—Alguien debería callar a ese puto perro —dijo, se agachó para pasar por debajo de la cinta amarilla y caminó hacia la casa. Yo la seguí. Al cabo de unos pasos me di cuenta de que los aullidos sonaban más cerca. El perro estaba en la casa, tal vez era el animal doméstico de la víctima. A los animales les suele sentar muy mal la muerte de su amo. Nos detuvimos en los peldaños y Deborah miró al poli. Leyó su nombre en la placa.
—Coronel. ¿Esta señora es un testigo?
El poli no nos miró.
—Sí —dijo—. La señora Medina. Ella llamó.
La anciana se dobló en dos, presa de las náuseas.
Deborah frunció el ceño.
—¿Qué le pasa a ese perro? —preguntó.
Coronel emitió un sonido a medio camino entre una carcajada y un ladrido estrangulado. No había la menor expresión en su cara.
—Véalo usted misma —dijo, y desvió los ojos de nuevo. Deborah pensó que iba a decir algo, pero cambió de opinión. Me miró y se encogió de hombros.
—Será mejor que echemos un vistazo —dije, con la esperanza de no haber parecido demasiado ansioso. Lo cierto es que me moría de ganas de ver qué había conseguido crear esta reacción en unos policías de Miami. El sargento Doakes podía impedir que hiciera de las mías, pero no que admirara la creatividad de otro. Al fin y al cabo, era mi trabajo. ¿Acaso no nos debe gustar nuestro trabajo?
Por su parte, Deborah mostraba una reticencia muy poco usual. Miró hacia el coche patrulla donde el policía continuaba sentado inmóvil, con la cabeza sepultada en las manos. Después, desvió la vista hacia Coronel y la vieja, y luego hacia la puerta de la pequeña casa. Respiró hondo, expulsó el aire con fuerza y dijo: —Muy bien. Vamos a echar un vistazo. Pero no se movió, de modo que me adelanté y empujé la puerta con decisión.
La habitación delantera estaba a oscuras, con las cortinas y las persianas corridas. Sólo había una butaca, que parecía salida de una tienda de segunda mano. La funda estaba tan sucia que era imposible saber de qué color era. La butaca estaba situada ante un pequeño televisor, que descansaba sobre una mesa plegable. Por lo demás, la habitación estaba vacía.
Se filtraba un poco de luz por la puerta que había enfrente de la puerta principal, y daba la impresión de que ahí era donde el perro estaba aullando, de modo que me encaminé en esa dirección, hacia la parte posterior de la casa.
No les caigo bien a los animales, lo cual demuestra que son más listos de lo que pensamos. Parecen intuir lo que soy, cosa que desaprueban, y expresan con frecuencia su opinión de una manera muy directa. Por consiguiente me sentía un poco reacio a acercarme a un perro que ya estaba bastante alterado. No obstante, atravesé la puerta poco a poco y canturreé esperanzado, «¡Perrito bonito!» En realidad, no sonaba como un perrito bonito, sino como un pitbull que padeciera una lesión cerebral y la rabia por añadidura. Sin embargo, siempre intento poner al mal tiempo buena cara, incluso con nuestros amigos caninos. Con una especie de expresión de amante de los animales en la cara, avancé hacia la puerta batiente que debía ser la cocina.
Cuando toqué la puerta, oí un inquieto y suave susurro procedente del Oscuro Pasajero y me detuve. ¿Qué?, pregunté, pero no hubo respuesta. Cerré los ojos un segundo, pero la página estaba en blanco. Ningún mensaje secreto destelló detrás de mis párpados. Me encogí de hombros, empujé la puerta y entré en la cocina.
La mitad superior estaba pintada de un amarillo descolorido y pegajoso, y la inferior estaba revestida de viejas baldosas blancas con rayas azules. Había una pequeña nevera en una esquina y un hornillo sobre la encimera. Un insecto corrió sobre la encimera y se refugió detrás de la nevera. Habían clavado una tabla de contrachapado sobre la única ventana de la cocina, y una sola bombilla de escasa potencia colgaba del techo.
Bajo la bombilla había una mesa grande y pesada, antigua, de patas cuadradas y con una cubierta de porcelana fina blanca. Un espejo de buen tamaño colgaba de la pared en un ángulo que permitía reflejar todo cuanto hubiera sobre la mesa. Y en ese reflejo, en mitad de la mesa, había un… umm…
Bien. Supongo que había empezado la vida como una especie de ser humano, muy probablemente varón e hispano. Muy difícil de precisar en su actual estado que, admito, me dejó algo asombrado. De todos modos, a pesar de la sorpresa, tuve que admirar la meticulosidad del trabajo, y la pulcritud. Le habría causado envidia a un cirujano, aunque parece probable que muy pocos cirujanos habrían sido capaces de justificar este tipo de trabajo ante sus superiores.
Por ejemplo, nunca se me habría ocurrido cortar los párpados y los labios así, y aunque me enorgullezco de mi pulcro trabajo, nunca habría podido hacerlo de esta manera sin dañar los ojos, que en este caso se paseaban locamente de un lado a otro, incapaces de cerrarse e incluso de parpadear, siempre de vuelta hacia aquel espejo. Una corazonada, pero intuí que habían dejado los párpados para el final, mucho después de que la nariz y las orejas hubieran sido mutiladas con tanta pulcritud. No pude decidir, sin embargo, si habría hecho eso antes o después de los brazos, las piernas, los genitales, etc. Una serie de elecciones difíciles, pero a juzgar por el aspecto del acabado, todo se había hecho con precisión, incluso expertamente, por alguien que tenía mucha práctica. Para que luego hablen de la cirugía estética: esto sí que era cirugía. No había hemorragia, ni siquiera en la boca, de la que se habían cortado los labios y la lengua. Incluso los dientes habían sido extraídos. Era forzoso admirar esa meticulosidad asombrosa. Todos los cortes se habían suturado de manera profesional. Un vendaje blanco se había aplicado a cada hombro, de los que antes había colgado un brazo, y el resto de los cortes ya habían cicatrizado, tal como uno desearía encontrar en el mejor de los hospitales.
Habían rebanado todo cuanto colgaba del cuerpo. No quedaba nada más que una cabeza desnuda y sin rasgos distintivos sujeta a un cuerpo sin aditamentos. No podía imaginar cómo era posible hacer esto sin matar al paciente, y no entendía el motivo del trabajo. Revelaba una crueldad que llevaba a uno a preguntarse si el universo era una idea tan buena. Perdonad si esto suena un poco hipócrita, procedente de Dexter el Matarife, pero sé muy bien lo que soy y no tiene nada que ver con esto. Hago lo que el Oscuro Pasajero considera necesario, a alguien que lo merece de verdad, y siempre acaba con la muerte, lo cual la cosa que había sobre la mesa consideraría, sin duda, una bendición.
Pero esto… Hacer esto con tanta paciencia y cuidado, y dejarlo vivo delante de un espejo… Experimenté cierta sensación de asombro sombrío, como si por primera vez mi Oscuro Pasajero se sintiera un poco insignificante.
La cosa de la mesa no pareció reparar en mi presencia. Continuó emitiendo aquel sonido de perro demente, sin cesar, la misma horrible nota temblorosa una y otra vez.
Oí que Deb se paraba detrás de mí.
—Oh, Jesús —dijo—. Oh, Dios… ¿Qué es esto?
—No lo sé —dije—. Pero al menos no es un perro.
8
Se produjo una silenciosa corriente de aire, me volví y vi que el sargento Doakes había llegado. Paseó la vista alrededor de la cocina, y después sus ojos se posaron en la mesa. Admito que sentía curiosidad por saber cuál sería su reacción ante algo tan radical, y valió la pena esperar. Cuando Doakes vio el objeto central de la mesa, clavó los ojos en él y se quedó tan inmóvil que habría podido pasar por una estatua. Al cabo de un largo momento, avanzó hacia la mesa, poco a poco, como si le tiraran de una cuerda. Pasó a nuestro lado sin reparar en nuestra presencia y se detuvo ante la mesa.