Sonaba demasiado fácil, y por supuesto lo era. Llamé a Deborah al instante, y me respondió el contestador automático. Probé su móvil y la misma historia. Durante el resto del día, Debs no estuvo en su oficina por favor deje un mensaje. Cuando la llamé a su casa aquella noche, igual. Y cuando colgué el teléfono y miré por la ventana de mi apartamento, el sargento Doakes estaba aparcado en su lugar favorito, al otro lado de la calle.
La media luna asomó tras unos jirones de nube y me murmuró algo, pero estaba malgastando su aliento. Por más que quisiera escaparme y vivir una aventura llamada Reiker, no podía, a causa de ese horroroso Taurus marrón aparcado allí como una conciencia de saldo. Di media vuelta y busqué algo para patear. Viernes noche, y no podía salir a pasear por las sombras con el Oscuro Pasajero. Y encima, tampoco podía localizar a mi hermana. La vida puede ser terrible a veces.
Paseé de un lado a otro de mi apartamento durante un rato, pero lo único que conseguí fue darme un golpe en un dedo del pie. Llamé a Deborah dos veces más, y no estaba en casa dos veces más. Miré por la ventana otra vez. La luna se había movido un poco. Doakes no.
Muy bien. Pasemos al plan B.
Media hora después estaba sentado en el sofá de Rita con una lata de cerveza en la mano. Doakes me había seguido, y yo debía suponer que estaba esperando al otro lado de la calle, en su coche. Esperé que disfrutara de ese rato tanto como yo, o sea, no mucho. ¿Era esto ser humano? ¿Era la gente tan miserable y descerebrada que anhelaba esto, pasar el viernes por la noche, un tiempo precioso robado a la esclavitud de ganarse un sueldo, sentado delante de un televisor con una lata de cerveza? Era increíblemente aburrido, y para mi horror, descubrí que me estaba acostumbrando a ello.
Maldito seas, Doakes. Me estás convirtiendo en normal.
—Eh, señor —dijo Rita, al tiempo que se acomodaba a mi lado y doblaba las piernas bajo el cuerpo—, estás muy calladito.
—Creo que estoy trabajando demasiado —dije—. Y disfrutando menos.
Ella guardó silencio un momento.
—Es por eso del tío que debiste soltar, ¿no? El tipo que era…, ¿el que mataba niños?
—En parte —contesté—. No me gusta dejar las cosas a medias.
Rita asintió, como si entendiera lo que estaba diciendo.
—Eso es muy… Quiero decir, ya veo que te tiene preocupado. Tal vez deberías…, no sé. ¿Qué sueles hacer para relajarte?
Pensar en decirle qué hacía para relajarme conjuró algunas imágenes curiosas, pero no pensaba que fuera una buena idea.
—Bien —dije en cambio—, me gusta salir a pasear en mi barco. Ir a pescar.
Y una voz menuda, muy suave, dijo detrás de mí:
—A mí también.
Sólo mis nervios de acero bien adiestrados impidieron que me golpeara la cabeza con el ventilador del techo. Es casi imposible que me sorprendan a hurtadillas, pero no me había dado cuenta de que había alguien más en la sala. Pero cuando me volví vi a Cody, mirándome sin pestañear con sus grandes ojos.
—¿A ti también? —dije—. ¿Te gusta ir a pescar?
Asintió. Tres palabras a la vez eran casi su límite diario.
—Bien, pues, asunto solucionado —dije—. ¿Qué te parece mañana por la mañana?
—Oh —dijo Rita—. No creo que… O sea, él no… No has de hacerlo, Dexter.
Cody me miró. No dijo nada, por supuesto, pero tampoco hacía falta. Sus ojos lo decían todo.
—Rita —dije—, a veces los chicos necesitan estar sin chicas. Cody y yo iremos a pescar por la mañana. Tempranito —dije a Cody.
—¿Por qué?
—No sé por qué —contesté—, pero se supone que hay que salir temprano, de modo que haremos eso.
Cody asintió, miró a su madre, dio media vuelta y se alejó por el pasillo.
—Caramba, Dexter —dijo Rita—. No tienes que hacerlo, de veras.
Eso ya lo sabía yo, por supuesto. Pero ¿por qué no? No me causaría ningún dolor físico. Además, sería estupendo escaparme durante unas horas. Sobre todo de Doakes. En cualquier caso, lo diré otra vez: no sé por qué, pero los niños me gustan. No se me humedecen los ojos cuando veo bicicletas de juguete, pero en conjunto los niños me parecen mucho más interesantes que sus padres.
A la mañana siguiente, cuando el sol estaba saliendo, Cody y yo salimos lentamente del canal que corre junto a mi apartamento en mi Whaler de diecisiete pies. Iba un poco encorvado, con la cabeza casi oculta dentro del chaleco, de forma que parecía una tortuga de colores alegres.
Dentro de la nevera había sodas y un almuerzo que Rita nos había preparado, un aperitivo ligero para diez o doce personas. Yo había traído gambas congeladas como cebo, puesto que era la primera experiencia de Cody y no sabía cómo reaccionaría si clavábamos un afilado gancho metálico en algo que aún estaba vivo. A mí me gustaba bastante, por supuesto (¡cuanto más vivo, mejor!), pero no cabe esperar gustos sofisticados en un niño.
Salimos del canal, nos internamos en la bahía de Biscayne y puse rumbo al cabo Florida, en dirección al canal que pasa delante del faro. Cody no dijo nada hasta que avistamos Stiltsville, un peculiar grupo de casas construidas sobre pilotes en mitad de la bahía. Entonces, tiró de mi manga. Me agaché para oírle por encima del rugido del viento y el motor.
—Casas —dijo.
—Sí —grité—. A veces, hasta hay gente dentro.
Vio pasar las casas, y después, cuando empezaron a desaparecer detrás de nosotros, se sentó sobre la nevera. Se volvió una vez más para mirarlas cuando casi estaban ya fuera de la vista. Después, siguió sentado hasta que llegamos a Fowey Rock y yo aminoré la velocidad. Puse el motor en punto muerto y lancé el ancla al mar. Esperé hasta asegurarme de que se había enganchado antes de parar el motor.
—Muy bien, Cody —dije—. Ha llegado el momento de matar algunos peces.
Sonrió, un acontecimiento muy raro.
—Vale —dijo.
Me miró sin pestañear mientras le enseñaba a clavar la gamba en el anzuelo. Después, lo probó él, con mucha parsimonia y cuidado, empujando el anzuelo hasta que la punta asomó de nuevo. Miró el anzuelo, y después a mí. Yo asentí, y él volvió a mirar la gamba, y tocó el punto en que el anzuelo atravesaba la cáscara.
—Muy bien —dije—. Ahora lánzala al mar. —Me miró—. Es donde están los peces — expliqué.
Cody asintió, apuntó el extremo de la caña por encima de la borda y apretó el botón de su pequeño carrete Zebco para hundir el cebo en el agua. Yo le imité, y nos quedamos sentados, mecidos lentamente por las olas.
Miré a Cody pescar con feroz concentración. Tal vez era la combinación de mar adentro y un niño pequeño, pero no pude evitar pensar en Reiker. Aunque no podía investigarle, suponía que era culpable. Cuando se enterara de que MacGregor había desaparecido, ¿qué haría? Lo más probable era que le entrara el pánico y tratara de desaparecer. No obstante, cuanto más lo pensaba, más dudas me embargaban. Existe una reticencia humana natural a abandonar toda una vida y empezar en otro lugar. Tal vez se mostraría cauteloso durante un tiempo. En tal caso, yo podría ocupar mi tiempo en el nuevo fichaje de mi registro social un tanto exclusivo, quienquiera que hubiera creado el Vegetal Aullador de la calle 4 N.W., y el hecho de que sonara como un título de Sherlock Holmes no disminuía su urgencia. Tenía que neutralizar a Doakes como fuera. Como fuera, en algún momento, pronto, tenía que…
—¿Vas a ser mi papá? —preguntó de repente Cody.
Por suerte, no tenía nada en la boca con lo que pudiera atragantarme, pero por un momento experimenté la sensación de que había algo en mi garganta, del tamaño aproximado de un pavo de Acción de Gracias. Cuando pude respirar de nuevo, logré tartamudear:
—¿Por qué lo preguntas?
Cody seguía contemplando la punta de su caña.