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Contempló la cosa durante varios segundos. Después, aún sin parpadear, introdujo la mano dentro de su chaqueta y sacó la pistola. Poco a poco, sin expresión, la apuntó entre los ojos sin párpados de la cosa que seguía aullando sobre la mesa. Amartilló la pistola.

—Doakes —dijo Deborah, con una voz similar a un graznido, y carraspeó para intentarlo de nuevo—. ¡Doakes!

Doakes no contestó ni apartó la vista, pero tampoco apretó el gatillo, lo cual me pareció una pena. Al fin y al cabo, ¿qué íbamos a hacer con esa cosa? No iba a decirnos quién le había hecho eso. Tenía la sensación de que sus días como miembro útil de nuestra sociedad habían llegado a su fin. ¿Por qué no dejar que Doakes pusiera fin a su desdicha? Después, Deb y yo nos veríamos obligados a informar de mala gana de lo que Doakes había hecho, sería despedido y hasta encarcelado, y mis problemas habrían terminado. Parecía una solución excelente, pero Deborah no accedería a ello. Puede ser tan puñetera y quisquillosa en algunos momentos…

—Guarda tu arma, Doakes —dijo, y aunque el sargento siguió inmóvil, volvió la cabeza para mirarla.

—Lo único que se puede hacer —dijo—. Créeme.

Deborah meneó la cabeza.

—Sabes que no puedes —dijo.

Se miraron un momento, y después los ojos de Doakes se posaron en mí. Me costó muchísimo sostener su mirada sin soltar algo como, «Oh, qué demonios. ¡Adelante!» Pero lo conseguí, y Doakes apuntó la pistola al aire. Volvió a mirar la cosa, meneó la cabeza y guardó el arma.

—Mierda —dijo—. Tendrías que haberme dejado.

Dio media vuelta y salió a toda prisa de la cocina.

Durante los siguientes minutos la cocina se fue llenando de gente que intentaba con desesperación no mirar mientras trabajaba. Camilla Figg, una técnica de laboratorio corpulenta y de pelo corto cuya expresividad parecía limitarse a enrojecer o mirar fijamente, lloraba en silencio mientras espolvoreaba los muebles en busca de huellas dactilares. Ángel Batista, o Ángel nada-que-ver, como le llamábamos nosotros, puesto que se presentaba de esa forma, palideció y apretó las mandíbulas, pero se quedó en la habitación. Vince Masuoka, un colega que, por lo general, se comportaba como si sólo fingiera ser humano, temblaba tanto que tuvo que salir y sentarse en el porche.

Empecé a preguntarme si yo también debería fingir que estaba horrorizado, sólo para no llamar demasiado la atención. Tal vez debería salir y sentarme al lado de Vince. ¿De qué hablaba uno en tales ocasiones? ¿De béisbol? ¿Del tiempo? De la cosa de la que estábamos huyendo no, desde luego…, y no obstante, descubrí sorprendido que no me importaba en absoluto hablar de ello. En verdad, la cosa empezaba a despertar un moderado interés en Cierto Miembro Interior. Yo siempre me había esforzado tanto en no llamar la atención, y aquí teníamos a alguien que estaba haciendo justo lo contrario. Este monstruo estaba dando una exhibición por algún motivo, y puede que se debiera tan sólo a un espíritu competitivo perfectamente natural, pero me parecía un poco irritante, al tiempo que me despertaba deseos de saber más. Nunca me había topado con alguien como el autor de esto. ¿Debía incluir en mi lista a este depredador anónimo? ¿O fingir que estaba horrorizado y salir a sentarme en el porche?

Mientras meditaba sobre esta difícil decisión, el sargento Doakes pasó a mi lado de nuevo, sin apenas detenerse para mirarme, y recordé que por su culpa no había dispuesto de la posibilidad de trabajar en mi lista de momento. Era un poco desconcertante, pero logró que la decisión fuera algo más fácil. Empecé a componer una expresión facial adecuadamente desencajada, pero no llegué más allá de enarcar las cejas. Entraron corriendo dos paramédicos, dándose aires de importancia, y pararon en seco cuando vieron a la víctima. Uno de ellos salió disparado al instante de la cocina. El otro, una joven negra, se volvió hacia mí y dijo:

—¿Qué coño se supone que hemos de hacer?

Después, también se puso a llorar.

Hay que admitir que tenía razón. La solución del sargento Doakes empezaba a parecer más práctica, incluso más elegante. No parecía muy sensato trasladar esta cosa sobre una camilla y sortear el tráfico de Miami para depositarla en un hospital. Como la joven había expresado con tanta elegancia, ¿qué coño se suponía que debían hacer? No obstante, estaba claro que alguien tenía que hacer algo. Si la dejábamos allí y seguíamos campando a nuestras anchas, alguien se quejaría al final de los polis que vomitaban en el patio, lo cual sería muy malo para la imagen del departamento.

Fue Deborah quien se encargó en última instancia de organizar las cosas. Convenció a los paramédicos de que sedaran a la víctima y se la llevaran, lo cual permitió que los técnicos de laboratorio, sorprendentemente tiquismiquis, entraran y se pusieran a trabajar. El silencio que reinó en la pequeña casa cuando los fármacos hicieron efecto en la cosa fue casi clamoroso. Los paramédicos taparon la cosa, la depositaron sobre la camilla sin que se cayera y se la llevaron.

Justo a tiempo. Cuando la ambulancia se alejaba del bordillo, las camionetas de la prensa empezaron a llegar. En cierto modo, fue una pena. Me habría encantado presenciar la reacción de uno o dos de los reporteros, de Rick Sangre en particular. Había acuñado la expresión «Si sangra, canta», y yo jamás le había visto expresar dolor ni horror, excepto delante de las cámaras o si se le desarreglaba el pelo. Pero iba a ser que no. Cuando el cámara de Rick estuvo preparado para grabar, no había otra cosa que ver que la casita rodeada por la cinta amarilla y un puñado de polis con la mandíbula apretada, que no habrían tenido mucho que decir a Sangre en un buen día, y hoy era muy probable que ni siquiera le saludaran.

Yo no tenía mucho que hacer. Había ido en el coche de Deborah, y por eso no llevaba mi maletín, y en cualquier caso no había manchas de sangre visibles. Como era mi especialidad, pensé que debía encontrar algo y ser útil, pero nuestro amigo cirujano había sido cauteloso en extremo. Sólo para asegurarme, registré el resto de la casa, que no daba para mucho. Había un pequeño dormitorio, un cuarto de baño aún más diminuto, y un armario. Todos parecían vacíos, salvo por un colchón desnudo y estropeado que había en el suelo del dormitorio. También parecía de segunda mano, como la butaca de la sala de estar, y lo habían aplanado como un filete cubano. No había más muebles ni utensilios, ni siquiera una cuchara de plástico.

Lo único que manifestaba un levísimo asomo de personalidad era algo que Ángel nada-que-ver encontró debajo de la mesa cuando terminé mi veloz inspección de la casa.

Hola —dijo, y recogió un trocito de papel del suelo con sus pinzas.

Me acerqué para verlo. El esfuerzo casi no valió la pena. Era una hojita de papel blanco, rasgada un poco por la parte superior, de la que faltaba un pequeño rectángulo. Miré por encima de la cabeza de Ángel y, en un costado de la mesa estaba el rectángulo desaparecido, sujeto a la mesa con un poco de celo. —Mira —dije, y Ángel obedeció. —Aja —dijo.

Mientras examinaba el celo con atención (el celo conserva estupendamente las huellas dactilares), dejó el papel en el suelo y yo me agaché para echarle un vistazo. Había algunas letras escritas con mano insegura. Me incliné más para leerlas: LEALTAD.

—¿Lealtad? —dije.

—Claro. ¿No es una virtud importante?

—Pregúntale a él —contesté, y Ángel se estremeció con tal violencia que casi dejó caer las pinzas.

Me cago en diez con esa mierda —dijo, y buscó una bolsa de plástico para guardar el papel. No parecía que valiera la pena mirar, y la verdad es que no había nada más que hacer, así que me dirigí hacia la puerta.

No soy un investigador profesional, desde luego, pero debido a mi oscuro pasatiempo poseo cierta intuición sobre otros delitos que parecen proceder del mismo vecindario. Éste, no obstante, sobrepasaba todo cuanto había visto o imaginado en mi vida. No había la menor pista que apuntara hacia la personalidad o la motivación, y estaba casi tan intrigado como irritado. ¿Qué clase de depredador dejaría la carne tirada por ahí, y todavía palpitante?