—Buenos días, guapo —dijo una voz procedente más o menos de mis pies. Volví la cabeza y vi a Rita delante de la cama, mirándome con una sonrisa de felicidad.
—Urg —dije, con una voz que sonó como el graznido de un sapo y torturó mi cabeza todavía más, pero al parecer era un tipo de dolor divertido, porque la sonrisa de Rita se ensanchó.
—Eso pensaba yo —dijo—. Te traeré una aspirina. —Se inclinó hacia adelante y masajeó mi pierna—. Mmmm —dijo, y luego dio media vuelta y desapareció en el cuarto de baño.
Me incorporé. Puede que fuera un error de estrategia, porque el dolor de cabeza se intensificó. Cerré los ojos, respiré hondo y esperé mi aspirina.
Iba a costarme un poco acostumbrarme a esta vida normal.
Pero lo curioso es que no fue así. Descubrí que, si me limitaba a una o dos cervezas, podía relajarme lo suficiente para fundirme con la funda del sofá. Por eso, varias noches a la semana, siempre con el fiel sargento Doakes en el retrovisor, me dejaba caer por casa de Rita después del trabajo, jugaba con Cody y Astor, y me sentaba con Rita después de que acostara a los niños. A eso de las diez me dirigía hacia la puerta. Rita parecía esperar un beso cuando me iba, de modo que me las arreglaba para besarla en la puerta abierta, con el fin de que Doakes pudiera verme. Utilizaba toda la técnica que había recopilado de las muchas películas vistas, y Rita respondía de buena gana.
Me gusta la rutina, y me adapté a esta nueva hasta el punto de que casi empecé a creérmela. Era tan aburrida que conseguía dormir a mi verdadero yo. Desde muy lejos, en el asiento trasero del rincón más oscuro de Dexterlandia, podía oír roncar suavemente al Oscuro Pasajero, lo cual era un poco aterrador y logró que me sintiera una pizca solo por primera vez. Pero mantuve el rumbo, y convertí en un pequeño juego mis visitas a Rita para ver hasta dónde podía llegar, a sabiendas de que Doakes estaba vigilando y, con suerte, quizás empezara a dudar. Llevaba flores, caramelos y pizzas. Besaba a Rita con más descaro, en el marco de la puerta abierta, para que Doakes lo viera bien. Sabía que era una exhibición ridícula, pero era la única arma con la que contaba.
Doakes me siguió durante días interminables. Sus apariciones eran impredecibles, lo cual le convertía en alguien más amenazador todavía. Nunca sabía dónde o cuándo aparecería, y eso me producía la sensación de que siempre estaba presente. Si iba a la verdulería, Doakes estaba esperando al lado del brócoli. Si salía en bicicleta a Old Cutler Road, en algún momento del paseo veía el Taurus marrón aparcado bajo un baniano. Podía pasar un día sin que viera a Doakes, pero yo le sentía cerca, dando vueltas en la dirección del viento y esperando, y no me atrevía a confiar en que se hubiera rendido. Si no le veía, estaba escondido o aguardando el momento de hacer otra aparición sorpresa.
Me vi obligado a ser Dexter el Diurno a tiempo completo, como un actor atrapado en una película, consciente de que el mundo real está al otro lado de la pantalla, pero tan inalcanzable como la luna. Y como la luna, la idea de Reiker tironeaba de mí. La idea de Reiker siguiendo su vida carente de preocupaciones con aquellas absurdas botas rojas era casi más de lo que podía aguantar.
Sabía que Doakes no podía continuar con esto indefinidamente, claro está. Al fin y al cabo, recibía una buena paga de los habitantes de Miami por llevar a cabo un trabajo, y de vez en cuando tenía que hacerlo. No obstante, Doakes comprendía la marea alta interior que me azotaba, y sabía que, si mantenía la presión el tiempo suficientes, el disfraz se caería, TENÍA que caerse, porque los fríos susurros procedentes del asiento trasero eran cada vez más perentorios.
De modo que nos sosteníamos en equilibrio sobre el filo de una navaja que, por desgracia, sólo era metafórica. Tarde o temprano, tenía que ser yo, pero hasta entonces vería muchísimo a Rita. No le llegaba a la suela de los zapatos a mi viejo amor, el Oscuro Pasajero, pero yo necesitaba mi identidad secreta, y hasta que escapara de Doakes, Rita era mi capa, mis mallas rojas, mi cinturón de utilería, casi todo el disfraz.
Muy bien: me sentaría en el sofá, lata de cerveza en ristre, vería Supervivientes y pensaría en una interesante variación del juego, que nunca llegaría a la pantalla. Si añadís a Dexter a los náufragos e interpretáis el título un poco más literalmente…
No todo era deprimente, triste y desdichado. Varias veces a la semana jugaba al escondite con Cody, Astor y los demás seres salvajes del barrio, lo cual nos devuelve a donde empezamos: Dexter el Desarbolado, incapaz de gobernar su vida normal, anclado a una pandilla de crios. Y las noches que llovía, nos quedábamos dentro, alrededor de la mesa del comedor, mientras Rita se atareaba con la lavadora, lavaba los platos y perfeccionaba la dicha doméstica de su nidito.
Hay pocos juegos de mesa que se puedan jugar con niños de tan tierna edad y espíritu herido como Cody y Astor. La mayoría les resultaban carentes de interés o incomprensibles, y demasiados juegos de cartas parecían requerir una ingenuidad desenfadada que ni siquiera yo era capaz de fingir de manera convincente. Al final, acertamos con el ahorcado. Era educativo, creativo y levemente homicida, lo cual hizo feliz a todo el mundo, incluida Rita.
Si me hubierais preguntado antes de Doakes si la vida de ahorcado y cerveza Miller era mi ideal, me habría visto obligado a confesar que Dexter era algo más oscuro, pero a medida que se acumulaban los días y me introducía más en la realidad de mi disfraz, tuve que preguntarme: ¿me estaba gustando la vida del señor Inquilino Suburbano un poco demasiado?
De todos modos, era muy consolador ver el celo depredador que Cody y Astor empleaban a veces con algo tan inofensivo como el ahorcado. Su entusiasmo por colgar las figurillas me producía la sensación de que todos formábamos parte de la misma especie general. Cuando mataban alegremente a sus anónimos ahorcados, sentía cierto parentesco.
Astor aprendió pronto a dibujar las horcas y las rayas para las palabras. Era mucho más verbal al respecto, por supuesto. «Siete letras», decía, y después se pellizcaba el labio superior y añadía, «Espera. Seis». Cuando Cody y yo nos equivocábamos al adivinar, pegaba un bote y gritaba, «¡Un BRAZO! ¡Ja!» Cody la miraba impertérrito, y después bajaba la vista hacia la pequeña figura que colgaba de su lazo. Cuando era su turno y nos equivocábamos, decía con su voz suave, «Pierna», y nos miraba con una expresión que casi habría podido ser de triunfo en alguien que demostrara emociones. Y cuando la línea de rayas que había debajo de las horcas se llenaba por fin con la palabra, ambos miraban al ahorcado con satisfacción, y Cody llegó a decir una o dos veces, «muerto», antes de que Astor se pusiera a dar saltitos y dijera, «¡Otra vez, Dexter! ¡Mi turno!»
Todo muy idílico. Nuestra familia perfecta compuesta por Rita, los niños y Monstruo hacen cuatro. Pero por más monigotes que ejecutáramos, no conseguía sacudirme de encima la preocupación de que el tiempo se estaba marchando por el desagüe a toda prisa y de pronto sería un anciano canoso, demasiado débil para levantar un cuchillo de trinchar, que recorrería tambaleante mis días horriblemente vulgares, acosado por un anciano sargento Doakes y la sensación de haber perdido una oportunidad.
Mientras no se me ocurriera una salida, yo estaría con la soga al cuello, tan seguro como los monigotes de Cody y Astor. Muy deprimente, y me avergüenza admitir que casi perdí la esperanza, cosa que nunca habría hecho de haber recordado algo importante.
Estábamos en Miami.
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