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—¿Por qué? ¿Por haber cambiado? Trae, lo llevaré a la cocina y lo arreglaré a tu gusto.

—Sólo un poco de crema, por favor, Edith. Y dos cucharadas de azúcar.

Finchley preguntó.

—¿Qué sabemos sobre los recientes hábitos de Martino en lo que se refiere a la manera de tomar el café?

—Pueden ser investigados — contestó Rogers. — Será conveniente que no nos olvidemos de hacerlo.

La mujer trajo el café del hombre.

—Espero que así sea de tu gusto, Lucas.

—Eres muy amable. Confío en que no te sientas turbada al verme beber.

—¿Por qué habría de sentirme turbada? No me es difícil recordar cómo eras, Luke.

Permanecieron silenciosos durante unos cuantos momentos. Después la mujer preguntó:

—¿Te sientes mejor ahora?

—¿Mejor?

—No te habías tranquilizado en absoluto. Estabas tan tenso como el día en que me hablaste por vez primera. En el zoo.

—No puedo evitarlo, Edith.

—Lo sé. Has venido aquí confiando en algo, pero ni siquiera te es posible expresarle en palabras. Siempre has sido así, Luke.

—He acabado por darme cuenta de ello — repuso el hombre, con una forzada risa entre dientes.

—¿Te ayuda en algo el reír, Luke? Su voz se debilitó de nuevo.

—No estoy seguro.

—Luke, si deseas volver al punto donde nos detuvimos y comenzar de nuevo, por mí no hay inconveniente.

—¿Edith?

—Quiero decir si deseas cortejarme.

El hombre permaneció mortalmente silencioso durante un momento. Después se levantó pesadamente, haciendo rechinar los muelles de la silla.

—Edith… mírame. Piensa en los hombres que se te reirán hasta que yo muera. Y voy a morir. No pronto, pero de nuevo volverías a estar sola cuando las personas más dependen las unas de las otras. No puedo trabajar. Ni siquiera puedo pedir que te vengas a vivir conmigo a alguna parte. No puedo hacer eso, Edith. No es para eso para lo que he venido aquí.

—¿No es en eso en lo que pensabas cuando yacías en la cama del hospital? ¿No pensabas todas las cosas contrarias a ello, y sin en embargo tenías esperanza?

—Edith…

—La primera vez, nada hubiera podido salir de nuestras relaciones. Y yo amé a Sam cuando le conocí, y fui feliz de ser su esposa. Pero ahora es diferente, y además he estado recordando.

En el coche, Finchley murmuró con salvaje intensidad:

—No lo estropees todo, hombre. No seas estúpido. Procede adecuadamente. Aprovecha tu oportunidad.

Después se dio cuenta de que Rogers le estaba mirando y se quedó bruscamente callado.

En el apartamento, toda la tensión del hombre explotó en su garganta.

—¡No puedo hacerlo!

—Puedes hacerlo si yo deseo que lo hagas — dijo gentilmente la mujer.

El hombre suspiró por última vez, y Rogers pudo verlo con la imaginación: los erectos hombros, encorvados un poco; él, de pie, abriendo el oprimido puño. Martino o no, traidor o espía, el hombre había conquistado, o hallado, un puerto.

Una puerta se abrió en el interior del apartamento. La voz de una niña dijo soñolientamente:

—Mamá… me he despertado. He oído hablar a un hombre. Mamá… ¿Qué es eso?

La mujer contuvo el aliento.

—Este señor es Luke, Susan — se apresuró a decir —. Es un viejo amigo mío, y acaba de regresar a la ciudad. Tenía intención de hablarte de él mañana por la mañana.

Cruzó la habitación y su voz fue más baja, como si estuviera sosteniendo a la niña y hablando con suavidad. Pero todavía con mucha rapidez.

—Lucas es un hombre muy agradable, amor. Ha sufrido un accidente, un accidente terrible, y el doctor ha tenido que hacerle eso para curarlo. Pero no es nada importante.

—Está ahí, mamá. ¡Me mira!

El hombre hizo un sonido en la garganta.

—No tengas miedo de mí, Susan… No te haré daño. De veras, no te haré daño.

El suelo crujió bajo su peso cuando se movió torpemente hacia la niña.

—¿Ves? Realmente soy un hombre muy cómico. Mira cómo parpadeo. ¿Ves en cuántos colores se convierten los ojos? ¿No son cómicos?

Respiraba ruidosamente. En el micrófono se escuchaba un continuo, pavoroso ruido.

—Y bien, no tienes miedo de mí, ¿verdad?

—¡Sí! Sí, lo tengo. ¡Apártese de mí! ¡Mamá, mamá, no lo dejes acercarse!

—Pero es un hombre agradable, Susan. Desea ser tu amigo.

—Puedo hacer otras cosas, Susan. ¿Ves? ¿Ves cómo gira mi mano? ¿No es gracioso? ¿Ves cómo se cierran mis ojos?

Ahora, la voz del hombre era urgente, y temblaba bajo la nerviosa jovialidad.

—¡Usted no me agrada! ¡Usted no me agrada! Si es un hombre agradable, ¿por qué no sonríe?

Oyeron al hombre retroceder. La mujer dijo torpemente:

—Sonríe en su interior, amor.

El hombre murmuró:

—Mejor… mejor será que me vaya. No conseguiré sino aturdirla más si me quedo.

—Por favor… Luke…

—Volveré en cualquier otro momento. Te llamaré.

Se enredó con los cerrojos de la puerta.

—Luke… oh, toma tu abrigo… Luke, hablaré con ella. Se lo explicaré; Acaba de despertarse… quizá ha tenido una pesadilla…

Su voz se apagó.

—Sí.

Abrió la puerta, y el técnico del F.B.I. apenas recordó retirar el micrófono.

—¿Volverás?

—Por supuesto, Edith. — Vaciló —. Me mantendré en contacto contigo.

—Luke…

El hombre había salido al pasillo y descendía de prisa por la escalera. El crujido de sus pasos era ruidoso y después se desvaneció cuando rebasó ciegamente el micrófono. Rogers hizo frenéticos ademanes desde el coche, y los dos hombres del G.N.A. se apresuraron a alejarse del edificio en opuestas direcciones. El hombre salió, y se encasquetó el sombrero. A medida que caminaba, sus pasos fueron haciéndose más veloces. Se subió el cuello del abrigo. Casi corría. Pasó junto a uno de los hombres del G.N.A. y el otro se dio prisa en doblar una esquina para circundar la manzana y reunirse con su compañero.

El hombre desapareció entre las sombras de la noche, mientras los hombres destinados a vigilarle procuraban no perderle de vista.

El micrófono, que había quedado en la escalera, funcionaba aún.

—Mamá… mamá… ¿quién es Lucas? La voz de la mujer fue muy baja.

—No importa, amor. Ya no importa.

—Muy bien — dijo ásperamente Rogers —, pongámoslos en marcha antes de que consiga alejarse de nosotros.

Hizo un esfuerzo para serenarse mientras el técnico recogía el micrófono. Puso en marcha el motor y lanzó el coche hacia adelante.

Rogers se hallaba muy atareado con su propia radio, pues estaba cursando órdenes para que otros agentes saliesen al paso del hombre e iniciaran la vigilancia antes de que pudiese desembarazarse de los agentes que le seguían. Finchley no tuvo nada que decir mientras el coche rodaba calle arriba. Cuando pasaron bajo una farola, su cara era macilenta.

El coche pasó junto al más próximo agente del G.N.A. Parecía disgustado, e intentaba caminar lo bastante de prisa para no perder de vista al hombre y al mismo tiempo no tan de prisa como para atraer su atención. Echó una rápida ojeada hacia el coche. Tenía la boca muy apretada, y las aletas de la nariz le brillaban.

La luz de los faros del coche cayó sobre la descomunal figura del hombre. Daba breves y rápidos pasos, los hombros encorvados y las manos en los bolsillos. Mantenía baja la cara.

—¿A dónde va ahora? — preguntó innecesariamente Rogers, puesto que no necesitaba que se lo dijese Finchley.

—No creo que lo sepa — contestó éste.

A través de la oscuridad, el hombre caminaba hacia MacDougal Street. Las luces de las cafeterías situadas sobre Bleecker le esperaban. Las vio y torció abruptamente hacia un callejón.