—Cinco pavos — contestó el recepcionista, y se volvió para coger una llave —. El pago es por adelantado.
El hombre se sacó una cartera, tomó un billete y lo depositó sobre el pupitre. No miraba directamente al recepcionista, y parecía estar tratando de ocultar la cara.
—El número de la habitación está en la llave — dijo el recepcionista e introdujo el billete en la ranura de una caja de acero que surgía a través del suelo.
El hombre se apresuró a asentir con la cabeza.
—Muy bien. — Muy consciente de sí mismo, hizo un ademán hacia la cara —. Tuve un accidente — explicó —. Un accidente industrial. Una explosión.
—Compañero — repuso el recepcionista —, me importa un bledo. No beba en su habitación y abandónela a las ocho, o serán otros cinco pavos.
Eran casi las nueve de la mañana. Rogers permanecía en su fría y blanca oficina, oyendo sonar el teléfono. Al cabo de un rato, tomó el aparato.
—Rogers.
—Soy Avery, señor. El sujeto se halla aún en el hotel de Bleecker. Ha bajado un poco antes de las ocho, ha pagado otro día de alquiler y ha vuelto a subir a su habitación.
—Gracias. Continúe ahí.
Depositó el aparato y se inclinó hasta que su cara quedó casi tocando la mesa. Se cogió las manos detrás del cuello.
El zumbido del intercomunicador le hizo enderezarse de nuevo. Accionó la clavija.
—¿Sí?
—Tenemos aquí a miss Di Fillipo, señor.
—Hágala pasar, por favor.
Esperó hasta que la muchacha penetró, y entonces su mano se apartó de la clavija.
—Pase, por favor. Esa… esa silla es para usted.
Angela Di Fillipo era una atractiva joven morena. Rogers juzgó que tenía unos dieciocho años.
Penetró con gran confianza en si misma, y se sentó sin dar signos de nerviosismo. Rogers imaginó que en circunstancias ordinarias era tranquila y segura, y que carecía incluso de aquellos pecadillos que hacían que la mayor parte de las gentes inofensivas se sintieran un poco nerviosas en aquel edificio.
—Soy Shawn Rogers — dijo, sonriendo y tendiendo la mano.
Ella la estrechó con firmeza, casi masculinamente, y le devolvió la sonrisa, sin darle la sensación de que estaba tratando de impresionarle.
—Hola.
—Sé que tiene usted que acudir a su trabajo, de manera que no la retendré mucho tiempo. — Examinó el informe —. Me gustaría hacerle unas cuantas preguntas sobre lo que sucedió anoche.
—Me complacerá ayudarle.
—Gracias. Bien, su nombre es Angela Di Fillipo y vive usted en el treinta y tres de MacDougal Street, aquí en Nueva York, ¿no es así?
—Sí.
—Anoche, a eso de las diez y media, se encontraba usted en la esquina de MacDougal y un callejón entre Bleecker y Houston Street, ¿no es así?
—Sí.
—¿Podría decirme cómo es que se encontraba allí y qué es lo que ocurrió?
—Bien, acababa de abandonar mi casa para ir a la tienda a buscar algo de leche. El callejón se halla junto a la puerta. No advertí particularmente a nadie, pero supe que alguien venía MacDougal arriba, porque oí sus pasos.
—¿Venía hacia Bleecker? ¿O por el lado oeste de la calle?
—Sí.
—Continúe, miss Di Fillipo. Puede que la interrumpa de nuevo, para aclarar algunos puntos, pero lo está haciendo bien.
«Y el informe aumenta», pensó. ¡Pero para lo que nos sirve!»
—Bien, sabía que venía alguien, pero, naturalmente, no presté una especial atención. Me di cuenta de que caminaba de prisa. Después cambió de dirección, como si fuera a entrar en el callejón fue entonces cuando lo miré, por que deseaba retirarme de su paso, había una farola detrás de él, de manera que pude ver que era un hombre corpulento, pero no me fue posible verle la cara. Por la forma en que caminaba, pensé que no me había visto en absoluto. De todas maneras venía rectamente hacia mí, y supongo que me puse un poco tensa. En todo caso, retrocedí un paso, y él simplemente me rozó la manga. Eso le hizo alzar la vista, y entonces vi que había algo raro en su cara.
—¿Qué quiere usted decir por «raro», miss Di Fillipo?
—Sólo raro. Entonces no vi de qué se trataba. Pero tuve la sensación de que no era normal. Y supongo que eso me hizo sentirme un poco más nerviosa.
—Ya.
—Después le vi bien la cara. El se detuvo, y abrió la boca… Bien, su cara era de metal, como uno de esos robots que aparecen en los periódicos dominicales, y parecía sorprendido. Con voz muy peculiar, dijo: «Bárbara… soy yo… el alemán».
Rogers se inclinó hacia adelante sorprendido.
—«Bárbara… soy yo… el alemán». ¿Está segura de eso?
—Sí, señor. Parecía muy sorprendido, y…
—¿Y qué más, miss Di Fillipo?
—Acabo de darme cuenta de qué es lo que me hizo gritar… quiero decir lo que realmente me hizo gritar.
—¿Sí?
—Lo dijo en italiano. — Miró atónita a Rogers — Acabo de darme cuenta de ello.
Rogers frunció el ceño.
—Lo dijo en italiano. Y lo que dijo fue: «Bárbara… soy yo… el alemán».
—Eso no parece tener sentido, ¿verdad? ¿Quiere decir algo para usted?
La muchacha sacudió la cabeza.
—Bien. — Rogers miró sobre la mesa, donde su mano daba golpecitos a un lápiz sobre el secante —. ¿Qué tal es su italiano, miss Di Fillipo?
—Lo hablo en casa todo el tiempo.
Rogers asintió con la cabeza. Después se le ocurrió otra cosa.
—Dígame, tengo entendido que hay un cierto numero de dialectos italianos. ¿Podría decirme cuál empleaba él?
—Parecía bastante corriente. Se le podría llamar italiano americano.
—¿Cómo si hubiese estado en el país mucho tiempo?
—Supongo que sí. A mí me pareció como cualquiera de las otras personas que hay por aquellos barrios. Pero no soy experta. Es una simple opinión.
—Ya. ¿No conoce usted a nadie llamada Bárbara? Quiero decir… a una Bárbara que se parezca a usted.
—No… no, estoy segura de que no conozco a nadie.
—Muy bien, miss Di Fillipo. Cuando él le habló, usted gritó. ¿Sucedió algo más?
—No. Giró en redondo y penetró corriendo en el callejón. Y luego un coche le siguió. Después de eso, uno de los hombres del F.B.I. vino y me preguntó si me encontraba bien. Le dije que estaba bien, y me llevó a casa. Supongo que esto ya lo sabe usted.
—Si. Y gracias, miss Di Fillipo. Nos ha sido de gran ayuda. No creo que volvamos a necesitarla, pero si no es así, nos pondremos en contacto con usted.
—Me alegrará serles de utilidad si puedo, mister Rogers. Adiós.
—Adiós, miss Di Fillipo.
Le estrechó la mano de nuevo, y la vio irse.
«Maldita sea», pensó, «ésa es una clase de muchacha que no se sentiría turbada si su hombre pertenece a mi oficio».
Después frunció el ceño. «Bárbara… soy yo… el alemán.» Bien, ésta era una cosa que tenía que investigar.
Se preguntó cómo se sentía Martino, oculto en su habitación. Y también se preguntó cuánto tiempo habría de transcurrir antes de recoger las pruebas necesarias para considerar terminado el caso.
El zumbido del intercomunicador le interrumpió otra vez.
—¿Si?
—¿Mister Rogers? Soy Reed. He estado investigando a algunas de las personas de la lista de conocidos de Martino.
—¿Y?
—Se trata de Francis Heywood, el que fue compañero de habitación de Lucas Martino en el colegio Tecnológico.
¿Se refiere al que llegó a ser una gran personalidad en el Technical Personnel Allocations Bureau del G.N.A.? Ha muerto. Murió en un accidente de aviación. ¿qué ocurre con él?
—El F.B.I. acaba de hacer algunos descubrimientos sobre él. Los han hecho en un nido de los soviéticos en Nueva York. Es una banda muy bien organizada que lleva operando varios años. Colaboradores, en su mayor parte. Cuando Heywood se hallaba en Washington trabajando para el gobierno americano, era uno de ellos.