—Entren.
Le seguimos hasta una pequeña habitación oscura abarrotada de docenas de mesitas auxiliares, cada una adornada con artículos religiosos y fotografías enmarcadas. Ariel, la anciana que había descubierto la cosa en la casa de al lado y llorado sobre el hombro de Deborah, estaba sentada en un enorme sofá demasiado relleno con tapetes sobre los brazos y el respaldo. Cuando vio a Deborah dijo, «Ahhhh» y se levantó para abrazarla. Deborah, quien tendría que haber esperado un abrazo de verdad de una cubana anciana, se quedó rígida un momento, antes de devolverle el abrazo con torpeza y palmear varias veces la espalda de la mujer. Deborah se apartó en cuanto la educación se lo permitió. Ariel volvió a sentarse en el sofá y palmeó el almohadón de al lado. Deborah se sentó.
La anciana se puso a hablar muy deprisa en español. Yo hablo un poco el idioma, y a menudo hasta entiendo el cubano, pero sólo estaba captando una palabra de cada diez de la perorata de Ariel. Deborah me miró impotente. Por quijotescas razones, había elegido estudiar francés en el colegio, y para ella era como si la anciana estuviera hablando en etrusco.
—Por favor, señora —dije—, mi hermana no habla español.
—¿No? —Ariel miró a Deborah con menos entusiasmo y meneó la cabeza—. ¡Lázaro! — Su hijo avanzó, y cuando ella reanudó su monólogo sin apenas una pausa, el hombre empezó a traducir.
—Vine aquí desde Santiago de Cuba en 1962 —dijo la anciana por boca de su hijo—. Bajo Batista vi cosas terribles. La gente desaparecía. Después, llegó Castro y tuve esperanza durante un tiempo. —La mujer meneó la cabeza y extendió las manos—. Lo crean o no, en aquella época pensábamos así. Las cosas serían diferentes. Pero pronto volvió a ser todo igual. Peor. Por eso vine aquí. A los Estados Unidos. Porque aquí, la gente no desaparece. No disparan en la calle a la gente ni la torturan. Eso pensaba yo. Y ahora, esto.
Movió una mano hacia la casa de al lado.
—He de hacerle unas preguntas —dijo Deborah, y Lázaro tradujo.
Ariel se limitó a asentir y prosiguió con su historia.
—Ni siquiera con Castro hicieron algo así —dijo—. Sí, matan gente, o la encierran en la isla de Pinos. Pero nunca algo así. En Cuba no. Sólo en Estados Unidos.
—¿Vio alguna vez al hombre de al lado? —La interrumpió Deborah—. ¿Al hombre que hizo eso? —Ariel estudió a Deborah un momento—. He de saberlo. Habrá otro si no le encontramos.
—¿Por qué es usted quien me lo pregunta? —Interrogó Ariel por mediación de su hijo—. Este trabajo no es para usted. Una mujer bonita como usted debería tener un marido. Una familia.
—La próxima víctima es el novio de mi hermana —dije. Deborah me fulminó con la mirada.
—Ahhh —dijo Ariel. Chasqueó la lengua y asintió—. Bien, no sé qué decirle. Vi al hombre, tal vez dos veces. —Se encogió de hombros y Deborah se inclinó hacia delante, impaciente—. Siempre de noche, nunca muy cerca. Puedo decirle que el hombre era pequeño, muy bajo. Y también flaco. Con gafas grandes. No sé nada más. Nunca salía, era muy silencioso. A veces oíamos música. —Sonrió un poco y añadió—: Tito Puente.
—Tito Puente —repitió Lázaro sin necesidad.
—Ah —repliqué, y todos me miraron—. Para disimular los ruidos —dije, un poco violento a causa de tanta atención.
—¿Tenía coche? —preguntó Deborah, y Ariel frunció el ceño.
—Una furgoneta —contestó—. Conducía una furgoneta blanca antigua sin ventanillas. Estaba muy limpia, pero tenía muchas abolladuras y manchas de óxido. La vi algunas veces, pero solía guardarla en el garaje.
—Imagino que no vio la matrícula —dije, y la mujer me miró.
—Pues sí —dijo por mediación de su hijo, y alzó una mano con la palma hacia fuera—. No tomé nota de la matrícula, porque eso sólo pasa en las películas antiguas, pero sé que era una matrícula de Florida. La amarilla con el dibujo de un niño —precisó. Dejó de hablar y me traspasó con la mirada, porque se me había escapado la risa. No es nada digno, y no suelo practicarlo con regularidad, pero estaba riendo y no podía evitarlo.
Deborah también me fulminó con la mirada.
—¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó.
—La matrícula —contesté—. Lo siento, Debs, pero, Dios mío, ¿no sabes lo que es la placa amarilla de Florida? Y que este tío tenga una y haga lo que hace…
Tragué saliva para reprimir la risa, pero necesité de todo mi autocontrol.
—Muy bien, maldita sea, ¿por qué es tan cómica la matrícula amarilla?
—Es una placa especial, Deb —dije—. La que pone ELIGE LA VIDA.
Y entonces, al imaginar al doctor Danco acarreando a sus pobres víctimas, empapuzándolas de productos químicos para mantenerlas con vida durante todo el proceso, temo que volví a reír.
—Elige la vida —repetí.
De veras que tenía ganas de conocer a ese tipo.
Volvimos al coche en silencio. Deborah subió y transmitió la descripción de la furgoneta al capitán Matthews, y éste dijo que probablemente lanzaría una orden de búsqueda y captura. Mientras ella hablaba con el capitán, yo paseé la vista a mi alrededor. Patios primorosamente cuidados, la mayoría consistentes en rocas de colores. Algunas bicicletas de niños encadenadas al porche delantero, y el Orange Bowl cerniéndose al fondo. Un bonito barrio para vivir, trabajar, formar una familia…, o rebanar los brazos y piernas de alguien.
—Sube —dijo Deborah, interrumpiendo mis fantasías bucólicas. Obedecí y nos fuimos. En un momento dado, cuando nos detuvimos en un semáforo en rojo, Deb me miró—. Has elegido un curioso momento para ponerte a reír.
—Caramba, Deb —dije—. Es el primer atisbo de la personalidad de este tipo que obtenemos. Sabemos que tiene sentido del humor. Creo que es un gran paso adelante.
—Claro. Tal vez le pillaremos en el club de la comedia.
—Le pillaremos, Deb —dije, aunque ninguno de los dos me creyó. Ella se limitó a gruñir. El semáforo cambió y Debs pisó el acelerador como si estuviera matando una serpiente venenosa.
Avanzamos entre el tráfico hacia casa de Deb. La hora punta matutina estaba llegando a su fin. En la esquina de Flagler con la 34, un coche se había subido a la acera estrellándose en la farola que había delante de una iglesia. Un policía se interponía entre dos hombres que se chillaban mutuamente. Una niña estaba sentada en el bordillo y lloraba. Ay, los ritmos encantadores de otro día mágico en el paraíso.
Unos momentos después doblamos por Medina, y Deborah aparcó el coche junto al mío en el camino de entrada. Apagó el motor y nos quedamos sentados un momento, escuchando los ruidos del motor al enfriarse.
—Mierda —dijo ella.
—Estoy de acuerdo.
—¿Qué haremos ahora? —preguntó.
—Dormir —contesté—. Estoy demasiado cansado para pensar.
Ella golpeó el volante con las dos manos.
—¿Cómo podré dormir, Dexter? Sabiendo que Kyle está… —Dio otro porrazo al volante—. Mierda.
—La furgoneta aparecerá, Deb. Ya lo sabes. La basa de datos escupirá todas las furgonetas blancas con la placa de ELIGE LA VIDA, y con una orden de búsqueda y captura es sólo cuestión de tiempo.
—Kyle no tiene tiempo —replicó ella.
—Los seres humanos necesitan dormir, Debs —dije—. Y yo también.
La furgoneta de un mensajero dobló la esquina con un chirriar de frenos y se detuvo ante la casa de Deborah. El conductor bajó con un pequeño paquete y se acercó a la puerta.
—Mierda —dijo Deborah por última vez, y bajó del coche para recoger el paquete.
Cerré los ojos y continué sentado un momento más, meditando, que es lo que hago en lugar de pensar cuando estoy muy cansado.