Jeff Lindsay
Querido Dexter
Agradecimientos
Nada es ni remotamente posible sin Hilary.
Me gustaría dar las gracias también a Julio, los Broccoli, Deacon y Einstein y, como siempre, a Bear, Pook y Tinky.
Además, estoy en deuda con Jason Kaufman por su mano asesora, firme y sabia, y con Nick Ellison, quien ha conseguido que todo fuera diferente.
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Es esa luna otra vez, suspendida, rolliza y a escasa altura en la noche tropical, llamando desde un cielo coagulado a los oídos temblorosos de esa querida voz que susurra desde las sombras, el Oscuro Pasajero, acomodado en el asiento trasero del Dodge K de la hipotética alma de Dexter.
Esa luna traviesa, ese Lucifer bocazas y socarrón que llama desde el cielo vacío a los corazones oscuros de los monstruos nocturnos, les convoca a sus gozosos patios de recreo. Llama, de hecho, a ese monstruo en concreto agazapado tras las adelfas, que la luz de la luna al atravesar las hojas pinta con rayas de tigre, sus sentidos agudizados al máximo mientras espera el momento adecuado para saltar desde las sombras. Es Dexter el que está al acecho en la oscuridad, escuchando las terribles insinuaciones susurradas que se derraman sin cesar en mi escondite protegido por las sombras.
Mi querido otro yo oscuro me incita a saltar, ahora, a hundir mis colmillos iluminados por la luna en la carne tan vulnerable que hay al otro lado del seto. Pero no es el momento adecuado, así que espero, observo con cautela cuando mi inocente víctima pasa de largo, con los ojos abiertos de par en par, consciente de que algo le está vigilando, pero sin saber que estoy aquí, a tan sólo un metro de distancia. Sería muy fácil para mí deslizarme como la hoja de cuchillo que soy, y obrar mi magia maravillosa, pero espero, intuido pero invisible.
Un largo y sigiloso momento avanza de puntillas hasta convertirse en otro, y aún sigo esperando el momento preciso. El salto, la mano extendida, el frío júbilo cuando veo el terror florecer en el rostro de mi víctima… Pero no. Algo no va bien.
Y ahora le toca a Dexter sentir el inquietante cosquilleo de unos ojos en su espalda, el aleteo del miedo cuando me convenzo cada vez más de que algo me está cazando a mí. A algún otro depredador nocturno se le está haciendo agua la boca interior mientras me vigila desde algún lugar cercano…, y no me gusta esa idea.
Y como un pequeño trueno surge de la nada la mano jubilosa y cae sobre mí con una velocidad cegadora, y vislumbro los dientes relucientes de un vecino de nueve años.
—¡Te pillé! ¡Un, dos, tres, le toca a Dexter!
Y con la salvaje celeridad de los muy jóvenes, aparecen los demás, riendo como locos y gritándome, mientras yo permanezco inmóvil entre los arbustos, humillado. Todo ha terminado. Cody, de seis años, me mira decepcionado, como si Dexter, el Dios de la Noche, hubiera defraudado a su sumo sacerdote. Astor, su hermana de nueve años, se une a los berridos de los niños, hasta que vuelven a desperdigarse en la oscuridad una vez más, hacia escondites nuevos y más complicados, dejándome solo con mi vergüenza.
Dexter no ha sabido ocultarse bien. Y ahora, le toca buscar a Dexter. Otra vez.
Quizá se pregunten, ¿cómo es posible? ¿Cómo puede reducirse a esto la cacería nocturna de Dexter? Antes, siempre ha existido algún temible y perverso depredador aguardando las atenciones especiales del temible y perverso Dexter, y aquí estoy, desperdiciando un tiempo precioso a base de perder en un juego que no practicaba desde los diez años.
—Uno. Dos. Tres… —grito, siempre el jugador limpio y honrado.
¿Cómo es posible? ¿Cómo puede Dexter el Demonio sentir el peso de esa luna y no chapotear entre vísceras, arrebatando pedazo a pedazo la vida de alguien que necesita con toda urgencia sentir el filo del afilado juicio de Dexter? ¿Cómo es posible que en esta clase de noche el Frío Vengador se niegue a sacar a dar una vuelta al Oscuro Pasajero?
—Cuatro. Cinco. Seis.
Harry, mi sabio padre adoptivo, me había enseñado el delicado equilibrio entre la Necesidad y el Cuchillo. Había adoptado a un niño en quien veía la necesidad imparable de matar (algo que no era posible cambiar), y Harry le había transformado en un hombre que sólo mataba asesinos. Dexter, el antisabueso, que se escondía tras un rostro de apariencia humana y seguía la pista de los asesinos en serie verdaderamente malvados que mataban sin ceñirse a un código. Y yo habría sido uno de ellos, de no ser por el Plan de Harry. Hay mucha gente que lo merece, Dexter, había dicho mi maravilloso padre adoptivo policía.
—Siete. Ocho. Nueve.
Me había enseñado a descubrir a esos compañeros de juegos tan especiales, a estar seguro de que merecían la visita social mía y de mi Oscuro Pasajero. Y mejor todavía, me había enseñado a salir impune, como sólo un poli podía enseñarlo. Me había ayudado a construir un plausible remedo de vida, y metido en mi dura cabeza que debía adaptarme, siempre, ser normal en todas las cosas.
Así que había aprendido a vestirme con elegancia, a sonreír y a lavarme los dientes. Me había convertido en una falsificación humana perfecta, decía las cosas estúpidas y absurdas que los humanos no paran de repetir durante todo el día. Nadie sospechaba lo que ocultaba mi perfecta sonrisa de imitación. Nadie excepto mi hermanastra, Deborah, por supuesto, pero estaba empezando a aceptar mi verdadera personalidad. Al fin y al cabo, habría podido ser mucho peor. Podría haber sido un monstruo demente y perverso que mataba y mataba y dejaba tras de mí montañas de carne putrefacta. En cambio, yo estaba en el bando de la verdad, la justicia y el estilo de vida americano. Pese a todo un monstruo, por supuesto, pero llevaba a cabo una limpieza ejemplar a continuación, y era NUESTRO monstruo, vestido de virtud sintética cien por cien, roja, blanca y azul. Y en esas noches en que la luna habla en voz alta voy a buscar a los otros, los que acosan a los inocentes y no se ciñen a las normas, y los hago desaparecer en pequeños pedazos cuidadosamente envueltos.
Esta elegante fórmula había funcionado bien durante años de feliz inhumanidad. Entre cita y cita, mantenía mi estilo de vida normal desde un apartamento de lo más normal. Nunca llegaba tarde al trabajo, hacía las bromas de rigor con los colegas y era útil y discreto en todas las cosas, tal como Harry me había enseñado. Mi vida como androide era pulcra, equilibrada, y poseía un valor social redentor auténtico.
Hasta ahora. Hace una noche perfecta y, por lo que sea, estoy jugando al escondite con una pandilla de crios, en lugar de estar jugando a Cortar y Rebanar con un amigo escogido con primor. Y dentro de un rato, cuando termine el juego, acompañaré a Cody y Astor a casa de su madre, Rita, y ella me traerá una lata de cerveza, acostará a los niños y se sentará a mi lado en el sofá.
¿Cómo era posible? ¿El Oscuro Pasajero se iba a jubilar antes de tiempo? ¿Se había ablandado Dexter? ¿Había doblado la esquina de un pasillo largo y oscuro y salido por donde no debía convertido en Dexter el Hogareño? ¿Volvería a colocar esa única gota de sangre en la placa de cristal, como siempre hacía, el trofeo cobrado de la cacería?
—¡Diez! ¡Preparados o no, allá voy!
Sí, ya lo creo. Allá iba.
Pero ¿hacia qué?
Empezó, por supuesto, con el sargento Doakes. Todos los superhéroes han de tener un archienemigo, y él era el mío. Yo no le había hecho absolutamente nada, pero él había decidido acosarme, apartarme de mi buena obra. A mí y a mi sombra. Y lo más irónico: a mí, un esforzado analista de muestras de sangre de la misma fuerza de policía que le daba empleo a éclass="underline" estábamos en el mismo equipo. ¿Era justo que me persiguiera así, sólo porque de vez en cuando me buscaba un pluriempleo?
Conocía al sargento Doakes mucho mejor de lo que yo deseaba, mucho más de lo que daba de sí nuestra relación profesional. Me había impuesto la tarea de investigarle por un sencillo motivo: nunca le había caído bien, a pesar de que me enorgullezco de ser encantador y afable, con auténtica clase. Pero daba la impresión de que Doakes sabía que todo era pura fachada. Toda mi elaborada cordialidad rebotaba en él como insectos en un parabrisas.