—Pasar por delante de la casa una vez, rodear el callejón sin salida y volver. Mantener los ojos y los oídos abiertos, pero con discreción.
—No sé ser discreto —dije.
—Estupendo. Esto debería ser pan comido.
Estaba claro que ni la lógica ni la irritación completamente justificada iban a servir de nada, así que abrí la puerta y bajé, pero no pude reprimir un comentario de despedida. Me apoyé en la ventanilla de Deborah y dije:
—Espero vivir para arrepentirme de esto.
Y justo a tiempo, un trueno retumbó más cerca.
Caminé por la acera en dirección a la casa. Había hojas en el suelo, un par de cartones de zumo de fruta aplastados, de la fiambrera de algún chico. Un gato saltó sobre un jardín cuando pasé y se sentó de repente para lamerse las patas y mirarme desde una distancia segura.
En la casa de los coches aparcados delante la música cambió y alguien gritó: «¡Dale!» Era agradable saber que alguien se lo estaba pasando bomba mientras yo caminaba hacia un peligro mortal.
Giré a la izquierda y empecé a recorrer la curva que rodeaba el callejón sin salida. Eché un vistazo a la casa con la furgoneta aparcada delante, y me sentí muy orgulloso de la discreción con que actuaba. La hierba estaba descuidada, y había varios periódicos mojados en el camino de entrada. No me pareció ver ninguna pila de partes corporales desmembradas, y nadie salió corriendo con la intención de matarme, pero cuando pasé oí una televisión que transmitía un concurso a toda pastilla en español. Una voz masculina se alzó sobre la voz histérica del presentador y se oyó el ruido de un plato al caer. Y cuando una ráfaga de viento trajo las primeras gotas de lluvia, grandes y duras, también transportó desde la casa un olor a amoníaco.
Pasé de largo y regresé al coche. Cayeron unas cuantas gotas más y sonó un trueno, pero el chubasco aún no descargó. Subí al coche.
—Nada terriblemente siniestro —informé—. Hace falta cortar la hierba del jardín y huele a amoníaco. Voces en la casa. O habla consigo mismo, o hay alguien con él.
—Amoníaco —dijo Kyle.
—Sí, eso creo —dije—. Productos de limpieza, lo más seguro. Kyle negó con la cabeza.
—Los servicios de limpieza no utilizan amoníaco, huele demasiado fuerte. Pero sé quién lo hace. —¿Quién? —preguntó Deborah.
Kyle sonrió.
—Vuelvo enseguida —dijo, y bajó del coche.
—¡Kyle! —Dijo Deborah, pero él se limitó a saludar con la mano y caminó hacia la puerta de la casa—. Mierda —masculló Deborah, mientras él llamaba con los nudillos y contemplaba las nubes oscuras de la tormenta inminente.
La puerta de la calle se abrió. Un hombre bajo y corpulento de tez oscura y pelo negro que le caía sobre la frente se asomó. Chutsky le dijo algo, y por un momento ninguno de los dos se movió. El hombre bajo miró hacia la calle, y después a Kyle. Este sacó poco a poco la mano del bolsillo y enseñó algo al hombre de tez morena. ¿Dinero? El hombre lo miró, volvió a mirar a Chutsky, y después abrió la puerta. Chutsky entró. La puerta se cerró con estrépito.
—Mierda —repitió Deborah. Se mordisqueó una uña, una costumbre que no le había visto desde la adolescencia. Por lo visto sabía bien, porque cuando acabó con ella atacó otra. Iba por la tercera uña cuando la puerta se abrió y Chutsky salió, sonriente. Saludó con la mano. La puerta se cerró y desapareció tras una muralla de lluvia, cuando las nubes se abrieron por fin. Corrió hacia el coche y se deslizó en el asiento delantero, mojado por completo.
—¡Maldita SEA! —dijo—. ¡Estoy empapado!
—¿Qué coño has ido a hacer? —preguntó Deborah.
Chutsky enarcó una ceja en mi dirección y se apartó el pelo de la frente.
—Qué bien habla, ¿eh? —dijo.
—Kyle, maldita sea —dijo ella.
—Olor a amoníaco —dijo Kyle—. Sin utilidad médica, y ninguna cuadrilla de limpieza comercial lo usaría.
—Ya lo sabemos —dijo con brusquedad Deborah. Él sonrió.
—Pero el amoníaco 57 se utiliza para preparar metanfetamina —dijo—. Y eso es lo que están haciendo esos tíos.
—¿Te encontraste con una fábrica de anfetas? —Preguntó Deb—. ¿Qué coño hiciste ahí dentro?
Kyle sonrió y sacó una bolsa del bolsillo.
—Compré una onza de anfetas —dijo.
13
Deborah guardó silencio durante casi diez minutos. Se limitó a conducir con la vista clavada en el frente y la mandíbula apretada. Yo veía que los músculos del lado de su cara y del cuello se flexionaban. Conociéndola como la conozco, estaba seguro de que se estaba gestando una explosión, pero como no sabía nada en absoluto de cómo podía comportarse Debs Enamorada, ignoraba cuándo. El objetivo de su inminente estallido, Chutsky, iba sentado a su lado, igualmente en silencio, pero al parecer muy contento de estar callado y contemplar el paisaje.
Casi habíamos llegado a la segunda dirección, a la sombra de Mount Trashmore, cuando Deborah entró en erupción por fin.
—¡Maldita sea, eso es ilegal! —dijo, y golpeó el volante con la palma de la mano para subrayar sus palabras.
Chutsky la miró con moderado afecto.
—Ya lo sé —dijo. —¡Soy una jodida agente de la ley! —Le informó Deborah—. Juré impedir este tipo de mierda…, y tú… Calló, echando espuma por la boca.
—Tenía que asegurarme —repuso él con calma—. Me pareció la mejor manera.
—¡Tendría que esposarte! —dijo ella.
—Podría ser divertido.
—¡Hijoputa!
—Como mínimo.
—¡No me pasaré a tu jodido lado oscuro!
—No, no lo harás —dijo Kyle—. No te dejaré, Deborah.
Ella expulsó el aliento y se volvió a mirarle. Él sostuvo su mirada. Yo nunca había visto una conversación silenciosa, y ésta fue muy larga. Los ojos de Deborah pasearon angustiados desde el lado izquierdo de su cara hasta el derecho, y viceversa. Él se limitó a sostener su mirada, sereno e indiferente. Era elegante y fascinante a la vez, y casi tan interesante como el hecho de que Deborah se había olvidado de que estaba conduciendo.
—Siento interrumpir —dije—, pero creo que tenemos un camión de cervezas delante.
La cabeza de Deborah giró al instante y frenó, justo a tiempo de que nos convirtiéramos en una pegatina de parachoques de un cargamento de Miller Lite.
—Voy a llamar a la brigada antivicio para darles esa dirección. Mañana —dijo ella.
—De acuerdo —dijo Chutsky.
—Y tú vas a tirar esa bolsa.
Él pareció sorprenderse, aunque no demasiado.
—Me costó dos de los grandes —dijo.
—Vas a tirarla —repitió Deborah.
—De acuerdo —dijo Chutsky.
Se miraron de nuevo, y a mí me dejaron la vigilancia de los camiones de cerveza letales. De todos modos, era bonito ver que todo se había arreglado y la armonía había vuelto al universo, de manera que podíamos continuar la búsqueda de nuestro espantoso monstruo inhumano de la semana, confortados con el conocimiento de que el amor siempre vencerá. Por eso supuso una gran satisfacción recorrer South Dixie Highway durante los últimos estertores de la tormenta, y cuando el sol se abrió paso entre las nubes doblamos por una carretera que nos condujo hasta una serie de calles tortuosas, siempre con la panorámica terrorífica de la gigantesca montaña de basura conocida como Mount Trashmore.
La casa que íbamos buscando se hallaba en medio de lo que parecía la última hilera de viviendas, antes de que la civilización terminara y empezara el imperio de la basura. Estaba en la curva de una calle circular, y pasamos dos veces por delante hasta asegurarnos de que la habíamos localizado. Era una modesta vivienda de tres habitaciones y dos hipotecas, pintada de un amarillo claro con adornos blancos, y la hierba estaba pulcramente cortada. No había ningún coche visible en el camino de entrada ni en la cochera abierta por los lados, y el letrero de «SE VENDE» del patio delantero estaba tapado por otro que decía «¡VENDIDA!» en brillantes letras rojas.