Pues claro que no podía durar. Tendría que haber sabido que una situación tan anormal debía terminar, plegarse al orden natural de las cosas. Al fin y al cabo, yo vivía en una ciudad en que el caos era como la luz del sol, siempre detrás de la siguiente nube. Tres semanas después de mi primer e inquietante encuentro con el sargento Doakes, las nubes se abrieron por fin.
En realidad, fue un golpe de suerte, no tanto el piano en el que había depositado mis esperanzas como una feliz coincidencia. Estaba comiendo con mi hermana, Deborah. Perdonen, tendría que haber dicho la SARGENTO Deborah. Al igual que su padre, Harry, Debs era poli. Debido al feliz desenlace de los recientes acontecimientos, había sido ascendida, liberada del disfraz de prostituta que se había visto obligada a exhibir al ser destinada a la brigada antivicio, apartada de la esquina por fin y recompensada con sus galones de sargento.
Eso tendría que haberla hecho feliz. Al fin y al cabo, era lo que ella creía desear, poner fin a su indumentaria de puta. Cualquier agente joven y razonablemente atractiva destinada a la brigada antivicio se encontraría tarde o temprano en una operación relacionada con la prostitución, y Deborah era muy atractiva. Sin embargo, su exuberante figura y aspecto saludable sólo habían conseguido avergonzar a mi pobre hermanita. Detestaba vestir cualquier cosa que insinuara sus encantos físicos, y hacer la calle con minishorts y bustier elástico había significado una tortura para ella. Había corrido el peligro de desarrollar arrugas permanentes en su frente.
Como soy un monstruo inhumano, tiendo a ser lógico, y había pensado que su nuevo destino daría fin a su martirio como Nuestra Señora del Perpetuo Malhumor. Ay, incluso su traslado a Homicidios no había logrado que una sonrisa floreciera en su rostro. En algún momento, había decidido que los agentes de la ley serios debían moldear sus caras hasta que parecieran grandes peces mezquinos, y aún se estaba esforzando en lograrlo.
Habíamos ido a comer juntos en su nuevo coche de la flota policial, otro de los beneficios extra de su ascenso que habría debido aportar un pequeño rayo de luz a su vida. No lo parecía. Me pregunté si debería estar preocupado por ella. La miré mientras me acomodaba en un reservado del café Relámpago, nuestro restaurante cubano favorito. Transmitió su emplazamiento y rango, y se sentó frente a mí con el ceño fruncido.
—Bien, sargento Mero —dije, mientras recogíamos nuestras cartas.
—¿Te parece eso divertido, Dexter?
—Sí —dije—. Muy divertido. Y también un poco triste. Como la propia vida. Sobre todo tu vida, Deborah.
—Que te den por el culo, Charlie —dijo—. Mi vida va bien.
Y para demostrarlo, pidió un bocadillo medianoche, el mejor de Miami, y un batido de mamey, hecho a partir de una fruta tropical única en su género que sabe como una combinación de melocotón y sandía.
Mi vida iba tan bien como la suya, de manera que pedí lo mismo. Como somos clientes habituales, casi de toda la vida, el camarero envejecido y sin afeitar nos arrebató las cartas con un careto que habría podido ser el modelo del de Deborah, y salió disparado hacia la cocina como Godzilla camino de Tokio.
—Todo el mundo es tan alegre y feliz —comenté.
—Esto no es Mister Rogers’s Neighborhood, Dex. Esto es Miami. Sólo los malos son felices. —Me miró sin expresión, una perfecta mirada de poli—. ¿Cómo es que no te veo cantar y reír?
—Eres cruel, Deb. Muy cruel. Hace meses que soy bueno.
Tomó un sorbo de agua.
—Aja. Y te está enloqueciendo.
—Mucho peor todavía —dije con un estremecimiento—. Creo que me estoy volviendo normal.
—No me vas a engañar —dijo.
—Triste pero cierto. Me he convertido en un teleadicto. —Vacilé, y luego se lo solté. Al fin y al cabo, si un chico no puede compartir sus problemas con la familia, ¿en quién puede confiar?—. Es el sargento Doakes.
Ella asintió.
—Está loco por ti —dijo—. Será mejor que te mantengas alejado de él.
—Me encantaría —contesté—, pero es ÉL quien no se aleja de MÍ.
Su mirada de poli se hizo más dura.
—¿Qué piensas hacer al respecto?
Abrí la boca para negar todas las cosas en que había estado pensando, pero por suerte para mi alma inmortal, antes de que pudiera mentir nos interrumpió el sonido de la radio de Deb. Ladeó la cabeza, tomó la radio y dijo que ya iba.
—Vámonos —dijo con brusquedad, y se encaminó hacia la puerta. Yo la seguí obediente, y sólo me detuve para tirar algo de dinero sobre la mesa.
Deborah ya estaba dando marcha atrás al coche cuando yo salí de Relámpago. Corrí y me lancé hacia la puerta. Ya estaba saliendo del aparcamiento antes de que yo hubiera metido los dos pies dentro.
—La verdad, Deb —dije—, casi pierdo un zapato. ¿A qué vienen tantas prisas?
Deborah frunció el ceño y aceleró aprovechando un hueco en el tráfico que sólo un conductor de Miami hubiera intentado.
—No lo sé —dijo, y conectó la sirena.
Parpadeé y alcé la voz para hacerme oír.
—¿El operador no te lo dijo?
—¿Has oído alguna vez tartamudear al operador, Dexter?
—Pues no, Deb. ¿Éste lo hizo?
Deb adelantó a un autobús escolar y tomó la 836.
—Sí —dijo. Dio un volantazo para esquivar a un BMW lleno de jovencitos, y todos le dedicaron gestos obscenos—. Creo que es un homicidio.
—Crees.
—Sí —contestó, y después se concentró en conducir y yo callé. Las altas velocidades me recuerdan mi mortalidad, sobre todo en las calles de Miami. En cuanto al caso del Operador Tartamudeante… Bien, la sargento Nancy Drew[2] y yo pronto lo averiguaríamos, en particular a esta velocidad, y un poco de emoción siempre era bienvenido.
Al cabo de pocos minutos, Deb consiguió llegar a las cercanías de Orange Bowl sin causar pérdidas importantes de vidas, salimos de la carretera elevada y dimos unos rápidos giros hasta frenar junto al bordillo de una pequeña casa de la calle 4 N.W. La calle estaba flanqueada de casas similares, todas pequeñas y muy pegadas entre sí, y todas con su propio muro o valla de tela metálica. Muchas eran de alegres colores y tenían patios pavimentados.
Ya había dos coches patrulla parados delante de la casa, con las luces parpadeando. Un par de policías uniformados estaban acordonando con cinta amarilla el perímetro de acceso del lugar, y cuando bajamos, vimos a un tercer poli sentado en el asiento delantero de uno de los coches, con la cabeza apoyada sobre las manos. En el porche de la casa había un cuarto policía, parado al lado de una anciana. El porche tenía dos pequeños peldaños, y la mujer fue a sentarse en el último. Daba la impresión de que lloraba y vomitaba alternativamente. Un perro estaba aullando cerca, la misma nota repetida una y otra vez.
Deborah caminó hacia el uniforme más próximo. Era un tipo cuadrado de edad madura, pelo oscuro, y la expresión de su cara delataba que él también tenía ganas de estar sentado en su coche con la cabeza apoyada sobre las manos.
—¿Qué tenemos? —le preguntó Deborah, al tiempo que exhibía su placa. El poli meneó la cabeza sin mirarnos.
—No volveré a entrar ahí aunque me cueste la pensión —espetó, y dio media vuelta, de forma que estuvo a punto de empotrarse contra un coche patrulla, y luego desenrrolló la cinta amarilla como si pudiera protegerle de lo que hubiera en la casa.
Deborah siguió al poli con la vista, y luego me miró. Con toda franqueza, no se me ocurrió nada útil o inteligente que decir, y por un momento nos quedamos mirándonos mutuamente. El viento agitó la cinta amarilla, y el perro siguió aullando, una especie de gritito tirolés que no contribuyó a aumentar mi afecto por la especie canina. Deborah meneó la cabeza.