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—Rogers, ¿qué es lo que ocurre? ¿Qué es lo que anda mal? Sus oficinas no se hallan equipadas para un proyecto como ése.

—Lo siento, señor. No me atrevo a trasladarlo. En esta ciudad hay demasiados lugares sensitivos. Lo he traído aquí y lo he introducido en una celda. He tomado todas las malditas precauciones posibles para que ni siquiera se acerque a mi oficina. Dios sabe en pos de qué va, o qué puede ser capaz de hacer.

—Rogers… ¿ha atravesado Martino esta noche la frontera o no la ha atravesado?

Rogers vaciló.

—No lo sé — contestó.

Rogers hizo caso omiso de la habitación llena de hombres que esperaban y permaneció mirando los dos dossiers, no tanto pensando como agrupando sus energías.

Ambos dossiers estaban abiertos en la primera página. Uno era grueso, y estaba lleno de los resultados de una investigación de seguridad, de informes, de resúmenes sobre el progreso de la carera y de todos los demás datos que a lo largo de los años se acumulan en torno a un empleado del gobierno. En un rótulo decía: Martino, Lucas Anthony. La primera página se componía de los acostumbrados datos de identificación: altura, peso, color de los ojos, color del cabello, fecha de nacimiento, huellas dactilares, plano dental, marcas o cicatrices capaces de distinguirle. Había una serie de fotografías que le habían sido tomadas desnudo. Eran la parte delantera, la parte trasera y los dos perfiles de un hombre musculoso de rasgos controlados y agradablemente inteligentes y de nariz ligeramente gruesa.

El segundo dossier era mucho más delgado. En realidad, en la carpeta no había nada sino las fotografías, y en el rótulo decía: Ver Martino, L.A. (?). Las fotografías mostraban a un hombre musculoso con amplias cicatrices que, como un chal hecho de cuerda, se deslizaban diagonalmente desde su costado izquierdo, a través del pecho, por su espalda y por sus hombros. Su brazo izquierdo estaba mecánicamente levantado hasta lo alto del hombro y parecía haber sido injertado directamente en su musculatura pectoral y dorsal. Tenía espesas cicatrices alrededor de la base del cuello, y una cabeza metálica.

Rogers se levantó de detrás de la mesa y miró a los hombres del equipo especial que permanecían a la espera.

—¿Bien?

Barrister, el inglés perito en servomecanismos, se quitó de los dientes el extremo de la pipa.

—No sé. Es completamente difícil decir algo, definitivo sobre la base de unas pruebas que sólo han durado unas cuantas horas. — Respiró hondamente —. Si quiere que me exprese con entera exactitud, le diré que estoy haciendo pruebas, pero que no tengo idea alguna de lo que mostrarán, si es que muestran algo, o si ello será pronto o tarde. — Hizo un ademán de desesperación —. No hay manera alguna de penetrar en alguien que se encuentra en esa condición. No nos ha sido posible penetrar su superficie. La mitad de nuestros instrumentos resultan inútiles. Hay tantos componentes eléctricos en sus partes mecánicas que, todas las lecturas que tomamos, son enormemente borrosas. Ni siquiera podemos hacer una cosa tan simple como determinar el amperaje que han utilizado. Cada vez que realizamos una prueba, le producimos daño. — Bajó la voz en tono de excusa —. Le hace gritar.

Rogers hizo una mueca.

—¿Pero es Martino?

Barrister se encogió de hombros.

De repente Rogers dejó caer el puño contra la superficie de su mesa.

—¿Qué demonios vamos a hacer?

—Emplear un abrelatas — sugirió Barrister.

En el silencio que siguió, Finchley, que tenía la misión de ayudar a Rogers por encargo del Federal Bureau of Investigation americano, dijo:

—Vean esto.

Tocó un interruptor y el proyector cinematográfico que había traído comenzó a zumbar mientras él se movía para ir apagando las luces de la habitación. Apuntó el proyector hacia una pared blanca e hizo que la película comenzara a girar.

—Ha sido tomada desde encima de su cabeza — explicó —. Con luz infrarroja. Creemos que no ha podido verla. Creemos que estaba dormido. Martino — Rogers tenía que pensar en él dándole ese nombre contra su voluntad — vacía en la litera. La media luna visible de su cara se hallaba cerrada desde el interior, y no había sino los bordes de un flexible trenzado para marcar sus contornos. Debajo, la venda, centrada justamente sobre la aguda curva de la mandíbula, estaba abierta de par en par. La impresión que producía era la de un hombre sin cabello con los ojos cerrados y respirando a través de la boca. Tuvo la sensación de que ese hombre no respiraba.

—Esto ha sido tomado hacia las dos de hoy — dijo Finchley —. Ha permanecido en esa litera durante un poco más de hora y media.

Rogers frunció el ceño ante el matiz de frustración que captó en la voz de Finchley. Sí, era pavoroso no poder decir sí un hombre dormía o no. Pero no merecía la pena obrar si todos iban a permitir que se desequilibraran sus nervios. Estuvo a punto e decir algo al respecto, pero de pronto se dio cuenta de que le dolía el pecho. Relajó los hombros y sacudió la cabeza.

En la película se produjo un sonido.

—Muy bien — dijo Finchley —. Ahora escuchen.

La banda sonora de la película comenzó a emitir.

Martino había empezado a azotar la litera, y su metal arrancaba chispas a la pared.

Rogers parpadeó.

Bruscamente, el hombre comenzó a balbucear en sueños. Las palabras brotaban, y cada sílaba era clara. Pero las palabras eran mucho más rápidas que lo normal, y la voz era desesperada:

—¡Nombre! ¡Nombre! ¡Nombre!

—Nombre Lucas Martino, nacido en Bridgetown, Nueva Jersey, el diez de mayo de mil novecientos cuarenta y ocho, sobre…

—¡Media vuelta! ¡Atención… de frente…! ¡Marchen!

—¡Nombre! ¡Nombre! ¡Atención… Alto!

—Nombre Lucas Martino, nacido en Bridgetown, Nueva Jersey, el diez de mayo de mil novecientos cuarenta y ocho.

Rogers notó que Finchley le tocaba el brazo.

—¿Cree que le hicieron caminar?

Rogers se encogió de hombros.

—Sí, se trata de una verdadera pesadilla, y si ese hombre es Martino, entonces sí, parece como si le hubieran hecho caminar de un lado a otro en una pequeña habitación mientras le disparaban preguntas. Ya conoce su técnica: obligar a un hombre a mantenerse de pie, a moverse, mientras ellos no cesan de interrogarlo. Los equipos se turnan cada unas cuantas horas, de manera que siempre están frescos. Al sujeto no lo dejan ni dormir ni sentarse. Lo hacen caminar hasta que acaba por delirar. Sí, podría tratarse de eso.

—¿Cree usted que ha fingido?

—No lo sé. Pudiera haberío hecho. Pero también puede ser que estuviese dormido. Quizá es uno de sus hombres, y soñaba que nosotros intentábamos arrancarle su historia.

Al cabo de un rato, el hombre quedó quieto en la litera, los antebrazos rígidamente levantados desde los codos, las manos contraídas como rígidas garras. Parecía mirar directamente a la cámara con su cara de forma aerodinámica, y nadie hubiera podido saber si estaba despierto o dormido, pensando o no, temeroso o sintiendo dolor, o quién o qué era.

Finchley detuvo el proyector.

Rogers llevaba despierto treinta y seis horas. Había transcurrido ya todo un día desde que el hombre cruzó la frontera. Rogers se refrotó coléricamente los ardientes ojos cuando penetró en su apartamento. Fue dejando sus prendas en un desordenado reguero sobre la vieja y raída alfombra mientras se dirigía al cuarto de baño. Al hurgar en el armarito de las medicinas para buscar un Alka-Seltzer, envidió a los membrudos hombrecitos como Finchley, que podían estar despiertos durante días sin que su estómago se resintiera de ello.