Salí al porche. Doakes estaba reunido con el capitán Matthews, le estaba diciendo algo que parecía preocupar al capitán. Deborah estaba acuclillada junto a la anciana y hablaba en voz baja con ella. Noté que se levantaba la brisa, la brisa que precede a la tormenta de la tarde, y cuando levanté la vista cayeron las primeras gotas sobre la acera. Sangre, que se hallaba ante la cinta, agitando el micrófono, y trataba de llamar la atención del capitán Matthews, también miró las nubes y, cuando retumbó el primer trueno, arrojó el micrófono a su realizador y se metió en la camioneta.
Mi estómago también retumbaba, y recordé que, con tantos nervios, no había comido. No podía ser. Necesitaba conservar todas mis energías. Mi metabolismo acelerado necesitaba una atención constante: nada de dietas para Dexter. Pero dependía de Deborah para irme, y tenía la sensación, una simple corazonada, de que no le haría gracia en este momento que le mentara la comida. La miré de nuevo. Estaba acunando a la viejecita, la señora Medina, que al parecer había parado de vomitar y se concentraba en sollozar.
Suspiré y caminé hacia el coche bajo la lluvia. No me importaba mojarme. Daba la impresión de que iba a tardar mucho en secarme.
Fue una espera muy larga, más de dos horas. Estuve sentado en el coche y escuchando la radio, mientras intentaba imaginar, bocado a bocado, la sensación de comer un bocadillo medianoche: el chasquido de la corteza del pan, tan crujiente y caliente que te araña el interior de la boca cuando lo masticas. Después, el sabor de la mostaza, seguido del queso cremoso y la sal de la carne. Siguiente bocado: un pedazo de encurtido. Mastícalo bien. Deja que los sabores se mezclen. Traga. Toma un gran sorbo de Iron Beer (pronúnciese I-roan Bay-er, y es soda). Suspira. Puro placer. Me gusta comer más que otra cosa, salvo jugar con el Pasajero. Es un verdadero milagro de la genética que no esté gordo.
Estaba en mi tercer bocadillo imaginario, cuando Deborah volvió por fin al coche. Se deslizó en el asiento del conductor, cerró la puerta y permaneció inmóvil, con la vista clavada en el frente. Yo sabía que no era lo mejor que podía decir, pero no lo pude evitar.
—Pareces cansada, Deb. ¿Te apetece comer?
Negó con la cabeza, pero no dijo nada.
—Tal vez un buen bocadillo. O una ensalada de frutas, para darte un chute de azúcar en la sangre. Te sentirás mucho mejor.
Me miró, pero en su mirada no se leía ninguna promesa de comer en un futuro cercano.
—Por eso quería ser poli —dijo.
—¿Por la ensalada de frutas?
—Eso de ahí… —dijo, y volvió a mirar a través del parabrisas—. Quiero atrapar a ese…, lo que sea capaz de hacer eso a un ser humano. Tengo tantas ganas que hasta puedo saborearlo.
—¿Sabe a bocadillo, Deborah? Porque…
Golpeó con fuerza el volante, dos voces.
—Maldita sea —dijo—. ¡Maldita sea!
Suspiré. Estaba claro que iban a negar al pobre y sufrido Dexter su corteza de pan. Y todo porque a Deborah se le había aparecido un pedazo de carne temblorosa. Era algo terrible, por supuesto, y el mundo sería un lugar mucho mejor sin alguien capaz de hacer eso, pero ¿por ese motivo teníamos que saltarnos la comida? ¿No íbamos a necesitar todas nuestras fuerzas para cazar a ese tío? De todos modos, no parecía el mejor momento para indicar esto a Deborah, de modo que me limité a seguir callado, mientras veía la lluvia martillear contra el parabrisas, y devoraba el bocadillo imaginario número cuatro.
A la mañana siguiente, apenas me había instalado en mi pequeño cubículo de trabajo cuando el teléfono sonó.
—El capitán Matthews quiere ver a todo el mundo que estuvo ayer allí —dijo Deborah.
—Buenos días, hermanita. Bien, gracias, ¿y tú?
—Ahora mismo —añadió, y colgó.
El mundo de la policía está hecho de rutina, tanto oficial como extraoficial. Ése es uno de los motivos de que me guste mi trabajo. Siempre sé lo que va a pasar, y así tengo menos reacciones humanas que memorizar y más tarde fingir en el momento apropiado, menos posibilidades de que me pillen desprevenido y reaccione de manera que puedan dudar de mi pertenencia a la misma raza.
Por lo que yo sabía, el capitán Matthews nunca había convocado a «todo el mundo que estuvo allí». Incluso cuando un caso daba lugar a mucha publicidad, su política era controlar a la prensa y a quienes se encontraban por encima de él en la cadena de mando, con el fin de que el agente a cargo de la investigación controlara el caso. No se me ocurría ninguna razón para que violara este protocolo, incluso con un caso tan extraordinario como éste. Y sobre todo tan pronto. Apenas había transcurrido tiempo suficiente para que aprobara un comunicado de prensa.
Pero «ahora mismo» aún significaba ahora mismo, por lo que yo sabía, de modo que enfilé el pasillo hacia el despacho del capitán. Su secretaria, Gwen, una de las mujeres más eficientes de la historia, estaba sentada ante su escritorio. También era una de las más feas y serias, y casi no pude resistir la tentación de atormentarla.
—¡Gwendolyn! ¡Visión de radiante belleza! ¡Vuela conmigo hasta el laboratorio! —dije, cuando entré en el despacho.
Ella cabeceó en dirección a la puerta situada al fondo de la habitación.
—Están en la sala de conferencias —dijo, con expresión impenetrable.
—¿Significa eso que no?
Movió la cabeza un par de centímetros hacia la derecha.
—Esa puerta —dijo—. Están esperando.
Ya lo creo que sí. El capitán Matthews ocupaba la cabecera de la mesa con una taza de café y el ceño fruncido. Alrededor de la mesa se encontraban Deborah y Doakes, Vince Masuoka, Camilla Figg y los cuatro policías uniformados que habían estado delimitando el perímetro de acceso de la casita del horror cuando llegamos. Matthews me saludó con un cabeceo.
—¿Estamos todos?
Doakes dejó de fulminarme con la mirada y habló. —Los paramédicos.
Matthews negó con la cabeza.
—No es problema nuestro. Alguien hablará con ellos más tarde. —Carraspeó y bajó la vista, como si consultara un guión invisible—. Muy bien —dijo, y volvió a carraspear—. Desde las más altas instancias nos han prohibido intervenir en el, er, el acontecimiento que tuvo lugar ayer en, er, la calle 4 N.W. —Alzó la vista, y por un momento pensé que estaba impresionado—. Las más altas instancias —repitió—. Por consiguiente, se ordena a todos los presentes callar lo que hayan podido ver, oír o deducir en relación con este acontecimiento y su emplazamiento. Ningún comentario, en público o privado, de ningún tipo. —Miró a Doakes, que asintió, y después paseó la vista alrededor de la mesa—. Por lo tanto, um…
El capitán Matthews hizo una pausa y frunció el ceño cuando se dio cuenta de que no tenía ningún «por lo tanto» para nosotros. Por suerte para su reputación de tener mucha labia, la puerta se abrió. Todos nos volvimos a mirar.
Ocupaba el hueco de la puerta un hombre muy grande con un traje muy elegante. No llevaba corbata y los tres últimos botones de la camisa estaban desabrochados. Un anillo de diamante brillaba en el dedo meñique de su mano izquierda. Tenía el cabello ondulado y peinado con maestría artística. Aparentaba cuarenta y pico años, y el tiempo no había sido clemente con su nariz. Una cicatriz partía su ceja derecha, y otra corría por un lado de su barbilla, pero la impresión general era que le adornaban más que afeaban. Nos miró con una sonrisa alegre y unos ojos azules brillantes y vacíos. Se detuvo un momento en el umbral como para crear un efecto teatral, y luego miró hacia la cabecera de la mesa.