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Una muchacha acababa de descender por los escalones de la casa que había junto a él, y tropezó con ella. Se detuvo súbitamente, y se volvió. Levantó la cabeza, Y abrió la boca. Dijo algo. Se había quedado helado en una pantomima de sorpresa. Las luces del coche se lanzaron contra su cara.

La muchacha gritó. Su garganta se abrió, y se llevó las manos a los ojos. El horroroso sonido que emitió repercutió en la estrecha calle.

El hombre comenzó a correr. Se hundió en el callejón, e incluso para los del coche el sonido de sus pies fue como si alguien estuviese asestando golpes a una caja vacía. La muchacha permanecía quieta ahora, inclinada hacia adelante, sosteniéndose como si se sintiera confusa.

—¡Corran en pos de él!

A su vez, Rogers quedó sorprendido por la nota que había vibrado en su voz. Hundió sus manos en el respaldo del asiento delantero cuando el conductor lanzó el coche hacia el callejón.

El hombre corría muy por delante de ellos. La luz de los faros arrancó destellos a su cuello, y los resplandores de la luz reflejada parpadeaban a las sombras removidas por los ondeantes faldones de su abrigo. Corría torpemente, como un hombre exhausto, y sin embargo, se movía a una velocidad fantástica.

—¡Dios mío! — exclamó Finchley —. ¡Mírelo! — Ningún ser humano puede correr así — dijo Rogers —. No tiene que esforzar los pulmones. No tiene tanta necesidad de oxígeno. Seguirá corriendo a esa velocidad en tanto lo soporte su corazón.

—O más de prisa aún.

El hombre se arrojó contra una pared, quebrando así su impulso. Después se apartó, cruzó una calle y se dirigió de nuevo hacia el centro de la ciudad.

—¡Vamos! — le gruñó Rogers al conductor —. Esfuerce a este carricoche.

Lanzando chillidos, doblaron la esquina. El hombre se hallaba aún muy por delante, y corría sin mirar hacia atrás. La calle estaba franqueada por plataformas de descargue en las traseras de los almacenes. En las casas no había luces y sólo en las esquinas podían verse farolas. Una hilera de luces de tráfico se extendía hacia Canal Street, cambiando del verde al rojo a un ritmo que llenaba de olas toda la longitud de la calle. El hombre corría entre ellas como algo aleteante, impulsado por un viento gigantesco.

—¡Jesús, Jesús, Jesús! — murmuró urgentemente Finchley —. Se matará.

El conductor le imprimió más velocidad al coche para dejar atrás la calle con el pavimento roto por los camiones. El hombre se hallaba bastante más allá de la próxima esquina. Volvió la cabeza hacia atrás por un instante y los vio. Entonces comenzó a correr aún más de prisa, cruzó la calle, dobló la esquina y ahora empezó a correr hacia la Sexta Avenida.

—¡Esa es una calle en contra dirección para nosotros! — gritó el conductor.

—¡Tómela, estúpido! — aulló Finchley, y el coche se lanzó hacia el Oeste mientras el conductor manejaba frenéticamente el volante —. ¡Déle alcance! — volvió a gritar Finchley. ¡No podemos. dejar que corra hasta matarse!

La calle estaba flanqueada por coches aparcados ante los atestados bordillos de las aceras. Los espacios claros eran sólo lo bastante amplios para que un solo coche penetrase con bastante dificultad, y unas cuantas manzanas más adelante otra serie de faros se aproximaban hacia ellos, avanzando cada vez más de prisa.

El hombre corría ahora desesperadamente. Cuando el coche comenzó a darle alcance, Rogers pudo ver su cabeza volverse de lado a lado, buscando algún estrecho callejón entro los edificios, o algún escape de cualquier especie.

Cuando se pusieron a su misma altura, Finchley bajó la ventanilla de su lado.

—¡Martino! ¡Deténgase! ¡No ocurre nada! ¡Deténgase!

El hombre volvió la cabeza, miró, y de repente varió de curso, se introdujo casi a la fuerza entre dos coches aparcados y corrió a través de la calle por detrás de ellos.

El conductor accionó los frenos y movió la palanca del cambio de marcha. La transmisión funcionó, pero dejó rígido el eje. El coche se deslizó sobre ruedas inmóviles, dejando un penacho de humo sobre la calle, mientras de las llantas brotaban llamas, Rogers se inclinó hacia adelante y sus dientes se cerraron con fuerza. Finchley abrió la portezuela y salió.

—¡Martino!

El hombre había alcanzado la acera opuesta.

Corriendo aún hacia el Oeste, no se detuvo ni miró hacia atrás. Finchley comenzó a correr a lo largo de la calle.

Cuando Rogers consiguió abrir la portezuela de su costado, vio al coche que se aproximaba por la próxima calle, a menos de sesenta pies de distancia.

—¡Finch! ¡Sálgase de la calle!

El hombre había alcanzado la esquina. Finchley casi se hallaba ya allí, corriendo aún por la calle, porque no se atrevía a perder el tiempo abriéndose paso entre los coches aparcados parachoques contra parachoques.

—¡Martino! ¡Deténgase! ¡No puede seguir así… Martino… morirá!

El coche que se acercaba los vio y giró frenéticamente a través de la calle. Pero otro coche dobló la esquina de MacDougal y alcanzó a Finchley con su puntiagudo guardabarros. Lo embistió violentamente, con el pecho ya encogido, y lo arrojó contra el costado de uno de los coches aparcados.

Por un segundo, todo se detuvo. El coche con el guardabarros abollado permaneció meciéndose en la boca de la calle. Rogers quedó con una mano en el costado del coche del F.B.I., mientras el olor de la goma quemada lo envolvía.

Después Rogers oyó al hombre, muy abajo de la calle, corriendo aún, y se preguntó si realmente había comprendido algo desde el momento en que la muchacha había gritado al verle.

—Llame — le dijo bruscamente al conductor del F.B.I. —. Diga a sus hombres que se pongan en contacto con mis agentes. Dígales qué camino ha tomado y que se apresuren a seguirle la pista.

Después corrió a través de la calle hacia Finchley, el cual había muerto.

El hotel de Bleecker Street tenía un pupitre de recepción en el vestíbulo y una estrecha escalera que conducía a las habitaciones. La entrada era un exiguo portal entre dos almacenes. El recepcionista permanecía sentado detrás del la silla apoyada contra los escalones y dormía con la barbilla caída sobre el pecho. Era un hombre viejo y consumido, con la cara llena de cañones grises. Esperaba que llegase la mañana para poder irse a la cama.

La puerta de la calle se abrió. El recepcionista no alzó la vista. Si alguien deseaba una habitación se acercaría a él. Cuando oyó que los pasos arrastrados se detuvieron delante de él, abrió los ojos.

El recepcionista estaba acostumbrado a ver tullidos. Las habitaciones estaban llenas de una clase u otra. El recepcionista estaba acostumbrado también a ver todo el tiempo cosas nuevas. Cuando era más joven, le agradaba leer los sucesos en los periódicos. Había sido una sorpresa para él que el metro aéreo de la Tercera Avenida hubiese sido derribado, o que hiciesen los coches con cuatro faros. Pero ahora era más viejo, y sencillamente las cosas se deslizaban junto a su lado. De manera que nunca se sentía sorprendido ante nada que no hubiese visto antes. Si los doctores colocaban a las gentes cabezas de metal, eso no era en gran medida distinto de las piernas artificiales de aluminio que a menudo subían y bajaban por la escalera detrás de él.

El hombre que había delante del pupitre estaba intentando hablarle. Pero durante largo rato, el único sonido que hizo fue una serie de prolongados y huecos ruidos, cada vez que el aire irrumpía en su boca. Durante un momento se agarró al borde delantero del pupitre. Se tocó el costado izquierdo del corazón. Finalmente, esforzándose en pronunciar las palabras, preguntó:

—¿Cuánto cuesta una habitación?