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—Sí — sonrió — ¿pero no cree usted que su gobierno aliado poca haber tomado mejores precauciones de seguridad? ¿No debieran haber tenido más cerca los equipos?

—Me temo que nunca he pensado en eso demasiado.

Ya. El hombre se negaba a decirle si el K-Ochenta y ocho era considerado normalmente un ingenio susceptible de explotar al azar o no.

—¿Y en que ha pensado usted, doctor en ciencias?

La figura que yacía en la cama se encogió de hombros.

—En nada. Espero a salir de aquí. Hace bastante tiempo que me tienen aquí, ¿verdad? No creo que puedan retenerme por mucho más tiempo.

Ahora la cosa estaba intentando deliberadamente enfurecerle. A Azarín no le agradaba que le recordaran las semanas malgastadas.

—Mi querido doctor en ciencias, es usted libre de irse casi tan pronto como lo desee. — Eso es… exactamente. Casi.

Bien. La cosa comprendía perfectamente la situación, y no se sometería, de la misma manera que su rostro no quedaría bañado en el sudor del miedo.

Azarín se dio cuenta de que las palmas de sus manos estaban humedecidas.

De repente, se levantó. No era conveniente continuar aquello por más tiempo. La base había quedado establecida, el propósito de la conversación había sido realizado, no se podía hacer nada más y para él era cada vez más difícil poder estar por más tiempo con aquel monstruo.

—Tengo que irme. Hablaremos de nuevo. — Azarín se inclinó —. Buenas tardes, doctor en ciencias Martino.

—Buenas tardes, coronel Azarín.

Azarín volvió a colocar contra la pared la silla y salió.

—He acabado por hoy — le dijo gruñonamente al doctor Kothu, y regresó a su oficina, donde se sentó para empezar a tomar té, mirando con el ceño fruncido al teléfono.

El doctor Kothu penetró, le examinó y se fue. Martino yacía de espaldas en la cama, pensando.

Azarín iba a ser difícil de tratar, se dijo, si disponía del tiempo suficiente para tener la oportunidad de imponer su temperamento. Se preguntó cuánto tardaría el G.N.A. en arrancarle de sus manos.

Pero, por el momento, la mayor preocupación de Martino era el K-Ochenta y ocho. Había decidido ya qué improbable combinación de factores había provocado la explosión. Ahora, como haba estado haciendo durante las últimas horas, comenzó a pensar en nuevos medios de absorber la aterradora merma de calor que se desarrollaba el K-Ochenta y ocho.

Comprobó que sus pensamientos derivaban de eso hacia lo que le había sucedido a él. Elevó su nuevo brazo y lo miró con fascinación antes de abandonar el tema. Dejó caer el brazo junto a él, fuera de su campo visual, y sintió el choque contra el colchón.

«¿Durante cuánto tiempo voy a permanecer en este lugar?», pensó. Kothu le había dicho que abandonaría pronto la cama. «¿De qué me servirá eso si tienen la intención de mantenerme indefinidamente en este lado de la frontera?»

Se preguntó cuánto era lo que los soviéticos sabían sobre el K-Ochenta y ocho. Probablemente lo suficiente para hacer todo lo posible para retenerlo y arrancarle los datos. Si no hubiesen sabido nada, no habrían ido a buscarlo. Si hubiesen sabido lo bastante para usarlo de nuevo, no se habrían molestado.

Se preguntó durante cuánto tiempo se mostrarían los soviéticos dispuestos a insistir antes de decidirle a renunciar. Uno oía toda clase de historias. Probablemente las mismas historias que los soviéticos oían sobre el G.N.A.

De repente se dio cuenta de que estaba asustado. Asustado por lo que le había sucedido, por lo que Kothu había hecho para salvarle, por la idea de que los soviéticos podían llegar a arrancarle algo sobre el K-Ochenta y ocho, por la súbita sensación de desvalimiento que le había inundado.

Se preguntó si quizá era un cobarde. Era algo que no había considerado desde la edad en que aprendió la diferencia que existía entre la bravura física y el coraje. La posibilidad de que pudiera hacer algo irracional por simple miedo era nueva para él.

Permaneció en la cama, buscando en su mente pruebas en pro o en contra.

Habían transcurrido ya dos meses, y sin embargo, Azarín no sabía aún si el K-Ochenta y ocho era una bomba, un rayo mortífero o un nuevo medio de agudizar las bayonetas.

Habían sostenido varias conversaciones totalmente insatisfactorias con Martino, pero éste no se mostraba dispuesto a someterse. Era siempre muy cortés, pero no le decía nada. Con un hombre, con cualquier hombre, él hubiese podido luchar. Pero con una cara inexpresivo como una pesadilla de los sombríos bosques, con una cosa que permanecía sentada en su silla de ruedas como los dioses a los que veneraban en los templos de la jungla, sabía que si esperaba lo bastante se vería derrotado… y eso era más de lo que podía soportar.

Azarín recordó la llamada telefónica que esa mañana había recibido de Novoya Moskva y dio un puñetazo sobre la mesa.

Su mejor hombre. Ellos sabían que era, su mejor hombre, sabían que era Anastas Azarín, ¡y sin embargo, le hablaban de esa manera! ¡Los burócratas le hablaban a él así!

Y todo era porque deseaban devolver Martino a los aliados lo mas de prisa posible. Si le concedían tiempo, sería una cuestión distinta. Si Martino no tenía que ser devuelto en absoluto, si ciertos métodos podían ser empleados, entonces podría realmente hacer algo.

Azarín permanecía sentado detrás de su mesa buscando la respuesta. Tenía que pensar en algo para satisfacer a Novoya Moskva, para demorar las cosas hasta que, inevitablemente, encontrara el medio de manipular a Martino. Pero nada satisfaría al cuartel general a menos de que a su vez pudiesen satisfacer a los aliados. Y los aliados no se sentirían satisfechos sino recuperando a Martino.

Los ojos de Azarín se abrieron del todo. Sus espesas cejas se elevaron en perfectos semicírculos. Después tomó el aparato telefónico y marcó el número del doctor Kothu. Escuchó la llamada del teléfono. Había hecho uno pensó. Quizá podía hacer dos.

Su labio superior se apartó de sus dientes. Al pensar que Heywood, el americano, era al que mejor podía elegir para llevar a cabo la misión. Hubiese preferido mucho más enviar a alguien sólido, a uno de sus propios hombres, cuyas capacidades conocía y cuyas debilidades podía permitirse. Pero Heywood era el único que podía escoger. Probablemente fracasaría más temprano o más tarde. Pero lo importante era que Novoya Moskva no lo pensaría así. En el cuartel general se sentían orgullosos de aquellos extranjeros y de todo el complicado e ineficaz sistema que los apoyaba. En la cabeza tenían la idea de que un hombre podía ser traidor a su propio pueblo y sin embargo, no estar incapacitado por la debilidad que lo había impulsado a la traición. Sus repetidos fracasos no habían hecho nada para ilustrarlos, y por una vez Azarín se sentía contento de ello.

—¿El doctor Kothu? Soy Azarín. Si le fuera enviado a usted un hombre adecuado, un hombre completo esta vez, ¿podría usted hacer con él lo que ha hecho con Martino? — Con las puntas de los dedos aferró el borde de la mesa, y escuchó. — Exactamente. Un hombre completo. Deseo que haga un hermano para el monstruo. Gemelo.

Cuando acabó de hablar con Kothu, Azarín llamó a Novoya Moskva, inclinado sobre la mesa, el cigarrillo sobresaliendo de su mano. Tenía los labios estirados. Su cara perdió su inexpresividad de leño. Su sonrisa era muy diferente a la que usualmente mostraba al mundo. Como su habitual máscara reticente, se había forjado en el transcurso de los años, desde que abandonó el bosque de su padre. Las líneas de su cara habían sido atezadas por soles extranjeros y refrotadas por las arenas de desiertos extraños. Ahora había venido a él fácilmente, como la sonrisa un tanto juvenil que siempre había tenido. La diferencia estribaba en que Azarín no era consciente de que poseía esa tercera expresión.

Le costó algún tiempo convencer al cuartel general, pero Azarín no sintió impaciencia alguna. Expuso su plan como un hombre asestándole hachazos a un árbol, firmemente y con rítmicos golpes, sabiendo que al final el árbol se derrumbaría.