Se me antojó un esfuerzo vano. No se me ocurrió nada, salvo preguntarme dónde estaban mis zapatillas de deporte. Con mi nuevo sentido del humor eso me pareció divertido, y ante mi gran sorpresa, oí un eco muy tenue procedente del Oscuro Pasajero. ¿Por qué es tan divertido?, pregunté. ¿Porque me las dejé en casa de Rita? No contestó, claro está. El pobre debe estar muy enfadado. No obstante, había lanzado una risita. ¿Es otra cosa la que te parece divertida?, pregunté. Pero tampoco esta vez hubo respuesta. Tan sólo una leve sensación de impaciencia y ansia.
El mensajero salió a toda leche. Justo cuando estaba a punto de bostezar, estirarme y admitir que los poderes tan bien afinados de mi cerebro habían sufrido un ataque de apoplejía, oí una especie de gemido, como el de alguien que quiere vomitar. Abrí los ojos y vi a Deborah que avanzaba un paso vacilante, para luego dejarse caer en el camino de entrada. Bajé del coche y corrí hacia ella.
—¿Qué pasa, Deb? —pregunté.
Tiró el paquete y sepultó la cara entre las manos, al tiempo que emitía más ruidos extraños. Me acuclillé a su lado y recogí el paquete. Era una caja pequeña, justo del tamaño de un reloj de muñeca. Levanté la tapa. Dentro había una bolsa de cremallera. Y dentro de la bolsa había un dedo humano.
Un dedo meñique con un gran anillo centelleante.
16
Esta vez, hizo falta mucho más que dar palmaditas en el hombro a Deborah y decir «Tranquila, tranquila» para calmarla. De hecho, tuve que obligarla a trasegar un buen vaso de pipermín. Sabía que necesitaba una especie de ayuda química que la ayudara a relajarse, e incluso dormir si era posible, pero Debs no tenía nada más fuerte en su botiquín que Tylenol, y no bebía. Encontré por fin la botella de aguardiente bajo el fregadero de la cocina, y después de comprobar que no era detergente, la obligué a beber un vaso. A juzgar por el sabor, podría haber sido muy bien detergente. Ella se estremeció y tuvo náuseas, pero lo bebió, demasiado agotada y aturdida para resistirse.
Mientras se derrumbaba en su silla, tiré unas cuantas mudas en una bolsa de tienda de alimentación y la dejé al lado de la puerta principal. Ella miró la bolsa y después a mí.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó. Su voz era un ronroneo, y no parecía muy interesada en la respuesta.
—Vas a quedarte en mi casa unos días —dije.
—No quiero —contestó.
—Me da igual. Has de hacerlo.
Desvió la vista hacia la bolsa de la ropa.
—¿Por qué?
Me acerqué a ella y me acuclillé junto a la silla.
—Deborah, él sabe quién eres y dónde estás. Intentemos ponerle las cosas un poco más difíciles, ¿de acuerdo?
Se estremeció de nuevo, pero no dijo nada más, mientras yo la ayudaba a levantarse y salir por la puerta. Media hora y otro trago de pipermín después estaba en mi cama, roncando un poquito. Dejé una nota diciéndole que me llamara cuando despertara, y después me llevé su paquetito sorpresa al trabajo.
No esperaba encontrar pistas importantes aunque el dedo fuera sometido a examen en el laboratorio, pero como me gano la vida en esa parcela laboral pensé que debía concederle un vistazo profesional. Y como me tomo todas mis obligaciones muy en serio, de camino paré a comprar donuts. Cuando me acercaba a mi cubículo del segundo piso, Vince Masuoka vino hacia mí desde el fondo del pasillo. Hice una humilde reverencia y alcé la bolsa.
—Saludos, Sensei —dije—. He traído un regalo.
—Saludos, Saltamontes —dijo—. Existe una cosa llamada tiempo. Has de explorar sus misterios. —Alzó la muñeca y señaló el reloj—. ¿Voy a comer, y me traes ahora el desayuno?
—Mejor tarde que nunca —dije, pero él negó con la cabeza.
—Na —dijo—. Mi boca ya ha cambiado de marcha. Voy a atizarme un poco de ropa vieja y plátanos.
—Si desprecias mi regalo gastronómico, te enseñaré el dedo —dije. Enarcó una ceja, y le entregué el paquete de Deborah—. ¿Puedes concederme media hora de tu tiempo antes de comer?
Masuoka miró la cajita.
—No creo que deba abrirla con el estómago vacío, ¿verdad? —dijo.
—Bien, pues, ¿qué te parece un donut?
Tardó más de media hora, pero cuando Vince se fue a comer habíamos averiguado que no podíamos averiguar nada sobre el dedo de Kyle. El corte era extremadamente pulcro y profesional, efectuado con un instrumento muy afilado que no dejaba el menor rastro en la herida. No había nada debajo de la uña, salvo un poco de suciedad que podía proceder de cualquier sitio. Saqué el anillo, pero no descubrimos fibras, pelos ni rastros de tela significativos, y Kyle no se había tomado la molestia de grabar una dirección o un número de teléfono en el interior del anillo. El tipo sanguíneo de Kyle era AB positivo.
Guardé el dedo en el congelador y deslicé el anillo en mi bolsillo. No era el procedimiento protocolario, pero yo estaba muy seguro de que Deborah lo querría si no recuperábamos a Kyle. Tal como estaban las cosas, daba la impresión de que, si le recuperábamos, sería vía mensajero, pieza a pieza. No soy una persona sentimental, por supuesto, pero me pareció que eso no confortaría el corazón de mi hermana.
Estaba ya muy cansado, y como Debs aún no había llamado, decidí que tenía todo el derecho del mundo a ir a casa y descabezar un sueñecito. La lluvia de la tarde empezó cuando subí al coche. Tomé por Lejeune, con un tráfico relativamente escaso, y llegué a casa después de haber chillado sólo una vez, cosa que significaba un nuevo récord. Corrí bajo la lluvia y descubrí que Deborah se había ido. Había garabateado una nota en un post-it, diciendo que llamaría más tarde. Yo me quedé aliviado, puesto que no me apetecía dormir en mi diminuto sofá. Me metí en la cama y dormí sin interrupciones hasta pasadas las seis de la tarde.
Como es natural, hasta la poderosa máquina que es mi cuerpo necesita cierto mantenimiento, y cuando me senté en la cama sentía una gran necesidad de un cambio de aceite. La larga noche con tan poco sueño, la falta de desayuno, la tensión y la intriga de intentar pensar en algo que decir a Deborah, además de «tranquila, tranquila», todas estas cosas se estaban cobrando su tributo. Experimentaba la sensación de que alguien me hubiera envuelto la cabeza en arena de playa, acompañada de sus correspondientes chapas de botella y colillas de cigarrillos.
Sólo hay una solución cuando se presenta este estado ocasional, y es el ejercicio. Pero cuando decidí que lo que de veras necesitaba era una agradable carrera de unos cuatro o cinco kilómetros, recordé una vez más que había extraviado mis zapatillas de deporte. No estaban en su lugar acostumbrado al lado de la puerta, y no estaban en mi coche. Vivíamos en Miami, con lo cual era posible que alguien hubiera entrado en mi apartamento para robarlas. Al fin y al cabo, eran unas zapatillas New Balance muy bonitas. No obstante, pensé que debía de habérmelas dejado en casa de Rita. Para mí, decidir es actuar. Bajé hasta mi coche y fui a casa de Rita.
Hacía mucho rato que ya no llovía (los chaparrones no suelen durar más de una hora), y las calles ya estaban secas e invadidas por la habitual muchedumbre jovialmente homicida. Mi gente. El Taurus marrón apareció detrás de mí en Sunset, y me acompañó durante todo el trayecto. Era agradable ver que Doakes había vuelto al trabajo. Me había sentido un poco ninguneado. Aparcó una vez más al otro lado de la calle mientras yo llamaba a la puerta. Acababa de apagar el motor, cuando Rita abrió la puerta.
—Vaya —dijo—. ¡Qué sorpresa!
Levantó la cara para que la besara.
Le di un beso, que demoré lo bastante para distraer al sargento Doakes. —No es fácil decir esto —dije—, pero he venido a buscar mis zapatillas de deporte. Rita sonrió.