Los rechinantes tubos llenaron lentamente de agua caliente la bañera mientras él se afeitaba con una navaja. Se pasó los dedos a través del espeso, rizado cabello rojo y frunció el ceño al ver la caspa que se había desprendido.
«Dios», pensó extenuadamente, «tengo treinta siete años y estoy destrozado»
Y cuando se deslizó en la bañera y sintió los efectos del agua caliente en la estropeada cadera donde le habían acertado con una piedra durante un tumulto, se miró el vientre, cuyo abultamiento no podía disminuir ya ningún ejercicio, y el pensamiento se hizo aún más intenso. «Unos pocos años más y seré una verdadera ruina. Cuando venga el tiempo húmedo, esta cadera me va a hacer pasar ratos malísimos. Antes era capaz de permanecer de pie dos o tres días seguidos, pero eso no voy a poder hacerlo de nuevo nunca más. Algún día voy a intentar efectuar algún ejercicio que podía hacer la semana anterior, y no me va a ser posible realizarlo. Y algún día también voy a tomar una decisión o voy a hacer cualquier cosa que tenga que salir bien. Yo sabré que va salir bien… pero saldrá mal. Empezaré a hacer cosas mal, y después de cada una de ellas me entrarán sudores al recordar cómo me he equivocado. La idea empezará a preocuparme, a acosarme, y tendré que vivir con dexedrina. Si los jefes se dan cuenta de ello a tiempo, me proporcionarán un hermoso empleo inofensivo en un rincón cualquiera. Y si no se dan cuenta a tiempo, uno de estos días Azarín acabará por derrotarme completamente, y entonces los niños de todo el mundo hablarán chino.»
Se estremeció. El teléfono sonó en la sala de estar.
Salió de la bañera, se apoyó cuidadosamente en el borde y se envolvió en una de las grandes toallas del tamaño de una manta, las cuales se iba a llevar consigo a los Estados si alguna vez lo destinaban allí. Se dirigió a la mesita donde estaba el teléfono y tomó el aparato.
—¿Diga?
—¿Mr. Rogers?
Reconoció la voz de uno de los telefonistas del Ministerio de la Guerra.
—Sí.
—Mister Deptford desea hablar con usted. No cuelgue, por favor.
—No.
Esperó, lamentando que el paquete de los cigarrillos estuviera al otro lado de la habitación, junto a la cama.
—¿Shawn? En su oficina me han dicho que estaba en casa.
—Sí, señor. Empezaba ya a serme difícil mantener encima la camisa.
—Estoy aquí, en el ministerio. Hace apenas un instante que he hablado con el subsecretario de Seguridad. ¿Cómo van las cosas en ese asunto de Martino? ¿No ha llegado aún a ninguna conclusión definitiva?
Rogers pensó en los términos de su respuesta.
—No, señor. Lo siento. Hasta ahora no hemos dispuesto sino de un día.
—Sí, lo sé. ¿Tiene usted idea de cuánto tiempo más necesitará?
Rogers frunció el ceño. Tenía que calcular cuánto tiempo podrían desear malgastar.
—Yo diría que nos llevará una semana — contestó, albergando una esperanza.
—¿Tanto?
—Me temo que sí. El equipo se ha formado y trabaja con regularidad ahora, pero las cosas están resultando sumamente difíciles. Es como un enorme huevo.
—Ya veo. — Deptford respiró hondamente de una forma que se oyó con mucha claridad a través del teléfono —. Shawn, Karl Schwenn me pregunta si sabe usted lo muy importante que es para nosotros Martino.
Rogers respondió tranquilamente:
—Puede decirle al señor subsecretario que conozco mi oficio.
—Muy bien, Shawn. No era su propósito regañarle. Simplemente deseaba estar seguro.
—Lo que usted quiere decir ese que le está acosando.
Deptford vaciló.
—Alguien le está acosando a él también, ¿sabe? — A pesar de todo, yo preferiría que hubiese un menos de disciplina teutónica en este departamento.
—¿Ha dormido usted últimamente, Shawn?
—No señor. Haré los informes diariamente, y cuando hayamos resuelto esto le telefonearé.
—Muy bien, Shawn. Se lo diré. Buenas noches.
—Buenas noches, señor.
Cogió el aparato. Volvió a introducirse en la bañera, Y yació allí con los ojos cerrados. delante el dossier de Martino se deslizara por el primer plano de su cerebro.
Sin embargo, era muy poco lo que había en informe. El hombre media cinco pies y once pulgadas de estatura. Su peso era superior a las doscientas sesenta y ocho libras. Sus hombros se habían inclinado, pero el bulto de su cráneo de platino salvaba al parecer la diferencia que había en la cuestión de la estatura.
En la actual descripción de su persona no había nada más que fuese aprovechable. En ella no decía nada de los ojos, el cabello o la tez. Tampoco se decía nada de la fecha de nacimiento, aunque un filósofo le había atribuido una edad, la cual, dentro los acostumbrados límites de error, correspondía a 1948. ¿Huellas dactilares? ¿Marcas cicatrices por las que se le pudiera distinguir?
La sonrisa de Rogers fue amarga. Se secó, dándoles patadas envió a un rincón sus prendas sucias y se vistió. Volvió a penetrar en el cuarto de baño, se introdujo en el bolsillo el cepillo de dientes, estuvo un momento pensando, añadió el tubo de Alka-Seltzer y regresó a su oficina.
Eran las primeras horas de la mañana del segundo día. Rogers miró a Willis, el sicólogo, que permanecía sentado al otro lado de su mesa.
—Si de todas maneras iban a entregamos a Martino — preguntó Rogers —, ¿por qué se han tomado tantas molestias con él? No hubiera necesitado toda esa quincallería sólo para mantenerse vivo. ¿Por qué lo han convertido en un objeto de exhibición?
Willis se frotó con la mano la cara.
—Si suponemos que es Martino, verdaderamente no se comprende por qué nos lo han entregado. Estoy de acuerdo con usted. Si desde el principio hubiesen estado dispuestos a entregárnoslo, probablemente se habrían limitado a ponerle unos parches al viejo estilo. En lugar de ello, se han tomado muchísimas molestias para reconstruirlo lo más parecidamente posible a un ser humano funcionable.
—Lo que yo creo que ha sucedido es que ellos sabían que les sería útil. Esperaban mucho de él, y deseaban que fuese físicamente capaz de entregarles sus descubrimientos. Es muy probable que ni por un momento se hayan preocupado del aspecto que ahora ofrece para nosotros. Oh, no hay duda de que se han molestado en vestirlo con un mínimo de lo absolutamente necesario… pero quizá era a él a quien deseaban impresionar. En todo caso, posiblemente han pensado que se mostraría agradecido a ellos y les proporcionaría una especie de cuña. Y no descontemos la idea de excitar su admiración puramente profesional. Sobre todo teniendo en cuenta que es un físico. Eso podría ser un puente entre él y su cultura. Si ésta ha sido una de sus consideraciones, yo diría que una técnica sicológica excelente.
Rogers encendió un nuevo cigarrillo, e hizo mueca ante su sabor.
—Ya nos hemos enfrentado otras veces con problemas de esta especie. Podemos barajar casi todas las ideas que deseemos y hacer encajar algunos de los pocos hechos que conocemos. ¿Y qué nos demuestra eso?
—Bien, como he dicho, puede ser que jamás hayan tenido el propósito de permitir que volviéramos a verlo de nuevo. Si trabajamos partiendo la base de esta presunción, entonces ¿porqué al fin lo han dejado irse? Aparte de la presión que hemos ejercido sobre ellos, digamos que él no ha cooperado. Digamos que al final han visto que no iba a ser la mina de oro que ellos esperaban. Digamos que van a planear algo diferente… el Mes próximo o la semana próxima. Mirándolo de esta manera, es comprensible que nos lo hayan entregado, pues puede ser que se hayan imaginado que, si nos devolvían a Martino, les sería mucho más fácil llevar a cabo su próxima maniobra.