—No estoy diciendo semejante cosa. No ha hecho movimiento alguno hacia su casa, y no se halla sino a cinco manzanas de la zona por la que él no cesa de moverse. Si algo digo, es que no es Martino.
—¿Desearía usted visitar a una antigua novia que lleva casada quince años?
—Quizá.
—Eso no prueba nada en ningún sentido.
—Creo que eso es lo que no hemos cesado de decir ni un momento.
La boca de Finchley se crispó. Sus ojos estaban completamente inexpresivos.
—¿Qué me dice de ese pariente?
—¿Su tío? Martino trabajó en su cafetería, que está situada en esa misma zona. La cafetería es ahora una barbería. El tío se casó con una viuda cuando tenía sesenta y tres años, se trasladó con ella a California y murió hace diez años. De manera que eso ha quedado resuelto. Martino no se hizo amigos, y no tenía otros parientes. No perteneció a ningún club, y no tenía por costumbre llevar un diario. Si alguna vez ha habido una persona para crear esta clase de situación, ése es Martino — dijo Rogers, rascándose la cabeza. — Y sin embargo — repuso Finchley —, ha venido directamente a Nueva York y ha ido directamente al Village. Ha debido tener alguna razón. Pero, cualesquiera que sea, todo cuanto hace es caminar. En círculos. Eso no tiene sentido… tratándose de un hombre de su calibre.
En la voz de Finchley había una nota de preocupación, y Rogers, al recordar el episodio que había tenido lugar entre ellos a primeras horas de la tarde, lo envolvió en una aguda mirada. Rogers sentía aún un poco avergonzado por el papel que había desempeñado en él, y no deseaba revivirlo.
Tomó el aparato.
—Ordenaré que nos suban comida.
La droguería de la esquina de la Sexta Avenida y la calle Siete de West era pequeña, y no había sino un reducido espacio de suelo libre entre los atestados mostradores. Como todos los pequeños drogueros, el propietario se había visto obligado a colocar puntales detrás de los mostradores para instalar estantes entre ellos. Incluso así, apenas había espacio para desplegar todo lo que tenía para competir con el almacén que había un poco más arriba de la calle.
Los vendedores habían amontonado los artículos en cada pulgada de la superficie situada al nivel de los ojos, y los carteles de anuncio los habían puesto en todos aquellos lugares que humanamente les había sido posible. En el techo no había sino un grupo de lámparas fluorescentes, y el escaso espacio que había detrás de los mostradores estaba siempre oscuro. Había una apertura en la pared de mercancías. Allí, detrás de dos pilas de estuches de cosméticos, el droguero permanecía sentado ante su caja registradora, leyendo un periódico.
Alzó la vista cuando oyó abrir y cerrar la puerta. Sus ojos se dirigieron automáticamente al costado de metal de la vitrina que había enfrente de él y que solía usar como espejo. La vitrina estaba atestada y un poco sucia. El droguero vio los vagos contornos de la gran silueta de un hombre, pero el crujido de las tablas del suelo le había dicho ya mucho. Estiró el cuello para atisbar la cara, y bruscamente levantó la mano para sujetarse los lentes. Se levantó de la silla, sosteniendo aún en la mano el papel, e inclinó la cabeza y los hombros sobre el mostrador.
—¿En qué puedo…?
El hombre que acababa de entrar volvió hacia él su refulgente cara.
—¿Dónde están sus guías telefónicas, por favor? — preguntó tranquilamente.
El droguero no tenía idea alguna de lo que podía llegar a hacer en el próximo minuto. Pero las serenas palabras le permitieron dar una fácil respuesta.
—Ahí detrás — dijo, indicando una estrecha apertura entre dos mostradores.
—Gracias.
El hombre pasó dificultosamente a través de apertura, y el droguero le oyó pasar hojas. Se modulo un breve chasquido cuando arrancó una del cuaderno proporcionado por la Compañía telefónica. El droguero le oyó entonces sacar un lápiz con su mano metálica. Después la guía produjo un sonido sordo al ser dejada y el hombre salió, doblando la nota y guardándosela en el bolsillo superior.
—Muchísimas gracias — dijo —. Buenas noches.
—Buenas noches — contestó el droguero.
El hombre abandonó la tienda. El droguero volvió a sentarse en la silla, y dobló sobre sus rodillas el periódico.
Era una cosa peculiar, pensó el droguero, mirando inexpresivamente su periódico. Pero el hombre no parecía haber sido consciente de que había en él algo peculiar. No había ofrecido explicación de ninguna especie; no había hecho nada sino formular una perfectamente razonable pregunta, la gente penetraba allí veinte veces al día y preguntaba la misma cosa.
De manera que en realidad no se trataba de nada por lo cual debiera sentirse excitado. Bien… por supuesto que era como para excitarse, pero el hombre de la cabeza de metal no había parecido creerlo así. Y eso debía ser asunto suyo, ¿no?
El droguero decidió que era algo para pensar en ello, y para mencionárselo a su esposa cuando llegara a su casa. Pero no era nada como para sentir pánico.
Al cabo de un breve espacio de tiempo, sus ojos seguían automáticamente las letras del periódico. Pronto comenzó a leer de nuevo. Cuando el hombre de Rogers entró un minuto después, así fue como lo encontró.
Miró en torno suyo.
—¿Hay alguien aquí?
La cabeza y los hombros del droguero aparecieron desde detrás del mostrador.
—¿Sí, amigo?
El miembro del Departamento de Seguridad hurgó en uno de sus bolsillos.
—¿Tiene un paquete de Chestefield?
El droguero asintió con la cabeza y tomó un paquete de cigarrillos del estante que había detrás del mostrador. Recogió el medio dólar que el miembro del departamento de Seguridad había depositado sobre el mostrador.
—Diga — repuso el miembro del departamento de Seguridad, con un trance de perplejidad —, ¿no he visto salir de aquí a un tipo que llevaba una máscara de metal?
El droguero asintió con la cabeza.
—En efecto. Sin embargo, no parecía ser una máscara.
—Que me aspen. Me ha parecido ver a ese individuo, pero era una cosa difícil de creer.
—Eso es lo que ha sucedido.
El miembro del departamento de Seguridad sacudió la cabeza.
—Bien, supongo que uno ve toda clase de personas en esta parte de la ciudad. ¿Iba tal vez vestido para anunciar una representación teatral o algo?
—No sé nada. Me he fijado en que no llevaba ningún cartel.
—¿Para qué ha entrado? ¿Para comprar un bote de pulimento de metales? — inquirió el miembro del departamento de Seguridad, sonriendo.
—Simplemente ha mirado una guía telefónica, eso es todo. Ni siquiera ha hecho una llamada. — El droguero se rascó la cabeza —. Supongo que lo único que deseaba era buscar una dirección.
—Muchacho, me pregunto a quién va a visitar. Bien — se encogió de hombros — no hay duda de que uno encuentra por aquí a personas muy raras.
—Oh, no sé — replicó un poco impertinentemente el droguero —, yo he visto a tipos bastantes raros en otras partes de la ciudad.
—Sí, desde luego. Supongo que sí. Oiga… hablando de teléfonos, creo que puedo aprovechar la oportunidad para llamar a esa muchacha. ¿Dónde está?
—Ahí detrás — contestó el droguero, señalando.
—Muy bien, gracias.
El miembro del departamento de Seguridad pasó a través del espacio entre los dos mostradores. Permaneció mirando agriamente las guías telefónicas. Retiró la cubierta del cuaderno de notas, lo revisó en busca de huellas y no vio ninguna que tuviera sentido alguno. Se guardó el papel en el bolsillo, miró otra vez las guías, seis, contando el Manhattan Classified, y sacudió la cabeza. Después penetró en la cabina, echó unas monedas en la ranura y marcó el número de la oficina de Rogers.