—Has de comprender cómo eran las cosas —dijo Chutsky. Era un poco siniestro escuchar su voz llegar desde un rostro carente por completo de expresión y emociones, como si procediera de una grabadora que alguien hubiera colocado en su cuerpo—. Creíamos que estábamos salvando el mundo. Entregando nuestras vidas y esperanzas por algo normal y decente, por la causa. Resulta que sólo estábamos vendiendo nuestras almas. Yo, Doakes…
—Y el doctor Danco —dije.
—Y el doctor Danco. —Chutsky suspiró y se movió por fin. Volvió la cabeza hacia Deborah, y después clavó de nuevo la vista en el frente. Meneó la cabeza, y el movimiento pareció tan ampuloso y teatral después de su anterior inmovilidad, que me dieron ganas de aplaudir—. El doctor Danco empezó siendo un idealista, como todos los demás. Descubrió en la facultad de medicina que faltaba algo en su interior, y que podía hacer cosas a la gente y no sentir la menor empatía. Nada en absoluto. Es mucho más raro de lo que crees.
—Oh, estoy seguro —dije, y Debs me fulminó con la mirada.
—Danco amaba a su país —continuó Chutsky—. De manera que también se pasó al lado oscuro. A propósito, con el fin de utilizar su talento. Y en El Salvador… floreció. Aceptaba a cualquiera que le traían y… —Hizo una pausa y respiró hondo, para luego expulsar el aire poco a poco—. Mierda. Ya viste lo que hace.
—Muy original —dije—. Creativo.
Chutsky lanzó una breve carcajada carente de todo humor.
—Creativo. Sí, podría decirse así. —Chutsky movió la cabeza lentamente a la izquierda, a la derecha, a la izquierda—. He dicho que no le molestaba hacer esas cosas, y en El Salvador llegó a gustarle. Se sentaba durante los interrogatorios y hacía preguntas personales. Después, cuando empezaba a… Llamaba a la persona por su nombre, como si fuera un dentista o algo por el estilo, y decía, «Probemos el número cinco», o siete, el que fuera. Como si todos fueran pautas diferentes.
—¿Qué clase de pautas? —pregunté. Parecía una pregunta de lo más natural, demostraba un educado interés y agilizaba la conversación, pero Chutsky giró en su asiento y me miró como si yo fuera algo que precisara toda una botella de lejía.
—Te parece divertido —dijo.
—Aún no —contesté.
Me miró durante lo que se me antojó un tiempo larguísimo. Después, meneó la cabeza y miró hacia delante de nuevo.
—No sé qué clase de pauta, colega. Nunca se lo pregunté. Lo siento. Probablemente algo relacionado con lo que cortaba primero. Algo que le mantuviera divertido. Y hablaba con ellos, les llamaba por el nombre, les enseñaba lo que estaba haciendo.
—Chutsky se estremeció—. De alguna forma, eso lo empeoraba. Tendrías que haber visto el efecto que causaba en el otro.
—¿Y a ti qué efecto te causaba? —preguntó Deborah.
Chutsky dejó que la barbilla le cayera sobre el pecho, y después se enderezó de nuevo.
—Eso también —dijo—. De todos modos, algo cambió por fin en casa, la política del Pentágono. Nuevo régimen y todo eso, y no querían saber nada de lo que habíamos estado haciendo allí. Llegó con mucho sigilo la idea de que el doctor Danco podía hacernos un favor político si le entregábamos al otro bando.
—¿Entregasteis a vuestro hombre para que le mataran? —pregunté. No parecía justo. Quiero decir, puede que la moral tradicional no me quite el sueño, pero al menos me ciño a unas normas.
Kyle guardó silencio un largo momento.
—Ya te he dicho que vendimos nuestras almas, colega —dijo por fin. Sonrió de nuevo, esta vez un poco más de tiempo—. Sí, le tendimos una trampa y se lo llevaron.
—Pero no está muerto —dijo Deborah, siempre práctica.
—Nos engañaron —dijo Chutsky—. Se lo llevaron los cubanos.
—¿Qué cubanos? —Preguntó Deborah—. Has dicho El Salvador.
—En aquellos tiempos, siempre que había problemas en Latinoamérica estaban metidos los cubanos. Apoyaban a un bando, de la misma forma que nosotros apoyábamos al otro. Querían a nuestro doctor. Ya te he dicho que era especial. Así que le cogieron y trataron de que se uniera a su causa. Le encerraron en la isla de Pinos.
— ¿Es un centro de vacaciones? —pregunté.
Chutsky lanzó una breve carcajada.
—El último centro, tal vez. La isla de Pinos es una de las prisiones más duras del mundo. El doctor Danco pasó allí una temporada de auténtica calidad. Le informaron de que su propio bando le había vendido, y se las hicieron pasar canutas. Unos años después, capturan a uno de los nuestros y aparece así. Sin brazos ni piernas, todo el lote. Danco está trabajando para ellos. Y ahora…
—Se encogió de hombros—. O le dejaron en libertad o se escapó. Da igual. Sabe quién le traicionó, y tiene una lista.
—¿Tu nombre está en la lista? —preguntó Deborah.
—Tal vez —dijo Chutsky.
—¿Y el de Doakes? —pregunté. Al fin y al cabo, yo también puedo ser práctico.
—Tal vez —repitió, lo cual no me pareció muy útil. Toda la historia de Danco era interesante, por supuesto, pero yo estaba aquí por un único motivo—. En cualquier caso, es a eso a lo que nos enfrentamos.
Nadie parecía tener mucho más que decir, incluido yo. Di vueltas a las cosas que había oído, por si podían ayudarme de alguna manera a quitarme de encima a Doakes. Admito que no vi nada en aquel momento, lo cual resultó humillante. No obstante, tuve la impresión de que comprendía mejor al querido doctor Danco. Así que él también estaba vacío por dentro, ¿eh? Un velocirraptor con piel de cordero. Y él también había encontrado una forma de utilizar su talento para un bien superior, una vez más como el querido Dexter. Pero ahora había perdido los pedales, y empezaba a parecer un simple depredador más, con independencia de la inquietante dirección que tomara su técnica.
Y cosa rara, con aquella perspectiva, otra idea cayó en el caldero burbujeante del subcerebro oscuro de Dexter. Antes había sido una fantasía pasajera, y ahora empezaba a parecer una buena idea. ¿Por qué no localizar al doctor Danco y bailar con él la Oscura Danza? Era un depredador que se había vuelto malo, como los demás de mi lista. Nadie, ni siquiera Doakes, podría poner objeciones a su fallecimiento. Si antes me había planteado de una manera vaga ir en busca del doctor, ahora se empezó a gestar una urgencia que sustituyó a la frustración que sentía por no poder salir a la caza de Reiker. Así que era como yo, ¿eh? Ya lo veríamos. Algo frío ascendió por mi columna vertebral, y descubrí que me moría de ganas de conocer al doctor y hablar de su trabajo en profundidad.
A lo lejos se oyó el primer retumbar de un trueno cuando la tormenta de la tarde se acercó.
—Mierda —dijo Chutsky—. ¿Va a llover?
—Como cada día a esta hora —dije.
—Mal rollo —dijo—. Hemos de hacer algo antes de que llueva. Te toca a ti, Dexter.
—¿A mí? —dije, expulsado de mis meditaciones sobre la negligencia profesional. Me había apuntado a la excursión, pero tener que hacer algo era más de lo que me había planteado. Quiero decir, con dos endurecidos guerreros tocándose las pelotas, ¿para qué enviar al peligro al Delicado y Risueño Dexter? ¿Qué sentido tenía?
—Tú —dijo Chutsky—. Tengo que quedarme a ver qué pasa. Si es él, tengo mayores posibilidades de sacarle de ahí. Y Debbie… —Le dedicó una sonrisa, aunque ella le estaba mirando con el ceño fruncido—. Es una policía demasiado evidente. Anda como una policía, mira como una policía, y podría intentar ponerle una multa. Él la olería a un kilómetro de distancia. De modo que sólo quedas tú, Dex.
—¿Y qué debo hacer? —pregunté, y admito que todavía sentía una santa indignación.