pues, de eso se infería que había algo ineficaz básicamente equivocado en su forma de entender sus relaciones con las demás personas. No era ninguna maravilla que se hubiese perdido en ese emocional laberinto con Bárbara y Edith.
Su mente acababa de hacerle afrontar de nuevo ese problema. ¿Cuáles eran sus sentimientos hacia Edith? No podía olvidarlo. Le habría pedido el número de su teléfono. Ella esperaría que la llamara. Con entera claridad podía verla aguardando por la noche a que el teléfono sonase. El había contraído una responsabilidad con respecto a ella.
¿Y Bárbara? Bien… Bárbara estaba hecha de dura fibra. Pero a pesar de todo había debido herirla por lo menos un poco.
¿Pero cómo se había creado toda aquella situación? En el simple plazo de un día lo había complicado todo. Tal vez era fácil olvidarlo todo y empezar de nuevo, ¿pero cómo podía hacer eso? ¿Podía él dejar que algo como eso se mantuviera en el fondo de su mente para siempre, sin resolver? «Estoy completamente desconcertado», pensó.
Había creído que se comprendía y que se había formado a sí mismo para vivir de la manera más eficaz en este mundo. Había hecho planes sobre esta base, y en ellos no había visto tacha alguna. Pero ahora tenía que volver a aprender casi todo antes de que un nuevo y mejor Lucas Martino pudiera emerger.
Durante un momento más antes de ponerse a trabajar, trató de decidir cómo podía llegar a comprenderlo todo y sin esfuerzo aprender a no malgastar su tiempo analizando cosas que no podían ser cambiadas. Pero la hora de la aglomeración se acercaba. La gente estaba empezando a penetrar ya en la cafetería, y las mesas no se hallaban dispuestas aún.
Tenía que dejarlo en eso, pero no permanentemente. Lo rechazó hacia el fondo de su mente, de donde lo extraería cuando tuviese tiempo… donde podría permanecer siempre, sin variar y esperando a ser resuelto.
Las circunstancias lo tenían cogido en una trampa. Pronto tendría que acudir a un instituto.
Allí tendría que aprender a dar precisamente las respuestas que se esperaban de él, y no otras. Sus estudios se desarrollaban bien, y no había dificultades en cuanto a la beca del Tecnológico de Massachussets. Pero eso exigía mucho de su atención.
Veía a Edith con mucha frecuencia. Cada vez que la llamaba, era siempre con la esperanza de que esa vez sucedería algo; se pelearían, se fugarían, o harían algo lo bastante dramático para resolver de un golpe las cosas. Sus citas eran siempre torturadoras por esa razón, y nunca se mostraban casuales el uno con el otro. El se había dado cuenta de que gradualmente había dejado que su cabello creciese castaño oscuro, y que había cesado de vivir por medio de los cheques que le mandaban sus padres. Pero no tenía idea alguna de lo que podía significar eso. Había encontrado trabajo en un almacén de la calle Catorce, y se había trasladado a un piso vecino, donde algunas veces se visitaban. Pero él no había conseguido otra cosa sino colocarse en una posición en la que, con cada paso que daba para resolver un problema, no conseguía sino hacer peor el otro. De manera que fluctuaba entre ellos. El y Edith raramente se besaban. Jamás se habían entregado al amor carnal.
El siguió trabajando en Espresso Maggiore hasta que los estudios comenzaron a arrebatarle demasiada parte de su tiempo. A menudo hablaba con Bárbara en los escasos momentos de ocio de la jornada. Pero ahora eran simplemente dos personas que trabajaban en el mismo lugar y que se ayudaban la una a la otra a luchar contra el aburrimiento. De las únicas cosas que podían hablar era del trabajo, sus estudios o lo que sucedería a su novio ahora que había sido formado el Gobierno de las Naciones Aliadas y los hombres americanos podían llegar a ser trasladados a las instalaciones técnicas australianas. No había nadie con quien pudiera hablar de cosas importantes.
El otoño de 1968 abandonó Nueva York para dirigirse a Boston. No trabajaba desde enero, había dejado de estar en contacto con su tío y Bárbara. Sus relaciones con Edith eran de tal índole que en ellas no había nada sobre la que pudiera escribir en sus cartas. Intercambiaban tarjetas postales en Navidad de cada año.
El trabajo en el Tecnológico era extenuante. Se daba por supuesto que el cincuenta por ciento de los estudiantes que asistían a las clases no se graduarían, y los que tenían el firme propósito de continuar sus estudios apenas disponían del tiempo necesario para dormir. Lucas raramente dejaba el claustro. Durante tres años hizo un trabajo de estudiante de carrera, y después continuó estudiando hasta conseguir su doctorado. Durante siete años vivió estrictamente en el mismo universo de bolsillo.
Antes incluso de haber alcanzado su grado de vio el comienzo de la cadena lógica que iba a acabar en el K-Ochenta y ocho. Cuando recibió su doctorado, fue destinado inmediatamente a un proyecto de investigación para el gobierno americano y durante años vivió entregado a una investigación tras otra, ninguna de ellas substancialmente diferente de cualquier curso académico. No se le obligó a cumplir el servicio militar. Cuando entregó sus primeros estudios sobre el proyecto K-Ochenta y ocho fue trasladado a una instalación del G.N.A. Cuando los resultados experimentales demostraron que el proyecto era digno de ser desarrollado fueron puestos a su disposición un equipo y un laboratorio, y, una vez más, se convirtió en esclavo de los planes, de las rutinas, de las áreas restringidas. Aunque era libre de pensar, sólo tenía un mundo en el que desenvolverse.
Mientras era aún miembro del Instituto Tecnológico, le había enviado Edith el anuncio de su compromiso matrimonial. Añadió el hecho al problema enterrado, y permaneció cuidadosamente salvaguardado por su perfecta memoria, esperando, a través de veinte años, a que tuviese tiempo libre para pensar.
CAPITULO IX
Eran casi las ocho de la noche. Rogers colgó el teléfono de su oficina y miró hacia Finchley.
—Se ha detenido a tomar un bocadillo y café en un ambigú de la esquina de la calle Ocho y la Sexta Avenida. Pero todavía no ha hablado con nadie, no parece dirigirse a algún lugar en particular y no se ha molestado en buscar alojamiento. Continúa caminando. Sigue vagabundeando.
Rogers pensó que al menos el hombre había pensado en comer. Rogers y Finchley no habían tomado bocado aún. Por otra parte, ellos dos estaban sentados, en tanto que, con cada paso que el hombre daba por las aceras de cemento, doscientas sesenta y ocho libras caían sobre sus ya arruinados pies. Pero, ¿por qué caminaba? ¿Por qué no se detenía? Estaba levantado desde antes de haber amanecido en Europa, y sin embargo, no se daba reposo.
Finchley sacudió la cabeza.
—Me preguntó por qué hace eso. ¿En pos de qué puede ir? ¿Estará buscando a alguien… intentando encontrarse con alguien?
Rogers suspiró.
—Quizá está intentando extenuarnos.
Abrió delante de sí el dossier de Martino, buscó la página conveniente y deslizó el dedo por la escasa lista de, nombres. Martino tenía exactamente un pariente en Nueva York, y ningún amigo íntimo. Hay una mujer de la que recibió el anuncio de su compromiso matrimonial. Parece ser que sostuvo con ella relaciones mientras asistía a las clases del colegio de Nueva York. Quizá ésta es una posibilidad.
—Está usted diciendo que ese hombre es Martino.