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—Lo sabemos, mister Martino — dijo suavemente Finchley.

La roja mirada de Martino se desvió hacia él.

—Creen que lo saben. — Se volvió para quedar mirando a la pared —. ¿No estaban ustedes dos a punto de irse?

Rogers movió la cabeza en silencio.

—Sí, sí, estábamos a punto de irnos, mister Martino. Nos vamos. Lo siento.

—Muy bien. — Se sentó y permaneció sin hablar hasta que estuvieron casi al otro lado de la puerta. Entonces dijo —: ¿Pueden proporcionarme algo de tejido para los cristalinos?

—Le enviaré algo inmediatamente. — Rogers cerró la puerta con suavidad —. Se ve que se le ensucian los ojos — comentó.

El hombre del F.B.I. asintió con la cabeza ausentemente, mientras caminaba por el pasillo junto a él.

Incómodo, Rogers dijo:

—Ha sido un verdadero espectáculo el que ha ofrecido. Si es Martino, no se lo reprocho.

Finchley hizo una mueca.

—Y si no lo es, tampoco se lo reprocho.

—¿Sabe usted? — repuso Rogers —, si hubiésemos sido capaces de despejar hoy el misterio de su identidad, habrían podido seguir desarrollando el programa del K-Ochenta y ocho. En realidad no sería dado de lado hasta medianoche. Más o menos dependía de mí.

—¿Sí?

Rogers asintió con la cabeza.

—Le he dicho que se había renunciado al programa porque deseaba ver lo que hacía. Supongo que he pensado que eso podría influir positivamente.

Rogers sentía una peculiar clase de derrota. Había trabajado mucho. Estaba vacío de energía, y en adelante, todo sería un continuo descenso, hasta volver al lugar de donde había venido.

—Bien — dijo Finchley —, no puede decir que no haya reaccionado.

—Sí, lo ha hecho. Ha reaccionado. Pero no ha reaccionado en una forma que hubiese podido sernos de utilidad. Todo cuanto ha hecho es obrar un ser humano normal.

CAPITULO IV

El laboratorio de física de la Memorial High School de Bridgetown era una habitación larga, con una pared formada por las ventanas de la fachada del edificio. Estaba amueblada con largas y barnizadas mesas que se extendían hacia el extremo de la habitación donde el pupitre de Edmund Starke se hallaba instalado sobre una plataforma. Las pizarras se prolongaban a lo largo de dos de las restantes paredes, y los armarios que contenían el equipo ocupaban la otra. Por sus dimensiones la estancia era adecuada para su propósito, pero no era lo suficiente buena para satisfacer a Starke, ni originalmente había sido designada para ser un laboratorio. Al hacerla, su propósito había sido que sirviera como el espacio que encerraba la usual clase de física del colegio y esto es lo que era.

Lucas Martino la veía como algo distinto, aunque no se daba cuenta de ello y durante algún tiempo no hubiera podido decir porqué. Pero jamás se recordó ni una vez que una clase superior de aquella especie hubiera podido ser mantenida en cualquier colegio superior del mundo. Era su clase de física, y las lecciones eran dadas por su profesor, en su laboratorio. Aquel era su lugar, en su lugar, como todos en su universo estaba en su lugar o empezaba a estar cerca de ello, de manera que cuando acudía cada día, lo primero que hacía era mirar en torno suyo inquisitivamente antes de tomar asiento ante una de las mesas, con un inequívoco contento y con expresión extrañamente posesiva. En consecuencia, Starke lo consideró en seguida un ávido estudiante.

Lucas Martino no podía ignorar un hecho. No juzgaba ningún hecho, sino que sólo los registraba, convencido de que algún día encontraría la parte a la cual podía ser encajado, sabiendo que algún día todas esas partes, por un inevitable proceso, se reunirían para formar un completo mecanismo que él podría poner en uso. Además, todo cuanto veía representaba para él un hecho. No hacía juicios, y de esta manera nada era trivial. Todo cuanto veía o todo aquello de lo que oía hablar era puesto en alguna parte de su cerebro. Su memoria era fotográfica — no estaba interesado en una imagen estática de su pasado — sino que era plenamente inclusivo. La gente decía que su mente era un revoltijo de extraños conocimientos. Y siempre estaba intentando conseguir que esas cosas encajaran juntas, para ver a qué mecanismo conducían.

En las clases era tranquilo y contestaba sólo cuando le preguntaban. Tenía el hábito de depender de sí mismo para hacer que encajaran sus propios hechos, y la idea de consultar a otra persona — incluso a Starke — haciendo una imprevista pregunta era completamente ajena a él. Estaba acostumbrado a un natural orden de cosas en el que pocas respuestas eran proporcionadas. Pedirle a Starke que le ayudara a asir el significado de los hechos le habría parecido injusto.

En consecuencia, sus notas mostraban imprevisibles altibajos. Como en todas las clases de ciencias de los colegios superiores, se suponía que la única cosa nueva que debía ser enseñada en la clase de física de Starke era la parte principal de la amplia base teórica. De sus estudiantes se esperaba que se aprendiesen de memoria las diversas y más simples leyes, como otros tantos ladrillos para, elevar una posiblemente útil estructura. No se esperaba aún de ellos, y probablemente jamás se les exigiría tal cosa, que construyeran algo cuya concepción hubiese brotado de sus propias mentes. Lucas Martino no consiguió darse cuenta de ello. Si se le hubiera ocurrido la idea, se habría sentido muy incómodo. Su idea era que Starke ponía a su disposición ciertas sugerencias, y que se suponía que él debía rellenar el resto por sí mismo.

De manera que había veces en las que veía la inevitable dirección que iba a tomar una lección antes de que se hubieran enfriado sus primeras frases, y otras en las que llegaba a la conclusión de un experimento antes de que Starke lo hubiese demostrado por medio de sus aparatos. Una cosa tras otra iban ocupando el lugar que les correspondía, y él formaba su estructura extrayendo medios de aquel almacén de medio ideas, barruntos y datos no relacionados entre sí. Cuando esto sucedía, experimentaba lo que otra persona hubiese llamado el fogonazo de un genio.

Pero había otras ocasiones en que las cosas sólo parecían encajar, en que realmente no encajaban, y entonces se deslizaba por un callejón sin salida en persecución de una absurda equivocación cometiendo algún ridículo error que nadie más había hecho o podría hacer.

Cuando esto sucedía, penosamente avanzaba en dirección inversa a lo largo de la falsa cadena de hechos, tomándolos en uno en uno para examinarlos y ver por qué se había dejado engañar, hasta que al fin descubría la verdadera pista. Pero cuando había construido una estructura, le resultaba difícil descartarla por entero. De manera que en otra parte de su mente había un almacén de interesantes ideas que no eran operantes, pero que a pesar de todo eran interesantes: teorías que eran absurdas, pero que habían parecido capaces de sostenerse conjuntamente. Hasta cierto punto, esas fantasmales herejías permanecían en el fondo para colorear sus pensamientos. Jamás habría de poder ser por completo un ortodoxo perorador de teorías.

Mientras tanto, continuaba reuniendo hechos.

Starke era veterano de la enseñanza en las escuelas superiores. Había visto a ciertos compañeros bastante mediocres avanzar en sus carreras; pero él se hallaba ya más allá del punto en que hubiese podido considerarlos con resentimiento, y mucho antes de eso había rebasado el punto en el que hubiese podido sentirse inclinado a malgastar conversaciones sobre ellos. Hacía ya mucho tiempo que había descubierto que los intereses de ellos no eran comunes con los suyos propios.

De manera que Lucas Martino le atrajo y se sintió obligado a establecer con el muchacho alguna clase de lazo. Le llevó varias semanas encontrar la oportunidad, e incluso entonces tuvo que forzarla. Era torpe porque la sociabilidad no constituía su punto fuerte. Era hombre frugal, y no veía razón alguna para establecer relaciones sociales con personas a las que no respetara, y la verdad era que respetaba a muy pocas personas.