—Jesús —dijo mi hermana—. ¿Esa es tu versión de la esperanza?
—Desde luego. Nos concede más tiempo para localizarle.
—Jesús —repitió.
—Podría estar equivocado —dije.
Miró por la ventana.
—No te equivoques, Dex. Esta vez no —dijo.
Meneé la cabeza. Esto iba a ser un trabajo de lo más aburrido, nada de diversión. Sólo se me ocurrían dos cosas, y ninguna era posible hasta la mañana. Busqué un reloj a mi alrededor. Según el vídeo, eran las 12:00. 12:00. 12:00.
—¿Tienes un reloj? —pregunté.
Deborah frunció el ceño.
—¿Para qué quieres un reloj?
—Para saber qué hora es —contesté—. Creo que es el propósito habitual.
—¿Qué más da, joder?
—Deborah. Aquí hay muy poco que hacer. Tendremos que volver a repetir toda la rutina de la que Chutsky apartó al departamento. Por suerte, podremos utilizar tu placa para husmear por ahí y hacer preguntas. Pero hay que esperar hasta mañana.
—Mierda —dijo—. Odio esperar.
—Tranquila, tranquila —dije. Deborah me dirigió una mirada muy amarga, pero no dijo nada.
A mí tampoco me gustaba esperar, pero lo había hecho tanto en los últimos tiempos, que tal vez me sería más fácil. En cualquier caso, esperamos, amodorrados en nuestras sillas hasta que salió el sol. Y entonces, como en los últimos tiempos era yo el que se había puesto en plan doméstico, preparé café para los dos, de uno en uno, porque la cafetera de Deborah era uno de esos trastos de una sola taza, para gente que no espera muchas visitas y su vida no vale gran cosa. No había nada en la nevera que fuera ni remotamente comestible, a menos que fueras un perro salvaje. Muy decepcionante: Dexter es un muchacho vigoroso con un metabolismo acelerado, y afrontar lo que prometía ser un día difícil con el estómago vacío no era un pensamiento feliz. Sé que la familia es lo primero, pero ¿no debería ir después del desayuno?
Ay, bien. El Intrépido Dexter se sacrificaría una vez más. Pura nobleza de espíritu, y no podía esperar agradecimiento, pero uno hace lo que debe.
15
El doctor Mark Spielman era un hombre grande, que parecía más un defensa de fútbol americano que un médico de urgencias, pero había estado de guardia cuando la ambulancia ingresó La Cosa en el Jackson Memorial Hospital, y no estaba nada contento de eso.
—Si alguna vez he de volver a ver algo semejante —dijo—, me retiraré a criar perros salchicha. —Meneó la cabeza—. Ya sabe cómo es el servicio de urgencias del Jackson. Uno de los más ajetreados. Todas las locuras de una de las ciudades más locas del mundo vienen a parar aquí. Pero esto… —Spielman golpeó la mesa con los nudillos dos veces—. Es otra cosa.
—¿Cuál es el pronóstico? —preguntó Deborah, y el hombre la miró fijamente.
—¿Bromea? No hay pronóstico, ni lo habrá. Desde el punto de vista físico, con lo que queda sólo podemos mantenerlo con vida, si quiere llamarlo así. ¿Desde el punto de vista psicológico? —Alzó las palmas hacia el techo y después apoyó las manos sobre la mesa—. No soy psiquiatra, pero no queda nada en su cerebro, y jamás volverá a gozar de un momento de lucidez. Su única esperanza es que le mantengamos tan sedado que ni siquiera sepa quién es, hasta el día en que muera. Lo cual, por su bien, espero que suceda pronto. — Consultó su reloj, un Rolex muy bonito—. ¿Vamos a tardar mucho? Estoy de guardia.
—¿Había rastros de drogas en su sangre? —preguntó Deborah.
Spielman resopló.
—Joder, rastros. La sangre de ese tipo es un cóctel. Nunca había visto una mezcla igual. Todo destinado a mantenerle despierto, pero amortiguando el dolor físico, para que el shock de las amputaciones múltiples no le matara.
—¿Vio algo inusual en los cortes? —le pregunté.
—El tipo sabía lo que hacía —dijo Spielman—. Todos fueron efectuados con una técnica quirúrgica muy buena. Pero cualquier facultad de medicina del mundo se lo habría podido enseñar. —Expulsó el aire y una sonrisa de disculpa alumbró en su cara—. Algunos ya habían cicatrizado.
—¿Qué período de tiempo nos proporciona eso? —preguntó Deborah.
Spielman se encogió de hombros.
—Entre cuatro y seis semanas, desde que empezó hasta que terminó —dijo—. Tardó al menos un mes en desmembrar a ese tipo, pedazo a pedazo. No puedo imaginar nada más horrible.
—Lo hizo delante de un espejo —dije, siempre colaborador—. Para que la víctima tuviera que mirar.
Spielman se quedó horrorizado.
—Dios mío —dijo. Estuvo callado unos momentos—. Oh, Dios mío —repitió. Meneó la cabeza y consultó su Rolex de nuevo—. Escuchen, me gustaría ayudarles, pero esto es… — Extendió las manos, y volvió a dejarlas sobre la mesa—. No creo que pueda decirles nada relevante, de modo que les ahorraré tiempo. Ese señor, um… ¿Chesney?
—Chutsky —dijo Deborah.
—Sí, eso. Llamó para sugerir que tal vez podría conseguir una identificación con un escáner retiniano en, um, cierta base de datos de Virginia. —Enarcó una ceja y se humedeció los labios—. A lo que iba. Ayer recibí un fax, con una identificación positiva de la víctima. Iré a buscarlo. —Se levantó y desapareció por el pasillo. Un momento después, regresó con una hoja de papel—. Aquí está. El nombre es Manuel Borges. Nativo de El Salvador, dueño de un negocio de importaciones. —Dejó el papel delante de Deborah—. Sé que no es mucho, pero créanme, esto es lo que hay. En su estado actual… —Se encogió de hombros—. No pensaba que obtendríamos tanto.
Un pequeño altavoz fijo al techo murmuró algo que habría podido salir de un programa de televisión. Spielman ladeó la cabeza y frunció el ceño.
—He de irme. Espero que le atrapen.
Salió por la puerta y se alejó por el pasillo con tal rapidez, que el fax que había dejado caer sobre la mesa aleteó.
Miré a Deborah. No parecía muy alentada por haber averiguado el nombre de la víctima.
—Bien —dije—. Sé que no es gran cosa.
Ella meneó la cabeza.
—Poca cosa sería un gran paso adelante. Esto no es nada. —Miró el fax y lo leyó de cabo a rabo una vez—. El Salvador. Relacionado con algo llamado FLANGE.
—Era nuestro bando —dije. Me miró—. El bando al que Estados Unidos apoyaba. Lo busqué en Internet.
—Fantástico. Hemos descubierto algo que ya sabíamos.
Se puso en pie y caminó hacia la puerta, no tan deprisa como el doctor Spielman, pero sí lo bastante para que yo tuviera que correr y alcanzarla sólo cuando llegó a la puerta del aparcamiento.
Deborah condujo con rapidez y en silencio, con las mandíbulas apretadas, hasta la pequeña casa de la calle 4 N.W. donde todo había empezado. La cinta amarilla había desaparecido, por supuesto, pero Deborah aparcó de cualquier manera, al estilo de los polis, y bajó del coche. La seguí por el corto camino que conducía hasta la casa contigua a aquella donde habíamos encontrado el tope de puerta humano. Deborah tocó el timbre, todavía sin hablar, y un momento después se abrió. Un hombre de edad madura con gafas de montura dorada y una camisa de color tostado nos miró con semblante inquisitivo.
—Hemos de hablar con Ariel Medina —dijo Deborah, al tiempo que enseñaba la placa.
—Mi madre está descansando —dijo el hombre.
—Es urgente —replicó Deborah.
El hombre la miró, y después a mí.
—Un momento —dijo. Cerró la puerta. Deborah clavó la vista en la madera, y vi que los músculos de su mandíbula se agitaban durante un par de minutos, hasta que el hombre volvió a abrir la puerta de par en par.