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—¿El mismo Francis Heywood?

—Las huellas dactilares y las fotos se hallan de acuerdo con lo que nosotros tenemos en nuestro, archivo, señor.

Rogers dejó que el aire brotara entre sus labios.

—Muy bien. Tráigalo aquí para echarle una ojeada.

Colgó lentamente.

Cuando tuvo ante sí el informe del F.B.I., la situación resultó perfecta, sin agujeros que no hubiesen podido ser, rellenados con unas cuantas conjeturas experimentadas.

Francis Heywood asistió al colegio Tecnológico con Lucas Martino, y compartió con él una habitación en uno de los pequeños apartamientos dormitorio. El que fuese ya entonces un compañero de viaje era problemático. Pero eso no presentaba ninguna diferencia importante. Era definitivamente uno de ellos en la época en que del gobierno americano fue trasladado al G.N.A. Al trabajar para el G.N.A. fue contratado para asignar al personal técnico clave las mejores facilidades de trabajo para sus específicos propósitos. Había sido adiestrado para esa misma clase de trabajo por el gobierno americano, y estaba considerado como el mejor experto en la especialidad. En algún punto próximo a ese período era cuando debía haberse hecho activista. La conclusión natural era que había estado en condiciones de maniobrar las cosas para que los soviéticos pudiesen apoderarse de Martino. Heywood, en efecto, había sido un talentudo explorador.

Había podido o no había podido saber lo que era el K-Ochenta y ocho. Se suponía que sólo debía tener una somera idea de los proyectos para los cuales hallaba espacio, pero sin duda alguna había debido ser muy fácil para él hacer específicas conjeturas, dada la posición que ocupaba. O, si había creído que debía correr ese riesgo, tal vez había dado los pasos necesarios para descubrirlo. En cualquier caso, había sabido qué clase de hombre y qué proyecto importante podía entregar al otro lado de la frontera.

También esto era secundario. Lo que más importaba era esto:

Un mes después de haber desaparecido Lucas Martino al otro lado de la frontera, Francis Heywood tomó un avión trasatlántico en Washington, donde había estado realizando una misión de enlace que realmente podía haber sido una tapadera para cualquier cosa. Cuando se hallaba en mitad del océano, el avión informó que se habían producido explosiones en los motores, mandó una llamada de socorro y cayó al mar. Los servicios de socorro aéreo encontraron flotando los restos del avión. No recobraron algunos cadáveres, entre los cuales no se encontraba Francis Heywood. El avión se había estrellado y los instrumentos sonoros habían localizado sus piezas en el fondo. Y, en aquel tiempo, en esto había quedado todo. Simplemente, los motores habían tenido dificultades de alguna clase. No se habían recibido informes de que los soviéticos hubiesen enviado aviones de combate para provocar un incidente, y el operador de radio había estado enviando tranquilos mensajes hasta el final.

Pero ahora Rogers pensó en la vieja treta de dejar caer un hombre al agua en un lugar establecido de antemano, y de tener un submarino dispuesto para recogerlo.

Si lo que se deseaba era que al hombre se le diese por desaparecido, entonces se procedía a estrellar a todo un avión comercial ¿a quién podía extrañarle que faltara un cadáver? y el submarino podía asegurarse de que sólo ese hombre no se ahogara. Era un poco arriesgado, pero si el accidente era bien dispuesto de antemano, y el era hombre era diestro, había muchas probabilidades la operación no constituyese un fracaso. Tomó el dossier de Heywood para mirar sus datos personales:

Estatura: 6 pies. Peso: 220. Había sido hombre corpulento, de tez morena. Su edad era casi exactamente la misma que la de Martino. Habiendo vivido en Europa, había aprendido a hablar italiano… con toda probabilidad con acento americano.

Y Rogers se preguntó hasta qué punto Lucas Martino se había explayado con él en el curso de aquellos tres años en los que habían compartido la misma habitación. Hasta qué punto el muchacho solitario de New Jersey había hablado de sí mismo. Se preguntó también si sobre su mesa no habría tenido una fotografía de Edith. O incluso de una muchacha llamada Bárbara, fotografía que Heywood habría visto cada día hasta que se le quedó completamente grabada en la memoria. Tal vez Heywood hubiera podido explicar lo que Angela Di Fillipo había oído la noche anterior en Mac Dougal.

¿Que buen actor era su hombre?, se preguntó Rogers. ¿Hasta qué punto puede ser buen actor un hombre?

«Dios nos ampare, Fincho», pensó.

CAPITULO X

El joven Lucas Martino llegó al Tecnológico de Massachussets convencido de que en él algo funcionaba mal, y dispuesto a repararlo si le era posible. Pero cuando llevó a cabo la inscripción, revisó las asignaturas y se esforzó en encajarse en una rutina de estudio como ninguna de las que hasta entonces había tenido que enfrentarse, empezó a darse cuenta de lo difícil que eso podía llegar a ser.

Los estudiantes del Tecnológico se hallaban ya cogidos en la vorágine de la actividad el mismo día en que entraban. De los graduados del Tecnológico se esperaba que ocuparan posiciones en los puntos más elevados. Un millar de planes se apilaban en los proyectos mundiales de los aliados, y esperaban a los hombres que debían ponerlos en ejecución. Una vez eran llevados a cabo, cada proyecto tenía un millar de planes esperando para su realización. Los planes hechos una docena de años antes se hallaban dispuestos, todos relacionados los unos con los otros, cada uno de ellos dependientes de la positiva realización de cada plan.

Si un hombre estaba destinado a poner en peligro algún día esa estructura su debilidad tenía que ser localizada lo más pronto posible.

De manera que los instructores del Tecnológico eran personas que nunca daban una respuesta dudosa al beneficio de la duda. No conducían sus clases, ni malgastaban el tiempo concediendo a cualquier particular estudiante más atención que a los demás. Se daba por supuesto que los estudiantes del Tecnológico eran capaces de digerir todo el texto que se les asignaba, y de saber exactamente lo que quería decir. Los instructores daban sus lecciones, tranquila, competente, despiadadamente, y nunca retrocedían a reconsiderar un punto o, en las pruebas, a rehacer lo hecho porque un buen estudiante se hubiese dejado pasar por alto algo.

Lucas lo admiraba, como el sistema ideal para su propósito. Los hechos eran ofrecidos, y aquellos que no podían aferrarlos, emplearlos y encajarse allí en el progreso de la clase, tenían que ser eliminados antes de que hicieran disminuir el progreso de todos los demás. Para él era un sistema natural, y tenía una tendencia a ser suavemente incrédulo cuando alguien se volvía a él en busca de ayuda, por hallarse ya muy atrasado y veces sin la menor esperanza de alcanzar a los demás.

En las primeras semanas de estudios, se creó entre sus compañeros de clase la fama de ser un cerebro frío e inamistoso que obraba como si fuese bastante mejor que todos los demás.

En ese primer año, sus profesores no repararon en él. Era a los posibles malos estudiantes a los que tenían que prestar atención.

Lucas no pensaba mucho más de lo que había pensado en el colegio de Nueva York, donde sus profesores se habían mostrado muy dispuestos a ser excesivamente entusiásticos. Se abstrajo en su tarea, no tanto atraído por ella como por el descubrimiento de que podía trabajar, de que eso era lo que se esperaba de él, de que le eran concedidas todas las oportunidades para que lo hiciese así y de que el colegio estaba organizado para personas que pudiesen pensar en términos de trabajo y en nada más.

Transcurrieron casi dos meses antes de que consiguiera acostumbrarse a ello para que se atenuara un poco su primer entusiasmo. Entonces pudo asentarse y entregarse a una rutina. Después disponía de tiempo para dedicarse a otras cosas.