Por último colgó el aparato y con unos cuantos sorbos vació su vaso de té. El ordenanza le trajo más. Los ojos de Azarín se arrugaron agradablemente en los ángulos cuando pensó una vez más que había sido Anastas Azarín quien había hallado la solución, mientras los burócratas del cuartel general eran presas de la indecisión.
Puso las manos sobre el borde de la mesa y sin apresurarse se Ievantó. Salió a la oficina exterior.
—Desciendo a la calle. Procure que el coche esté esperándome — le dijo al jefe de sus funcionarios.
Al correo le llevaría varios días alcanzar Washington con las órdenes para Heywood, pero al menos esa parte del sistema era infalible. Heywood llegaría en el plazo de una semana. Mientras tanto, no había razón alguna para esperarle. El plan comenzaría a funcionar automáticamente a partir de ese momento. Los aliados comprobarían que resultaba mucho más difícil tratar con Novoya Moskva, ahora que Azarín había allanado bastante las cosas para los del cuartel general. Y, en consecuencia, comprobaría que su teléfono se mostraba mucho más silencioso y mucho menos perentorio.
Bien. Todo había quedado arreglado. Lo había solucionado el simple, iletrado campesino Anastas Azarín. El zopenco que movía los labios cuando leía. El ignorante del sombrío bosque, que trabajaba mientras Novoya Moskva hablaba.
Los ojos de Azarín parpadearon cuando penetró en la habitación de Martino, se detuvo y miró al hombre.
—Hablaremos más — dijo —. Ahora disponemos de tiempo suficiente para descubrirlo todo sobre el K-Ochenta y ocho.
Fue la primera vez que pudo expresar abiertamente el término. Vio retorcerse al cuerpo del hombre.
Martino descubrió que la primera cosa que se perdía bajo aquellas condiciones era la noción del tiempo. No se sintió particularmente sorprendido, puesto que una experiencia enteramente extraña no podía contener cualquiera de los usuales indicios por los cuales un ser humano adquiría su cronología. La habitación no tenía ventanas, ni relojes ni calendarios. Esas eran las más simples y evidentes carencias. Después, no había cambio alguno en su rutina. No había interrupciones en lo que se refería a sentarse para comer o a tumbarse para dormir, y el hambre y el sueño no proporcionaban ayuda cuando eran constantes. La habitación en sí misma, situada en alguna parte del cuartel general del sector de Azarín, estaba construida para que no ofreciese nada sobresaliente. Era rectangular y hecha de cemento sin pintar desde el suelo al techo. Martino no podía hacer otra cosa sino pasear de un extremo al otro, una de las paredes hacia la cual caminaba era exactamente, igual a la otra, incluso en detalles tales como el grano de la superficie. Cuando caminaba pasaba entre dos idénticas mesas de roble, y detrás de cada mesa había un hombre con un uniforme gris verdoso. Los hombres hacían todo lo posible para parecer exactos. La instalación de luz de hallaba exactamente en el centro del techo.
Martino no tenía idea de por puerta qué había entrado originariamente, o hacia qué pared, había caminado al principio.
Cuando pasaba por entre las mesas, siempre era el hombre de la derecha quien hacía la primera pregunta. Podía ser algo como «¿Cuál es su Apellido?» o «¿Cuántas pulgadas hay en un pie?» Las preguntas carecían de significado, y sus respuestas no quedaban consignadas. Los hombres, que cambiaban de turno en lo que probablemente eran intervalos irregulares pero que no obstante parecían ser siempre lo mismo, ni siquiera se preocupaban de si contestaba o no. Si no estaba equivocado, durante algún tiempo no se había molestado en contestar. Algo más tarde, la irritación le había inducido a dar respuestas absurdas: «Newton» u «ocho». Pero ahora era mucho menos extenuante decir simplemente la verdad.
Sabía lo que le estaba sucediendo. Al final, el cerebro comenzaba, en efecto, a fabricar sus propias drogas de la verdad en autodefensa contra los venenos de la fatiga que lo inundaban. La ecuación era: Respuesta correcta, alivio. Eso no tenía nada que ver con una adrenalina contra el dolor. No había sino aquel acto de caminar a través de un mundo sin significado.
Eso fue lo que al final comenzó a afectarle de modo más intenso. Los hombres sentados detrás de las mesas no le prestaban la menor atención a menos que intentase cesar de caminar. El resto del tiempo simplemente le formulaban sus preguntas, no mirándole a él, sino mirándose el uno al otro. Sospechaba que ninguno sabía quién era ni por que estaba allí. Últimamente había adquirido la absoluta seguridad. Le empleaban solo por que la mayor parte de los juegos a dos manos requieren una pelota. Para ellos no significo nada el que comenzase a dar respuestas correctas, porque no se encontraban allí para juzgar sus respuestas.
Sabía que estaban allí simplemente para ablandarlo, y que al final sería Azarín quien se haría cargo del asunto. Pero, mientras tanto, experimentaba una creciente Y quejumbrosa sensación de terrible injusticia. Se hallaba próximo a llorar mientras caminaba.
También sabía a qué se debía eso. Después de todo, su cerebro habla resuelto el problema. Estaba realizando la ecuación, estaba haciendo lo que ellos deseaban que hiciese. Daba respuestas correctas y, a causa de lo razonable, debieran haber respondido proporcionándole alivio. Pero hacían caso omiso de él, y no mostraban signo alguno de comprender que hacía lo que deseaban que hiciera. Y si hacía lo que deseaban que hiciera y hacían caso omiso de él, el cerebro tenía que llegar a la, conclusión de que por alguna razón no les transmitía sus señales a través de sus actos. Si sólo hubiese habido uno de ellos, el cerebro hubiese podido decidir que ese uno era sordo y ciego, puesto que recitaba sus preguntas con monotonía de idiota. Pero había siempre dos, y en total quizá eran una docena. De manera que el cerebro sólo podía decidir que él era el incapaz de hacerse oír… que era Lucas Martino el que no era nada.
Y, al mismo tiempo, sabía lo que le estaba sucediendo.
Azarín permanecía pacientemente sentado detrás de su mesa, esperando a que llegaran noticias de la habitación de los interrogatorios. Habían transcurrido ya tres días desde que Martino fue traído del hospital, y Azarín sabía, como hombre que conocía bien su oficio, que las noticias llegarían en cualquier momento de ese mismo día.
Era un asunto completamente simple, pensó Azarín. Uno tomaba a un hombre y le arrancaba cosas, cosas más vitales que la piel, aunque él había visto a esa técnica trabajar en manos de hombres que no habían aprendido las más sutiles fases de su oficio. En efecto, era siempre lo mismo, si bien con él los resultados eran mucho mejores. Un hombre lleva muy poco exceso de equipaje en la cabeza. Incluso un burócrata, y Martino no era un burócrata. Cuando más inteligente era el hombre, menos exceso de equipaje y más rápidos los resultados. Cuando el hombre quedaba a punto, estaba como en carne viva, y un toque aquí y otro allí, y soltaba todo cuanto sabía.
Por supuesto, habiendo hecho eso y sabiendo que lo había hecho, el hombre quedaba después vacío para siempre. Comprendía que se había sometido y que después de eso todo el mundo podía usarlo, podía hacer con él lo que deseara. Llevaba la marca. Podías hacer con él lo que desearas. Era una nada viviente.
Ordinariamente, Azarín no experimentaba sino una normal medida de satisfacción por haberle hecho eso a un hombre mientras él continuaba siendo para siempre e imperecederamente Anastas Azarín. Pero en ese caso…
Azarín gruñó a algo invisible.
CAPITULO XV
Eddie Bates era un compañero de viaje. Era un hombre feo, de vientre liso, membrudo y de cara que había quedado grotescamente marcada por el acné. Su juventud había sido miserable, a pesar de que cada día hubiese dedicado media hora a levantar fielmente pesas en su dormitorio. A punto de cumplir veinte años, había pasado seis meses en un reformatorio por asalto y agresión. Hubiera podido ser asalto con intento de asesinato, pero sólo Eddie sabía cuán lejos había planeado ir al empezar a golpear al otro muchacho, un chico bien parecido que había hecho una observación sobre una muchacha a la que Eddie nunca se había atrevido a hablar.