El hombre se acercó al tractor, como si allí se sintiera más seguro.
—¿Qué es lo que ocurre, Martino?
El hombre puso el brazo izquierdo sobre el morro del tractor Y quedó mirando a través de las puertas abiertas del granero.
—Aquí llevo una vida muy buena. Trabajo mis tierras y procuro que se encuentren en forma. Lo he arreglado todo. Supongo que sabe usted cómo estaba cuando vine aquí. He tenido que hacer mucho trabajo. He tenido que reconstruirlo todo, Diez años más y ofrecerá la forma que yo deseo.
—Para entonces estará muerto.
—Lo sé. Pero no me importa. He pensado ello. La cuestión es… — Su mano dio un ligero golpe al morro del tractor —. La cuestión es que necesito de trabajar. Una granja, todo lo de una granja, se halla siempre en el límite de lo que se desarrolla y lo que se pudre. Trabajas las tierras, produce cosechas, y al hacer eso desgastas las tierras. Tienes que fertilizarla, irrigarla, abonarla con cal, pero la tierra no sabe eso. Tienes que devolverle lo que le arrebatas. Los cercados se pudren, construyes fundamentos que se desmoronan, las lluvias vienen y las pinturas se desconchan, las cosechas son destrozadas por el granizo y comienzan a pudrirse, de manera que es preciso trabajar de firme, cada día, todos los días, y solo para poder vivir un poco mejor que antes. Uno se levanta por la mañana y tiene que reparar todo lo que ha quedado destruido durante la noche. No se puede hacer otra cosa. No puedes pensar en otra cosa. Y ahora ustedes desean que vuelva a trabajar de nuevo en el K-Ochenta y ocho.
De repente su mano golpeó con fuerza el tractor y el ruido del metal formó ecos en el granero. Su voz fue un apagado susurro.
—No soy un físico. Soy un granjero. ¡Ya no puedo realizar ese trabajo!
Rogers respiró hondamente.
—De acuerdo. Iré y se lo diré así a ellos.
El hombre se mostró sereno otra vez.
—¿Qué va a hacer después de eso? ¿Van a seguir sus hombres vigilándome?
Rogers asintió con la cabeza.
—Tiene que ser así, hasta que lo hayan bajado a la tumba. Lo siento.
El hombre se encogió de hombros.
—Me he acostumbrado. Y en cuanto a las personas que me vigilan, no tengo nada que pueda hacerles daño.
«No, pensó Rogers, ahora es ya inofensivo. Y yo no voy a cesar de vigilarle. Me pregunto si no voy a acabar viviendo en una granja camino abajo.»
¿O es simplemente, que no se atreve a correr el riesgo de reanudar el proyecto K-Ochenta y ocho? ¿O se arriesgará a ello, después de todo, sabiendo que allí no habrá nadie que pueda decirnos que nos engaña?»
La boca de Rogers se retorció. Una vez más, una vez más por milésima vez, formulaba la vieja pregunta. Algo bullía en su sangre y se estremeció. «Seré un anciano, pensó, y siempre creeré que lo sé, pero nunca obtendré una respuesta.»
—Martino — barbotó —. ¿Es usted Martino?
El hombre movió la cabeza, y el metal resplandeció con un apagado nimbo bajo su película de aceite. Durante un momento no dijo nada, mientras su cabeza se movía de un lado a otro como si estuviese mirando algo perdido. Después su mano se aferró con fuerza al tractor, y los hombros se le hundieron. Por un instante en su voz hubo profundidad, como si hubiese recordado algo difícil que hubiera hecho en su juventud.
—No.
CAPITULO XIV
Anastas Azarín elevó el vaso de té templado, con el dedo índice oprimió la cucharilla contra el costado y bebió sin detenerse hasta que el vaso estuvo vacío. Lo dejó en uno de los círculos de viejas manchas que había en el extremo de la mesa, y la cucharilla tintineó. Su ordenanza penetró desde la oficina exterior, tomó el vaso, volvió a llenarlo y lo dejó donde pudiese cogerlo con facilidad. Azarín movió brevemente la cabeza. El ordenanza dio un taconazo, dio media vuelta y abandonó la habitación.
Azarín le observó irse, con una mueca de regocijo en una de las comisuras de la boca, mueca que arrugó toda su cara antes de desvanecerse tan bruscamente como había aparecido. Durante ese breve momento se había transformado: su cara había sido abierta, franca y amistosa. Pero cuando sus rasgos se suavizaron de nuevo, se borró en ellos toda huella del campesino Azarín. Fue posible ver que Azarín se había enseñado a ser durante los años de su ascenso a través del sistema: impersonal, eficaz, inexpresivo como un leño.
Se inclinó para leer el informe semanal sobre la situación en el sector, y su dedo índice sucio de nicotina siguió las palabras, mientras sus labios murmuraban inaudiblemente.
Sabía que se reían de él a causa de su vicio samovar tan pasado de moda. Pero el ordenanza sabía a su vez lo que le sucedería si el vaso quedaba alguna vez vacío. Sabía que bromeaban a causa de la forma en que, leía, pero sabían lo que les sucedería si encontraba errores en su informes.
Anastas Azarín no se había graduado nunca en sus academias. No había escrito nunca en sus pizarras ni había llenado sus cuadernos de notas. Mientras ellos le sacaban brillo a los pantalones de sus uniformes en los bancos de las clases, él trabajaba en compañía de su padre, manejando un hacha y arrastrando los grandes troncos de árboles, a través del sombrío bosque. Mientras ellos hacían sus exámenes de servicio civil, él vigilaba a las cuadrillas de trabajadores, en la taiga. Mientras ellos se inclinaban sobre sus pupitres, él se encontraba en Manchuria, comiendo un mal arroz con los hombrecillos amarillos. Mientras ellos pasaban las veladas en casa de sus esposas, leyendo los periódicos y pensando en el ascenso, él se hallaba en un hospital, muriendo de tifus.
Y ahora tenía mesa despacho de su propiedad, y una oficina de su propiedad, y un ordenanza de mejillas sonrosadas y ojos grandes que le traía té y daba taconazos. No eran ellos quienes podían bromear, sino él. Era él quien podía reír, y no ellos. Ellos no eran nada, y él era comandante de Sector: Anastas Azarín, coronel del servicio secreto soviético. ¡Gospodin Polkovnik Azarín, por favor!. Se inclinó sobre sus informes, murmurando. Nada nuevo. Como de costumbre, los aliados mantenían muy vigilado su sector. Allí estaba Martino, científico americano. ¿Qué hacía en su habitación?
Heywood, el americano, no podía decirlo. Desde su puesto en el Gobierno de las Naciones Aliadas, Heywood, había conseguido organizar las cosas en forma tal que el laboratorio de Martino quedara instalado cerca del sector de Azarín. Pero eso era todo lo más que había logrado hacer. Conocía a Martino, sabía que Martino se hallaba entregado a algo importante que requería una habitación con un techo de veinte pies de altura y ochocientos pies cuadrados de espacio, y a lo que llamaban Proyecto K-Ochenta y ocho.
Azarín frunció el ceño. Estaba muy bien que tuvieran esa fe en la importancia de Martino, ¿pero qué era el K-Ochenta y ocho? ¿De qué servía un nombre vacío? Heywood, el americano, se mostraba muy locuaz con sus datos, pero el hecho era que no había datos. El sistema de seguridad interna del G.N.A. era de tal índole que nadie, ni siquiera Heywood, podía saber mucho de lo qué sucedía. Esto en sí mismo era completamente normal, puesto que sucedía otro tanto con el sistema soviético. Pero el hecho era que al fin no sería algún agente secreto de capa y espada, con su fláccida piel blanca y sus pequeñas cámaras, quien les entregaría el K-Ochenta y ocho. Sería Azarín, el simple Anastas Azarín, el campesino quien quebraría aquella cosa de la misma manera que un oso destruye a un árbol muerto para hallar la miel.
—Martino tendría que ser interrogado. No había otro método de conseguirlo. Pero a pesar de lo mucho que Novoya Moskva malgastaba su aire a través del teléfono, no existía un medio rápido de conseguirlo. No había personas de confianza en el laboratorio de Martino. Tendría que esperar. Los hombres tendrían que estar preparados a todas las horas, dispuestos a abalanzarse sobre él en alguna calle oscura el día que vagabundeara demasiado próximo a la frontera, si es que esa afortunada circunstancia llegaba a producirse alguna vez. Entonces en tres minutos estaría allí, sería interrogado y sería puesto en libertad, todo ello en cuestión de unos cuantos días, antes de que los aliados pudieran hacer algo. Para entonces los aliados habrían perdido el K-Ochenta y ocho. Y aquel diablo, el americano Rogers, por muy listo que fuese, aprendería al fin que Anastas Azarín era el hombre mejor. Pero hasta entonces, todo el mundo, Azarín, Novoya Moskva, tendría que esperar. Todo se haría en el momento oportuno.