—Mamá dice que quizá —contestó.
—¿De veras? —dije, y él asintió sin levantar la vista.
Mi cabeza daba vueltas. ¿Qué se imaginaba Rita? Yo había estado tan absorto en la tarea de hacerle tragar a Doakes mi disfraz, que nunca había pensado en lo que pasaba por la cabeza de Rita. Por lo visto, tendría que haberlo hecho. ¿De veras podía estar pensando que, que…? Era impensable. Pero supongo que, de alguna manera extraña, era lógico si uno era un ser humano. Por suerte, yo no lo soy, y la idea se me antojaba de lo más pintoresca. ¿Mamá dice que quizá? ¿Que quizá yo sería el papá de Cody? Lo cual significaba que, um…
—Bien —dije, lo cual fue un buen comienzo, considerando que no tenía ni idea de qué iba a decir a continuación. Por suerte para mí, justo cuando me daba cuenta de que ninguna respuesta coherente iba a salir de mi boca, la punta de la caña de Cody empezó a sacudirse con violencia—. Has atrapado un pez.
Durante los siguientes minutos, lo único que pudo hacer fue aguantar, mientras el sedal se desenrollaba de su carrete. El pez efectuó feroces y repetidos zigzags a la derecha, a la izquierda, por debajo del barco y después en línea recta hacia el horizonte. Pero poco a poco, pese a alejarse en repetidas ocasiones del barco, Cody iba acercando el pez. Yo le aconsejaba que mantuviera la punta de la caña elevada, que fuera cobrando sedal, que acercara el pez hasta un punto en que yo pudiera apoderarme de él. Cody lo vio caer sobre la cubierta, mientras su cola se agitaba salvajemente.
—Un jurel azul —dije—. Eso sí que es un pedazo de pez. —Me agaché para soltarlo, pero daba demasiados botes para agarrarlo. Un delgado chorro de sangre brotaba de su boca y cayó sobre la limpia cubierta de mi barco, lo cual fue más bien desagradable—. Qué asco — dije—. Creo que se ha tragado el anzuelo. Tendremos que abrirlo en canal. —Saqué mi cuchillo de trinchar de su funda de plástico negra y lo dejé sobre la cubierta—. Va a salir mucha sangre —advertí a Cody. No me gusta la sangre, y no quería que hubiera en mi barco, aunque fuera de pescado. Avancé dos pasos para abrir una bodega y sacar una toalla vieja que guardaba para limpiar.
—Ja —oí a mis espaldas, en voz baja. Di media vuelta.
Cody había tomado el cuchillo y lo había clavado en el pez. Miró cómo se debatía para zafarse de la hoja, y luego volvió a hincarle la punta. Esta segunda vez hundió la hoja en las branquias del jurel, y un chorro de sangre manchó la cubierta.
—Cody —dije.
Me miró y, maravilla de las maravillas, sonrió.
—Me gusta pescar, Dexter —dijo.
10
El lunes por la mañana aún no me había puesto en contacto con Deborah. Llamé repetidas veces, y aunque llegué a familiarizarme tanto con el sonido del tono que era capaz de tararearlo, Deborah no contestó. Era cada vez más frustrante. Se me había ocurrido una posible forma de zafarme de la persecución de Doakes, y no podía avanzar en mi plan por culpa del teléfono. Es terrible tener que depender de alguien.
Pero soy persistente y paciente, entre mis otras muchas virtudes de boy scout. Dejé docenas de mensajes, todos joviales e ingeniosos, y esa actitud positiva debió obrar el milagro, porque al final obtuve una respuesta.
Acababa de instalarme en la silla de mi escritorio para terminar un informe sobre un doble homicidio, nada excitante. Una sola arma, probablemente un machete, y algunos momentos de salvaje abandono. Las heridas iniciales de ambas víctimas habían sido infligidas en la cama, donde habían sido sorprendidas en flagrante delicio. El hombre había logrado levantar un brazo, pero un poco tarde para salvar el cuello. La mujer consiguió llegar hasta la puerta, antes de que un golpe de machete en la parte superior de la columna enviara un chorro de sangre a la pared, junto al marco de la puerta.
Pura rutina, el tipo de cosas que constituyen la mayor parte de mi trabajo, y de lo más desagradable. Hay mucha sangre en dos seres humanos, y cuando alguien decide vaciarla toda de una vez provoca un desastre terrible y carente de todo atractivo, que considero de lo más ofensivo. Organizado y analizarlo consigue que me sienta mucho mejor, y mi trabajo puede ser muy satisfactorio en ocasiones.
Pero esto era un desastre total. Había encontrado salpicaduras en el ventilador del techo, seguramente de la hoja del machete cuando el asesino levantaba el brazo entre golpe y golpe. Y como el ventilador estaba conectado, distribuyó más salpicaduras por toda la habitación.
Había sido un día ocupado para Dexter. Estaba intentando redactar un párrafo del informe para indicar que había sido lo que llamamos un «crimen pasional», cuando sonó el teléfono.
—Hola, Dex —dijo la voz, y sonaba tan relajada, incluso amodorrada, que tardé un momento en darme cuenta de que era Deborah.
—Bien —dije—, los rumores sobre tu muerte eran exagerados.
Ella rió, y el sonido fue de nuevo excepcionalmente dulce, en lugar de su habitual risita dura.
—Sí —dijo—. Estoy viva, pero Kyle me ha tenido muy ocupada.
—Recuérdale las leyes laborales, hermanita. Hasta las sargentos necesitan descansar.
—Mmm, yo no sé de esas cosas —dijo—. Me siento muy bien sin ello.
Y lanzó una risita gutural de dos sílabas, que sonó tan impropia de Debs como si me hubiera pedido que le enseñara la mejor manera de cortar huesos a un ser humano vivo.
Intenté recordar cuándo había oído a Deborah decir que se sentía muy bien y sonar como si fuera cierto. Me quedé en blanco.
—No parece que seas tú, Deborah —dije—. ¿Qué demonios te ha pasado?
Esta vez, su risa fue un poco más larga, pero igual de feliz.
—Lo de costumbre —dijo. Y volvió a reír—. En cualquier caso, ¿qué pasa?
—No, nada —dije, todo inocencia—. Mi única hermana desaparece durante días y noches interminables sin decir palabra, y aparece hablando como salida de Las sargentos de Stepford[3].
Por lo tanto, siento una curiosidad natural por saber qué demonios está pasando, eso es todo.
—Vaya, estoy conmovida —dijo—. Es casi como tener un verdadero hermano humano.
—Esperemos que no pase de casi.
—¿Qué te parece si comemos juntos? —preguntó.
—Ya estoy hambriento —dije—. ¿Relámpago?
—Mmm, no. ¿Qué tal Azul?
Supongo que su elección de restaurante coincidía con su actitud predominante de aquella mañana, porque era absurda. A Deborah le gustaban los lugares proletarios, y Azul era el tipo de lugar donde la realeza saudí comía cuando visitaba la ciudad. Al parecer, su transformación en alienígena se había completado.
—Por supuesto, Deb, Azul —dije—. Voy a vender mi coche para pagar la cuenta y nos encontramos allí.
—A la una —dijo—. Y no te preocupes por el dinero. Kyle pagará la factura.
Colgó. Y yo no llegué a decir, ¡AJA!, pero una lucecita se encendió.
Conque Kyle pagaría, ¿eh? Bien, bien. Y en Azul, encima.
Si el resplandeciente cartón piedra de South Beach forma parte del Miami diseñado para celebridades en ciernes inseguras, Azul es para gente que considera divertido el glamour. Los pequeños cafés que se hacinan en South Beach compiten en llamar la atención con un clamor estridente de chabacanería barata y chillona. En comparación, Azul es tan discreto que te preguntas si alguna vez han visto un episodio de Corrupción en Miami.
Dejé mi coche en manos del aparcador, en un pequeño círculo de adoquines situado frente al local. Me gusta mucho mi coche, pero debo admitir que no salía bien parado de la comparación con la cola de Ferraris y Rolls-Royces. Aun así, el aparcador no se negó a hacerse cargo de él, aunque debió intuir que no recibiría el tipo de propina al que estaba acostumbrado. Supongo que mi camisa chillona y los pantalones color caqui constituían la pista inconfundible de que no tenía para él ni un título al portador ni un krugerrand[4].
3
Alusión irónica a la novela de Ira Levin
4
Moneda de oro acuñada en Sudáfrica con un peso de una onza, que se vendía a un precio muy por debajo de su valor para ayudar al mercado del oro del país.