Se volvió súbitamente, quedando de espaldas a la puerta. La luz se hallaba detrás de él, y Rogers sólo veía su silueta, el cuerpo perdido en los informes y angulares contornos del mono, los hombros cuadrados y la cabeza redonda y sin facciones.
—Incluso así, a las gentes no les gustan las máquinas. Los zoquetes las rompen de todas maneras. Las máquinas no hacen otra cosa sino aquello para lo que están hechas. Se limitan a realizar su trabajo y todas se parecen entre sí… pero algo se puede romper en su interior. Quizá entonces se disponen a no arar tu campo, a no sacar agua del pozo, a arrojarte un pistón. A hacer algo de manera que de miedo y no se toman la molestia de entenderlas, por lo cual las tratan mal, así las máquinas se rompen más de prisa y las gentes confían menos en ellas los fabricantes se preguntan: «¿de que sirve construir buenas máquinas?» Los zoquetes las rompen de todas maneras y construyen un material malo, con lo que son muy pocas las buenas máquinas que hay en el mercado. Y eso es una vergüenza.
Dejó los engranajes en el banco y cogió una caja que contenía la serie de substitución. Furioso aún, rompió la tapa de la caja, sacó los engranajes y volvió con ellos junto al tractor.
—Mister Martino… — empezó de nuevo Rogers.
—¿Sí? — preguntó él, depositando en fila los engranajes sobre el lienzo.
Ahora que había llegado el momento de decirlo, Rogers no sabía cómo hacerlo. Pensó en el hombre, cogido en la trampa de su propio casco durante aquellos cinco años, y Rogers no supo cómo expresarse.
—Mister Martino, hay un representante oficial del Gobierno de las Naciones Aliadas con poderes para hacerle a usted una proposición.
El hombre gruñó, cogió el primer engranaje. Y se deslizó debajo del tractor para colocarlo en su lugar.
—Francamente — balbuceó Rogers —, no creo que sepan cómo expresarlo, de forma que me han escogido a mí para que lo hiciese yo, pensando que lo conozco mejor. — Se encogió de hombros —. Pero lo malo es que yo no le conozco.
—Nadie me conoce — replicó el hombre —. ¿Qué desea el G.N.A.?
—Bien, lo que estaba intentando decir es que con toda probabilidad no voy a saber expresarlo convenientemente. No quiero que mis balbuceos influyan negativamente en su decisión.
El hombre hizo un sonido de impaciencia.
—Adelante, hombre.
Después, con infinita suavidad colocó el engranaje en su lugar y tendió la mano para coger el siguiente.
—Bien… usted sabe que en todo el mundo las cosas están volviendo a ponerse tensas.
Se deslizó aún más debajo del tractor, levantó la mano derecha y ayudó a la izquierda a instalar en el lugar exacto el segundo engranaje.
—¿Qué tiene eso que ver conmigo?
Tomó el último engranaje, lo montó y obligó a la corredera de apoyo a encajar en su posición, moviéndola con tanta firmeza como era necesario y nada más. Sacó las tuercas de la cubierta de la caja de engranajes y empezó a enroscarlas con la mano.
—Mister Martino… el G.N.A. ha reinstituido el programa K-Ochenta y ocho. Les gustaría que usted trabajase en él.
Debajo del tractor, el hombre estiró el brazo para coger la llave inglesa, y sus dedos se deslizaron sobre el aceitoso metal. Se volvió en redondo y probó con el brazo izquierdo. Se produjo un débil tintineo cuando sus dedos se cerraron sobre ella con firmeza, y después otra vez se volvió y empezó a apretar las tuercas.
Rogers esperó, y al cabo de un rato el hombre dijo:
—De manera que Besser ha fracasado.
—Yo no sé nada de eso, mister Martino.
—Ha debido fracasar. Lo siento por él… Realmente creía que estaba en lo cierto. Con los científicos ocurre algo muy raro, ¿sabe usted?… Se supone que son objetivos y despegados y que formulan sus teorías de acuerdo con lo evidente. Pero la pasión de un hombre es la pasión de un hombre, y algunas veces lo pasan muy mal cuando queda comprobado que una idea suya estaba equivocada.
Acabó de colocar la cubierta. Arrastrándose salió de debajo del tractor, dejó la llave inglesa y meticulosamente arrolló el lienzo alquitranado.
—Bien, eso ya está hecho — dijo.
Se puso el lienzo debajo del brazo, se agachó para recoger el bote con el aceite y se aproximó al banco de trabajo, donde depositó las herramientas y cuidadosamente vertió el contenido del bote en un bidón.
De un estante tomó un nuevo bote de medio galón, puso el pitorro en su parte superior y Io llevó junto al tractor, donde abrió el tapón del depósito y vertió sobre la transmisión todo el contenido del bote.
—Ahora estoy seguro de que podré trabajar en ese campo mañana. La tierra tiene que ser removida, ¿sabe usted?, o se quedará costrosa y endurecida.
—¿No va usted a decir nada sobre si acepta o no la proposición?
El hombre acabó de verter el aceite y volvió a colocar el tapón del depósito. Dejó el bote vacío y subió al sillón del conductor, donde empezó a probar los engranajes, sin mirar a Rogers, hasta que estuvo convencido de que había realizado una buena tarea. Entonces volvió la cabeza.
—¿Han decidido que soy Martino?
—Creo — contestó lentamente Rogers — que lo que ocurre es simplemente que necesitan mucho a alguien. Creo que consideran que, aun cuando no sea usted Martino, ha sido adiestrado para reemplazarle. Parece… parece que para ellos es MUY importante que el programa K-Ochenta y ocho sea iniciado de nuevo lo más rápidamente posible. Disponen de muchos técnicos competentes. Pero los genios no aparecen a menudo.
El hombre descendió del tractor, cogió la lata de aceite vacía y la llevó al banco. Su brazo vendado estaba negro a causa del polvo del suelo. De debajo del banco cogió una lata de cinco galones, la destapó y empezó a quitarse el vendaje. El agudo olor de la gasolina llenó el olfato de Rogers.
—Estaba preguntándome cómo era que habían adquirido una total seguridad. No puedo imaginar medio alguno de conseguirlo.
Dejó caer el vendaje en la gasolina. Hundiendo ambos brazos en ella, lavó el vendaje y lo colgó de un clavo para que se secase.
—Sería usted vigilado muy atentamente, desde luego. Y probablemente sería mantenido bajo guardia.
—Eso no me importaría. No me importaría que sus hombres estuvieran en torno mío todo el tiempo.
Del fondo de la lata de gasolina sacó una taza de estaño y se regó el brazo, haciéndolo girar y retorciéndolo para tener la seguridad de que quedaban limpias todas las partes sucias. De un estante tomó un cepillo de pelos finos y rígidos y empezó a frotarse el brazo con metódico cuidado, siguiendo una evidentemente vieja rutina. Rogers lo observó, preguntándose una vez más qué clase de cerebro funcionaba detrás de aquella máscara, que no era ni colérica, ni amarga, ni triunfante.
—Pero no puedo hacerlo — dijo el hombre tomando una lata de aceite para comenzar a lubrificarse el brazo.
—¿Por qué?
Rogers tuvo la sensación de haber visto vacilar la compostura del hombre.
Este se encogió de hombros incómodamente.
—No me es posible llevar a cabo ya esa tarea. El vendaje estaba seco, y se arrolló de nuevo el brazo. Evitó los ojos de Rogers.
—¿De qué está usted avergonzado? — preguntó Rogers.