El reloj que había en la oficina de Rogers marcaba unos pocos minutos más de las nueve. Rogers seguía aún sentado detrás de la mesa, y Finchley esperaba instalado en una de las sillas.
Rogers se sentía cansado. Llevaba de pie unas veintidós horas y el hecho de que Finchley y el hombre se hallaran en la misma situación no le ayudaba en nada.
«Está empezando a ejercer sus efectos sobre mí», pensó. «Día tras día sin dormir lo suficiente, y tensión todo el tiempo. Hace horas que debiera estar en la cama.»
Pero Finchley lo había resistido todo junto con él. Y su hombre debía sentirse infinitamente peor. ¿Qué era una poca carencia de sueño como el que el hombre había perdido? Sin embargo, Rogers se sentía enfermo en el estómago. Los ojos le ardían. El cuero cabelludo lo tenía entumecido a causa de la extenuación y en la boca notaba un mal sabor. Se preguntó si Finchley acusaba menos los efectos porque era más joven y podía resistirlo, o si era porque el hombre con la cara de metal continuaba aún siguiendo a su fantasma por las calles de la ciudad. Decidió que se trataba de esto último.
—Lamento mucho haber tenido que pedirle que se mantenga aquí hasta tan tarde, Finchley — dijo.
Finchley se encogió de hombros.
—Es el oficio, ¿no?
Recogió el trozo de pastel danés que habla quedado de la cena, revolvió el azúcar en el café enfriado y tomó un sorbo.
—Tengo que admitir que espero que esto no suceda cada noche. Pero no puedo comprender qué es lo que está haciendo.
Rogers jugueteó con el secante que había sobre la mesa, empujándolo hacia atrás y hacia adelante con las puntas de los dedos.
—Supongo que muy pronto recibiremos otro informe. Quizá ha hecho ya algo.
—Tal vez piense dormir en el parque…
—La policía de la ciudad lo recogerá si intenta hacerlo.
—¿Qué me dice de eso? ¿Cuál será el procedimiento si es arrestado por un delito civil?
—Una complicación más. — Rogers sacudió la cabeza desesperadamente, drogado por la fatiga —. Daré instrucciones a la oficina del comisario y obtendremos cooperación en el nivel administrativo. Sería un pobre movimiento cursar una orden general a todos los patrulleros para que lo dejen en paz. Alguien cometería una indiscreción. La teoría es que los patrulleros llamarán a sus comisarías si ven a un hombre con la cabeza de metal, los capitanes de las comisarías tienen orden de dejarle en paz. Pero si un patrullero le arresta por vago antes de llamar, entonces una serie de cosas pueden llegar a desarrollarse mal. La situación será resuelta a toda prisa, pero en alguna parte quedará un informe. Entonces, dentro de unos cuantos años, alguien que está haciendo un libro o algo así puede encontrar el informe, y entonces se producirá el lío. No podremos mantener a los periodistas con la boca tapada siempre. — Rogers suspiró —. Mi única esperanza es que eso ocurra dentro de unos cuantos años. — Miró la superficie de su mesa —. Es un verdadero lío. Este mundo no ha sido organizado nunca para que incluya a un hombre sin cara.
«Es cierto», pensó. «Por el mero hecho de estar vivo, me está complicando la existencia desde el mismo principio. Todos los del departamento de Seguridad, todos los del G.N.A. nos encontramos con las manos espesadas simplemente porque no podemos fusilarlo y quitárnoslo de encima. Nos movemos en círculo, tratando de dar con una respuesta. Y él no ha hecho aún nada.»
Por alguna razón, Rogers se halló pensando: «Comete un crimen y el mundo está hecho de cristal.» Emerson. Gruñó.
El teléfono sonó.
Tomó el aparato y escuchó.
—Muy bien — dijo al fin —, reúnase con su compañero. Haré que alguien se encargue de recoger ese papel que usted tiene. Llame cuando el hombre haya llegado a cualquiera sea el lugar a donde se dirige. — Colgó —. Ha hecho un movimiento — le dijo a Finchley —. Ha tomado una dirección de una guía telefónica.
—¿Tiene idea de quién?
—No estoy seguro…
Rogers abrió el dossier de Martino.
—La muchacha — dijo Finchley —. La muchacha a la que conoció aquí.
—Es posible. Si cree que se hallan aún lo bastante allegados para que ella pueda hacerle algún bien. ¿Por qué ha buscado la dirección? Es la misma que tenía cuando le envió el anuncio del compromiso matrimonial.
—Han pasado quince años, Shawn. Tal vez la había olvidado.
—O quizá no la ha conocido nunca.
Y no había garantía alguna de que el hombre fuera a trasladarse a la dirección que había copiado. Quizá la había tomado para algún futuro propósito. No podían correr riesgos. Tenían que estar previstas todas las posibles contingencias. Las guías telefónicas tenían que ser examinadas. Quizá había en ellas alguna huella: huellas dactilares aceitosas, humedecidas por el sudor, o marcas de lápiz, algún indicio…
Seis guías telefónicas de la ciudad de Nueva York. Dios sabía cuántas páginas representaban, y tenían que ser comprobadas cada una de ellas.
—Finch, sus hombres tendrán que hacerse con una serie de guías telefónicas de Nueva York. Usadas. Las vamos a necesitar para someterlas a un análisis en el laboratorio. Tienen que hacerse con ellas inmediatamente.
Finchley asintió con la cabeza y tomó el aparato telefónico.
Un joven que parecía haber llegado de viaje y portaba una baqueteada maleta de cartón, penetró en la droguería de la esquina de la Sexta Avenida y de la calle Siete del West.
—Deseo hacer una llamada telefónica — le dijo al droguero —. ¿Dónde está el teléfono?
El droguero se lo dijo, y el joven consiguió a duras penas pasar la maleta a través del reducido espacio entre los mostradores. La manejó torpemente durante unos cuantos momentos, y fastidió al droguero mientras hacía la llamada.
Cuando el joven se fue, las guías telefónicas del droguero fueron a parar al laboratorio del F.B.I. donde la hoja de papel del cuaderno había sido examinada ya, sin que arrojara resultado alguno.
La primera en ser examinada fue la guía de Manhattan, puesto que se partió de la base de que era la más probable. Los técnicos no trabajaron pasando hoja por hoja. Tenían una guía con la dirección de todos los abonados telefónicos de Manhattan, e iniciaron una investigación que tenía como punto de partida la droguería. Una máquina especial colocó en orden alfabético la dirección de los abonados más próximos, y después los técnicos comenzaron a trabajar sobre la guía recogida en la droguería, empleando su nueva lista para descartar enteras columnas de números que tenían escasas probabilidades bajo ese sistema.
Rogers no había proporcionado a los técnicos el nombre de Edith Chester. Eso hubiese sido más perjudicial. Para cuando le entregasen los resultados, el hombre estaría ya allí. Si es que era allí a donde se había dirigido. Además, no había prueba alguna de que sólo hubiese buscado una dirección. Al final, las seis guías tendrían que ser revisadas y probablemente el examen no demostraría nada. Pero la revisión tenía que ser hecha, y nadie sabía cuántas más habría que realizar después.
Comete un crimen y el mundo está hecho de cristal.
Edith Chester Hayes vivía en el apartamento trasero del segundo piso de una casa de Sullivan Street. El hollín de ochenta años se había asentado en cada uno de los ladrillos, y los humos industriales habían roído la pintura hasta convertirla en escamas. Una estrecha puerta se abría a la calle, y una tenue lámpara amarilla lucía en el portal. Abollados cubos de basura se alineaban delante de las ventanas de los pisos bajos.
Rogers alzó la vista desde el asiento de un coche especial del F.B.I.
—Uno siempre está esperando que derriben estas casas — dijo.
—Y las derriban — repuso Finchley. Pero otras casas se hacen viejas más de prisa de lo que los servicios responsables se deciden a condenarlas.