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—Luke… — comenzó la Mujer, y se detuvo. Se movía su rechinante silla —. ¿Quieres una taza de café?

—Sé que te hago sentirte confusa, Edith. Me hubiera gustado manejar esta situación más graciosamente. Pero no dispongo de mucho tiempo. Y es casi imposible ser agradable, cuando he venido aquí ofreciendo este aspecto.

—Eso no tiene importancia — se apresuró a decir ella —. Me interesa muy poco qué aspecto ofreces, siempre que sepa que eres tú. ¿Quieres un poco de café?

La voz del hombre estuvo llena de turbación.

—Muy bien, Edith. Gracias. Parece ser que por alguna razón no podemos dejar de ser extraños, ¿verdad?

—¿Qué te hace decir eso?… No. Llevas razón. Lo estoy intentando con todas mis fuerzas, pero no puedo engañarme a mí misma. Voy a poner al fuego el agua.

Sus pasos, rápidos y erráticos, se desvanecieron en el interior de la cocina.

El hombre suspiró, mientras permanecía sentado solo en la sala de estar.

—Bien, ¿qué piensa ahora? — preguntó Finchley — Cree usted estar oyendo al agente secreto X-Ocho concibiendo un plan para volar Ginebra?

—A mí me parece estar escuchando a un muchacho de la escuela superior — contestó Rogers. — Ha vivido detrás de muros toda su vida. Todos los sabios son así. Saben lo suficiente para abrir el mundo como una naranja podrida, pero su madurez no se remonta más allá de la edad de dieciséis años.

—No estamos aquí para establecer nuevas reglas para manejar a los científicos. Estamos aquí para descubrir si ese hombre es Lucas Martino.

—Y lo hemos descubierto.

—Tal vez hemos descubierto que un hombre inteligente puede tomar unos cuantos fragmentos de información, añadir lo que ha aprendido sobre cierta clase de personas que son en gran medida iguales; decir generalidades y engañar a una mujer que hace veinte años que no ve al original.

—Parece usted un hombre aferrándose a su última posición en una discusión perdida.

—No se preocupe de lo que parezco.

—Para qué cree usted que está haciendo todo esto, si no es Martino?

—Un lugar donde vivir. Alguien que haga encargos para él mientras permanece oculto. Una base de operaciones.

—Santo Dios, hombre, ¿es que no da nunca su brazo a torcer?

—Finch, tengo que vérmelas con un hombre que es más listo que yo.

—Quizá un hombre con emociones más profundas también.

—¿Lo cree usted así?

—No. No… Lo siento, Shawn.

Los pasos de la mujer salieron de la cocina. Parecía haber estado empleando el tiempo en recuperarse. Su voz fue más firme cuando habló de nuevo.

—Lucas, ¿es éste tu primer día en Nueva York?

—Sí.

—Y lo primero que has pensado es venir aquí. ¿Por qué?

—No estoy seguro — dijo el hombre, y pareció más como si no deseara contestarla —. Ya te he dicho que he pensado mucho sobre nosotros. Quizá eso se ha convertido en una obsesión en mí. No lo sé. Supongo que no debiera haber venido.

—¿Por qué no? Yo debo ser la única persona a la que conoces en Nueva York ahora. Has sufrido graves daños, y deseas alguien con quien hablar. ¿Por qué no debieras haber venido aquí?

—No lo sé. — El hombre parecía desesperado —. Ahora te van a investigar a ti, ¿sabes? te traerán a través de tu pasado para tratar de situarme a mí en él. Espero que eso no te lo tomes a mal… Yo no lo hubiera hecho si hubiese pensado que van a encontrar algo que pueda herirte. He pensado en ello. Pero eso no ha sido un obstáculo para mi deseo de venir aquí. Eso no me ha parecido tan importante como todo lo demás.

—¿Como qué, Lucas?

—No lo sé.

—¿Temías que te odiara? ¿Por qué? ¿Por el aspecto que ofreces?

—¡No! No tengo tan mal concepto de ti. Ni siquiera me has mirado con fijeza, ni me has hecho desagradables preguntas. Y yo sabía que no lo harías.

—Entonces… — La voz de la mujer era suave, y tranquila, como si nada pudiera sacudirla ya —. Entonces, ¿pensabas que te odiaría porque me destrozaste el corazón?

El hombre no contestó.

—Estaba enamorada de ti — dijo la mujer —. Si creías que estaba enamorada, estabas en lo cierto. Y cuando no hiciste nada, me heriste.

Abajo en el coche, Rogers hizo una mueca de incomodidad. El técnico del F.B.I. volvió la cabeza brevemente.

—No se deje impresionar por esta clase de conversación, mister Rogers — dijo —. Nosotros la oímos constantemente. Yo también me sentía preocupado cuando comencé. Pero al cabo de un tiempo vienes a darte cuenta de que la gente no debería avergonzarse de que les oigan hablar así. Es honesto, ¿no? Es de lo que la gente habla en todo el mundo. No se sienten avergonzados cuando se lo dicen los unos a los otros, de manera que no debe usted sentirse incómodo al escucharlo.

—De acuerdo — dijo Finchley. — Entonces supongamos que cierra usted la boca y escucha.

—No importa que hable, mister Finchley — dijo el técnico. Queda todo grabado. Podemos volver a escucharlo tantas veces como lo deseemos, se volvió hacia sus instrumentos —. Además, el hombre no ha contestado aún. Está pensando.

—Lo siento, Edith.

—Me has ofrecido excusas una vez esta noche, Lucas. — La silla de la mujer chirrió cuando ella se levantó —. No deseo verte arrastrarte. No deseo que sientas la necesidad de hacerlo. No te odio… no te he odiado nunca. Te amé. Había encontrado a alguien con quien poder vivir. Cuando conocí a Sam, supe cómo.

—Si sientes de esa manera, Edith, lo celebro grandemente por ti.

Por el tono de su voz se comprendía que estaba sonriendo tristemente.

—No siempre he sentido de esta manera. Pero en veinte años se puede pensar mucho.

—Sí, se puede pensar mucho.

—Es raro. Cuando coges el pasado y comienzas a darle vueltas y vueltas en tu cabeza, puedes empezar a ver en él cosas que te dejaste pasar por alto cuando lo viviste. Vienes a darte cuenta de que hubo momentos en los que una palabra dicha de manera diferente, o una cosa hecha en el momento más adecuado, hubieran podido cambiarlo todo.

—Es cierto.

—Por supuesto, tienes que recordar que puedes estar viendo cosas que no existieron jamás. Puedes estar maniobrando tus recuerdos para colocarlos en línea con lo que deseas que hubiesen sido. No puedes estar segura de que simplemente estás soñando.

—Lo comprendo.

—Es fácil que ocurra eso con un recuerdo.

—Puede llegar a convertirse en una cosa perfecta. En un recuerdo, las gentes se convierten en las gentes que a ti más te gustaron, y nunca se hacen viejas, nunca cambian, nunca viven veinte años separadas de ti, y por ello nunca se convierten en alguien a quien no puedes reconocer. Las gentes de un recuerdo son siempre como tú deseas que sean, y siempre puedes volver a ellas y recomenzarlo todo en el mismo punto en que lo abandonaste, sólo que ahora sabes en qué consistieron los errores y lo que no debiera haber sido hecho. Ningún amigo es tan bueno como el amigo en un recuerdo. Ningún amor es tan maravilloso.

—Sí.

—El… el agua está hirviendo en la cocina. Traeré el café.

—Muy bien.

—Tienes aún puesto el abrigo, Lucas.

—Me lo quitaré.

—Volveré en seguida.

Rogers miró a Finchley.

—¿A dónde cree usted que quiere ir a parar?

Finchley sacudió la cabeza.

La mujer volvió de la cocina. Se oyó el tintineo de unas tazas.

—Me he acordado de no poner ni crema ni, azúcar en el tuyo, Lucas.

El hombre vaciló.

—Has sido muy amable, Edith. Pero… Bien, la verdad es que ya no puedo soportarlo negro. Lo siento.