Siempre es agradable ver que las sinapsis se empalman de una forma capaz de informarte de que la opinión que tienes de ti mismo está justificada, al menos a veces. Pero en este caso en particular, existía la probabilidad de que estuviera en juego algo más que la autoestima de Dexter. Si Doakes tenía algo que ocultar, yo me encontraba un paso más cerca de volver a la acción.
Dexter el Apuesto es bueno en varias cosas, y algunas pueden practicarse en público bajo el amparo de la ley. Una de ellas es utilizar un ordenador para obtener información. Era una habilidad que había desarrollado para ayudarme a adquirir una certeza absoluta sobre nuevos amigos como MacGregor y Reiker. Aparte de evitarme el mal trago de despedazar a la persona equivocada, me gusta pasar por las narices de mis colegas de afición las pruebas de sus pasadas indiscreciones, antes de enviarles al país de los sueños. Los ordenadores e Internet son medios maravillosos de encontrar este material.
De modo que si Doakes tenía algo que ocultar, yo pensaba que podría descubrirlo, o al menos una pequeña pista que pudiera seguir hasta que todo su oscuro pasado empezara a desvelarse. Conociéndole como yo, estaba muy seguro de que sería sombrío, al estilo de Dexter. Y cuando descubriera ese algo… Tal vez era ingenuo por mi parte pensar que podría utilizar esa hipotética información para apartarle de mi caso, pero creía que existían bastantes probabilidades. No plantándole cara y exigiéndole que me dejara en paz, desistiera o lo que fuera, cosa que quizá no sería muy prudente con alguien como Doakes. Además, eso era chantaje, y me han dicho que es algo muy feo, pero la información es poder, y estaba convencido de que encontraría algún uso para lo que descubriera, una forma de dar a Doakes algo que pensar y que no implicara convertirse en la sombra de Dexter y reprimir su Cruzada Pro Decencia. Un hombre que descubre sus pantalones en llamas tiene muy poco tiempo para preocuparse por la caja de cerillas de otro.
Me fui muy contento del despacho del capitán, volví a mi pequeño cubículo al lado del laboratorio forense y puse manos a la obra.
Pocas horas más tarde había encontrado todo lo que podía encontrarse. Era sorprendente los pocos detalles que contenía el expediente del sargento Doakes. Los pocos que encontré me dejaron boquiabierto: ¡Doakes tenía nombre! Era Albert. ¿Alguien le había llamado alguna vez así? Impensable. Había supuesto que su nombre era Sargento. Y también había nacido, en Waycross, Georgia. ¿Acabarían alguna vez los prodigios? Había más, aún mejores. Antes de llegar al departamento, el sargento Doakes había sido… ¡el sargento Doakes! ¡En el ejército, las Fuerzas Especiales, nada menos! Imaginarse a Doakes con una de aquellas vistosas boinas verdes, desfilando al lado de John Wayne, era casi más de lo que podía imaginar sin prorrumpir en cánticos militares.
Constaban en el expediente varios reconocimientos y medallas, pero no encontré ninguna descripción de las acciones heroicas que le habían valido tales distinciones. De todos modos, me sentía mucho más patriota por sólo conocer al hombre. El resto de su historial estaba desprovisto casi por completo de detalles. Lo único que destacaba era un período de dieciocho meses de algo llamado «servicio desligado». Doakes había servido como consejero militar en El Salvador, volvió a casa, pasó un período de seis meses en el Pentágono, y después se instaló en nuestra afortunada ciudad. El departamento de policía de Miami se había sentido feliz de acoger al condecorado veterano y ofrecerle un empleo provechoso.
Pero El Salvador… Yo no era un apasionado de la historia, pero me parecía recordar que había sido algo así como una película de terror. Se habían producido manifestaciones de protesta en Brickell Avenue en aquel tiempo. No recordaba por qué, pero sabía cómo averiguarlo. Encendí mi ordenador de nuevo, me conecté con la Red y, madre mía, ya lo creo que lo averigüé. El Salvador, en la época de Doakes, había sido un verdadero circo de torturas, violaciones, asesinatos e insultos. Y nadie había pensado en invitarme.
Encontré un espantoso montón de información colgado por varios grupos de derechos humanos. Relataban cosas muy serias, espeluznantes, que habían ocurrido en aquel país. De todos modos, por lo que deduje, sus protestas no habían servido para nada. Al fin y al cabo, sólo eran derechos humanos. Debía ser terriblemente frustrante. Da la impresión de que PETA obtiene resultados mucho mejores. Estas pobres almas habían llevado a cabo su investigación, publicado sus resultados, en los que se detallaban violaciones, electrodos, picanas, junto con fotos, diagramas y los nombres de los repugnantes monstruos inhumanos que disfrutaban infligiendo estos sufrimientos a las masas. Y los repugnantes monstruos inhumanos en cuestión jubilados en el sur de Francia, mientras el resto del mundo boicoteaba restaurantes por maltratar pollos.
Me insufló muchas esperanzas. Si alguna vez me pillaban, quizá pudiera protestar por los productos lácteos y así me soltarían.
Los nombres y detalles históricos de El Salvador que encontré significaban muy poco para mí. Lo mismo que las organizaciones implicadas. Al parecer, se había convertido en uno de esas maravillosas batallas campales en que no había buenos de verdad, sólo pandillas de malos con los campesinos atrapados en medio. Sin embargo, Estados Unidos había apoyado de manera encubierta a uno de los bandos, pese al hecho de que esa pandilla parecía igualmente ansiosa por convertir en tapioca a pobres personas suspicaces. Y fue este bando el que llamó mi atención. Algo había cambiado la opinión a su favor, alguna terrible amenaza no especificada, algo en apariencia tan horroroso que dejó a la gente con nostalgia de las picanas en el recto.
Fuera lo que fuera, parecía coincidir con el período del servicio desligado del sargento Doakes.
Me recliné en mi desvencijada silla giratoria. Vaya, vaya, vaya, pensé. Qué coincidencia más interesante. Más o menos en la misma época teníamos a Doakes, espantosas torturas inhumanas e implicación encubierta de Estados Unidos, todo bien revuelto. Por supuesto, no existía la menor prueba de que estas tres cosas estuvieran relacionadas de alguna manera, ninguna razón para sospechar que existiera algún tipo de vínculo. Del mismo modo, yo estaba seguro de todo lo contrario. Porque veintipico años después todas se habían juntado para la reunión de Miami: Doakes, Chutsky y el autor de la cosa sobre la mesa. Daba la impresión de que algunas piezas estaban empezando a encajar.
Había encontrado mi pequeña pista. Si supiera cómo aprovecharla…
Cucú, Albert.
Poseer información es una cosa. Otra muy diferente es saber lo que significa y cómo utilizarla. Lo único que yo sabía era que Doakes había estado en aquel lugar cuando sucedían cosas malas. Era probable que no las hubiera hecho él, y en cualquier caso estaban bendecidas por el gobierno. De manera encubierta, por supuesto. Lo cual llevaba a uno a preguntarse cómo lo sabía todo el mundo.
Por otra parte, había alguien por ahí que quería mantener en secreto esto. Y de momento, ese alguien estaba representado por Chutsky, de quien iba a ser carabina mi querida hermana, Deborah. Si podía conseguir su ayuda, quizá podría arrancarle algunos detalles sobre Chutsky. Aún estaba por ver qué podría hacer yo, pero al menos podría empezar.