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Miré a Deborah. Meneó la cabeza, de manera que volví a mirar las gafas de Kyle.

—Un nombre interesante. ¿Polaco?

Chutsky carraspeó y miró hacia el agua.

—Es de antes de tu época, supongo. En aquel entonces había un anuncio. Danco presenta la trituradora. Lamina, corta en dados… —Volvió sus gafas oscuras hacia mí—. Le llamábamos así: doctor Danco. Troceaba verduras. Es el tipo de chiste que haces cuando estás lejos de casa y ves cosas terribles —dijo.

—Pero ahora las estamos viendo más cerca —dije—. ¿Por qué está aquí?

—Una larga historia —dijo Kyle.

—Eso significa que no quiere contártelo —advirtió Deborah.

—En ese caso, tomaré otro pastel de cangrejo —dije. Me incliné hacia delante y me llevé el último de la bandeja. Eran muy buenos.

—Venga, Chutsky —lo animó Deborah—. Existen buenas probabilidades de que sepamos dónde está ese tipo. ¿Qué vas a hacer al respecto?

Kyle apoyó una mano sobre la de ella y sonrió.

—Voy a comer —dijo. Levantó la carta con la otra mano.

Deborah contempló su perfil un momento. Después, retiró la mano.

—Mierda —dijo.

La comida era excelente, y Chutsky se esforzó en ser cordial y agradable, como si hubiera decidido que, si no puedes decir la verdad, al menos sé encantador. Debo confesar que no podía quejarme, puesto que yo suelo escurrirme con el mismo truco, pero Deborah no parecía muy feliz. Picoteaba de su plato con semblante hosco, mientras Kyle contaba chistes y me preguntaba si confiaba en que los Dolphins llegarían a la final este año. Me daba igual si los Dolphins ganaban el Nobel de literatura, pero como humano artificial bien diseñado tenía varios comentarios preparados sobre el tema que sonaban auténticos, lo cual pareció satisfacer a Chutsky, y siguió hablando de la manera más cordial posible.

Hasta tomamos postre, lo cual me pareció llevar el truco de distráeles-con-comida un poco lejos, sobre todo porque ni Deborah ni yo nos dejábamos distraer. Pero la comida estaba muy buena, de modo que habría sido bárbaro por mi parte quejarme.

Por supuesto, Deborah se había esforzado toda su vida por ser bárbara, de modo que cuando el camarero depositó delante de Chutsky un enorme chirimbolo de chocolate, éste se volvió hacia Debs con dos tenedores.

—Bien… —dijo, y ella aprovechó la oportunidad para arrojar una cuchara al centro de la mesa.

—No —le dijo—. No quiero otra puta taza de café, ni un puto pastel de chocolate. Quiero una puta respuesta. ¿Cuándo vamos a detener a este tipo?

Kyle la miró algo sorprendido, y hasta con cierta ternura, como si la gente de su profesión considerara útiles y encantadoras a las mujeres que arrojaban cucharas, pero pensó que no había escogido el mejor momento.

—¿Puedo terminar antes el postre? —preguntó.

12

Deborah nos condujo hacia el sur por la Dixie Highway. Sí, he dicho «nos». Ante mi sorpresa me había convertido en un miembro valioso de la Liga de la Justicia, y me informaron de que me concedían el honor de poner mi yo irremplazable en peligro. Aunque lejos de sentirme complacido, un pequeño incidente casi consiguió que valiera la pena.

Cuando estábamos esperando delante del restaurante a que el aparcador trajera el coche de Deborah, Chutsky había mascullado en voz baja, «¿Qué coño…?», y bajó por el camino de acceso. Vi que salía por el portal y hacía un gesto a un Taurus marrón aparcado como si tal cosa al lado de una palmera. Debs me fulminó con la mirada como si todo fuera culpa mía, y los dos vimos que Chutsky hacia un ademán en dirección a la ventanilla del conductor, que al bajar reveló, por supuesto, al siempre vigilante sargento Doakes. Chutsky se apoyó en el portal y dijo algo a Doakes, que me miró, meneó la cabeza, subió la ventanilla y se marchó.

Chutsky no dijo nada cuando volvió con nosotros, pero me miró de una manera diferente cuando subió al asiento delantero del coche.

Era un paseo de veinte minutos hasta donde Quail Roost Drive corre de este a oeste y cruza la Dixie Highway, justo al lado de un centro comercial. Al cabo de dos manzanas, una serie de calles laterales conducen a un barrio tranquilo de clase trabajadora, compuesto por casas pequeñas y pulcras en su mayoría, por lo general con dos coches en el camino de acceso y varias bicicletas esparcidas sobre la hierba.

Una de estas calles giraba a la izquierda y conducía a un callejón sin salida, y fue aquí, al final de la calle, donde encontramos la casa, una vivienda de estuco amarillo claro con el patio invadido por malas hierbas. Había tina furgoneta gris baqueteada en el camino de acceso, que con letras rojo oscuro anunciaba HERMANOS CRUZ LIMPIADORES.

Debs rodeó el callejón sin salida y subió por la calle una media manzana, hasta una casa con media docena de coches aparcados delante y sobre la hierba, dentro de la cual se oía música rap a toda pastilla. Debs dio la vuelta para encarar nuestro objetivo y aparcó debajo de un árbol.

—¿Qué opinas?

Chutsky se encogió de hombros.

—Aja. Podría ser —dijo—. Vigilemos un rato.

Y ésa fue toda nuestra conversación durante una buena media hora. Apenas lo suficiente para mantener con vida a la mente, y me descubrí derivando con mi imaginación hasta el pequeño estante de mi apartamento, donde una cajita de palisandro contiene cierto número de placas, de ésas que se ponen debajo de un microscopio. Cada placa contenía una sola gota de sangre, sangre muy seca, por supuesto. De lo contrario, no guardaría en casa ese material tan desagradable. Cuarenta diminutas ventanas que dan a mi sombrío otro yo. Una gota procedente de cada una de mis aventurillas. Estaba la Primera Enfermera, hacía tanto tiempo, que había matado a sus pacientes con cuidadosas sobredosis, con el pretexto de paliar el dolor. Y en la placa de al lado, el profesor de instituto que estrangulaba enfermeras. Un maravilloso contraste, y me encanta la ironía.

Tantos recuerdos, y mientras los acariciaba de uno en uno aún me venían más ganas de acumular uno nuevo, el número cuarenta y uno, aunque el número cuarenta, MacGregor, aún no estaba seco, pero como estaba relacionado con mi siguiente proyecto, y por lo tanto se me antojaba un trabajo incompleto, estaba ansioso por poner manos a la obra. En cuanto estuviera seguro en lo tocante a Reiker y encontrara una manera…

Me incorporé. Tal vez el apetitoso postre había formado coágulos en mis arterias craneales, pero había olvidado por un momento el soborno de Deborah.

—¿Deborah? —dije.

Me miró, con el ceño fruncido por la concentración.

—¿Qué?

—Aquí estamos —dije.

—Vaya mierda.

—En absoluto. De hecho, nada de mierda, y todo gracias a mis poderosos esfuerzos mentales. ¿No dijiste que ibas a contarme algunas cosas?

Miró a Chutsky. Éste tenía la vista clavada en el frente, con las gafas de sol todavía puestas, que no parpadeaban.

—Sí, de acuerdo —dijo Deborah—. En el ejército, Doakes estuvo en las Fuerzas Especiales.

—Lo sé. Consta en su expediente personal.

—Lo que no sabes, colega —dijo Kyle sin moverse—, es que las Fuerzas Especiales tienen un lado oscuro. Doakes estaba en él. —Una diminuta sonrisa surcó su rostro un segundo, tan leve y repentina que tal vez la había imaginado—. Una vez te pasas al lado oscuro, es para siempre. No puedes regresar.

Vi que Chutsky seguía sentado en una inmovilidad absoluta un momento más largo, y después miré a Debs. Ella se encogió de hombros.

—Doakes era un tirador —dijo—. El ejército lo puso a disposición de los tíos de El Salvador, y mató a gente para ellos.

—Tenía un talento y debía explotarlo —dijo Chutsky.

—Eso explica su personalidad —dije, pensando que también explicaba muchas cosas más, como el eco que oía procedente de su dirección cuando mi Oscuro Pasajero llamaba.