El restaurante era oscuro, fresco y tan silencioso que, si se caía al suelo una tarjeta American Express, podías oír el ruido. La pared del fondo era de cristal tintado, con una puerta que daba acceso a la terraza. Y allí estaba Deborah, sentada a una pequeña mesa de un rincón de la terraza, mirando el agua. Frente a ella, de cara hacia la puerta del restaurante, se sentaba Kyle Chutsky, el que pagaría la cuenta. Llevaba unas gafas de sol muy caras, de modo que tal vez era cierto que cargaría con los gastos. Me acerqué a la mesa, y un camarero se materializó de la nada para retirar una silla que era demasiado pesada para alguien que podía permitirse el lujo de comer en el restaurante. No hizo una reverencia, pero adiviné que se había reprimido con un esfuerzo.
—Eh, colega —dijo Kyle cuando me senté. Extendió la mano sobre la mesa. Como parecía creer que yo era su mejor amigo más reciente, se la estreché—. ¿Cómo va el negocio de las salpicaduras?
—Siempre rebosante de trabajo —contesté—. ¿Cómo va el negocio del misterioso visitante de Washington?
—Mejor que nunca —dijo.
Retuvo mi mano un momento de más. La miré. Sus nudillos eran enormes, como si hubiera dedicado demasiado tiempo a boxear con una pared de cemento. Dio una palmada con la mano izquierda sobre la mesa, y distinguí su anillo del dedo meñique.
Era de un afeminado asombroso, casi un anillo de compromiso. Cuando soltó por fin mi mano, sonrió y volvió la cabeza hacia Deborah, aunque con las gafas de sol era imposible saber si la estaba mirando o sólo torciendo el cuello.
Deborah le devolvió la sonrisa.
—Dexter estaba preocupado por mí.
—Eh —dijo Chutsky—, ¿para qué están los hermanos?
Ella me miró.
—Eso me pregunto yo a veces —dijo.
—Caramba, Deborah, ya sabes que sólo te cubro las espaldas —dije.
Kyle rió.
—Así me gusta. Yo me ocupo de la parte delantera —dijo, y los dos rieron. Ella estrechó su mano.
—De tantas hormonas y tanta felicidad se me están poniendo los pelos de punta — sentencié—. Dime, ¿alguien está intentando cazar a ese monstruo inhumano, o vamos a quedarnos sentados haciendo juegos de palabras?
Kyle giró la cabeza en mi dirección y enarcó una ceja.
—¿Por qué te interesa esto, colega?
—A Dexter le encantan los monstruos inhumanos —dijo Deborah—. Como pasatiempo.
—Pasatiempo —repitió Kyle, con las gafas de sol vueltas hacia mi cara. Supongo que intentaba intimidarme, pero por lo que yo sabía podía tener los ojos cerrados. Conseguí reprimir los temblores.
—Es una especie de investigador aficionado —dijo Deborah.
Kyle permaneció inmóvil un momento, y me pregunté si se había dormido detrás de sus gafas de sol.
—Um —dijo por fin, y se reclinó en su silla—. Bien, ¿qué opinas de este tipo, Dexter?
—Oh, hasta el momento, lo básico —repuse—. Alguien con mucha experiencia en medicina y actividades encubiertas, que volvió trastornado y necesita dejar claras las cosas, algo relacionado con Centroamérica. Es probable que lo vuelva a repetir en un momento susceptible de producir el máximo impacto, sobre todo porque piensa que ha de hacerlo. Por lo tanto, no es el tipo habitual de… ¿qué? —concluí. Kyle había perdido su sonrisa estereotipada y estaba sentado muy tieso, con los puños cerrados.
—¿Qué quieres decir con Centroamérica?
Estaba bastante seguro de que ambos sabíamos muy bien qué quería decir yo, pero pensé que decir El Salvador sería demasiado.
Arruinaría mis credenciales de «sólo-es-una-afición». No obstante, el propósito de venir había sido averiguar cosas sobre Doakes, y cuando ves una abertura… Bien, admito que había sido un poco descarado, pero por lo visto había funcionado.
—Oh —dije—. ¿No es cierto?
Tantos años de imitar expresiones humanas me ayudaron a componer una de absoluta inocencia.
Por lo visto, Kyle era incapaz de decidir si era cierto o no. Removió los músculos de la mandíbula y abrió y cerró los puños.
—Tendría que haberte avisado —dijo Deborah—. Es bueno en esto.
Chutsky expulsó una profunda bocanada de aire y meneó la cabeza.
—Sí —dijo. Se reclinó en el asiento con un visible esfuerzo y conectó de nuevo su sonrisa—. Muy bueno, colega. ¿Cómo has deducido todo esto?
—Ah, no lo sé —dije con modestia—. Me pareció evidente. Lo más difícil fue deducir la implicación del sargento Doakes.
—Hostia puta —dijo el hombre, y apretó los puños de nuevo. Deborah me miró y rió, no exactamente la misma carcajada que había dedicado a Kyle, pero de todos modos me alegré de que fuera capaz de recordarla y de que estuviéramos en el mismo equipo.
—Ya te dije que era bueno —repitió.
—Hostia puta —dijo de nuevo Kyle. Movió un índice de manera inconsciente como si estuviera apretando un gatillo invisible, y después volvió las gafas de sol en dirección a Deborah—. Tienes razón en eso —dijo, y se volvió hacia mí. Me observó con detenimiento un momento, tal vez para ver si saldría disparado hacia la puerta o empezaría a hablar en árabe, y luego asintió—. ¿Qué pasa con el sargento Doakes?
—No estarás intentando cubrir de mierda a Doakes, ¿verdad? —me preguntó Deborah.
—En la sala de conferencias del capitán Matthews —dije—, cuando Kyles vio a Doakes por primera vez, hubo un momento en que pensé que se reconocían.
—No me di cuenta —dijo Deborah con el ceño fruncido.
—Estabas muy ocupada ruborizándote —dije. Se ruborizó de nuevo, lo cual me pareció un poco redundante—. Además, Doakes fue el que supo a quién llamar cuando vio la escena del crimen.
—Doakes sabe algunas cosas —admitió Chutsky—. Debido a su servicio militar.
—¿Qué clase de cosas? —pregunté. Chutsky me miró durante largo rato, o al menos lo hicieron sus gafas de sol. Tamborileó sobre la mesa con aquel estúpido anillo y la luz del sol arrancó destellos del diamante del centro. Cuando habló por fin, dio la impresión de que la temperatura de nuestra mesa descendía unos diez grados.
—Colega —dijo—, no quiero causarte problemas, pero has de olvidar esto. Déjalo correr. Búscate otro pasatiempo. Porque de lo contrario, te metes en un mundo de mierda, y te irás por el desagüe. —El camarero se materializó al lado de Kyle antes de que yo pudiera pensar en una respuesta maravillosa. Chutsky mantuvo las gafas de sol vueltas hacia mí durante un largo momento. Después, devolvió la carta al camarero—. La bullabesa es excelente aquí — dijo.
Deborah desapareció el resto de la semana, lo cual no contribuyó a aumentar mi autoestima, porque por terrible que me resultara admitirlo, sin su ayuda no podía hacer nada. No se me ocurría otro plan alternativo para deshacerme de Doakes. Seguía allí, aparcado bajo el árbol al otro lado de la calle, me seguía hasta casa de Rita, y yo carecía de respuestas. Mi cerebro, antes tan orgulloso, meneaba la cola y sólo cazaba aire.
Sentía que el Oscuro Pasajero estaba cada vez más irritado, gimoteaba y se esforzaba por saltar y apoderarse del volante, pero Doakes se cernía al otro lado del parabrisas, lo cual me obligaba a tomármelo con calma e ir a buscar otra lata de cerveza. Había trabajado demasiado y un periodo de tiempo considerable para forjar mi insignificante y perfecta vida, y no iba a tirarla por la borda ahora. El Pasajero y yo podíamos esperar un poco más. Harry me había enseñado disciplina, y con ella debería aguantar hasta que llegaran días más felices.