—Piense que ahora le será mucho más fácil seguirme —dije.
—Cuando esto termine —dijo—, sólo tú y yo.
—Pero no antes de que termine —dije, y asintió por fin, sólo una vez.
—Hasta entonces —dijo.
18
Doakes nos llevó a una cafetería de la calle Ocho. Justo enfrente había un negocio de coches de segunda mano. Nos guió hasta una mesita situada en un rincón del fondo y se sentó de cara a la puerta.
—Aquí podremos hablar —dijo, con un tono tan parecido al de una película de espías que me arrepentí de no haber traído gafas de sol. Bien, tal vez las de Chutsky llegarían por correo. Sin la nariz sujeta, con suerte.
Antes de que pudiéramos hablar, un hombre salió de la trascocina y estrechó la mano de Doakes.
—Alberto —dijo—. ¿Cómo estás? Doakes le contestó en un español muy bueno, mejor que el mío, para ser sincero, aunque me gusta pensar que mi acento es mejor.
—Luis —dijo—. Más o menos.
Charlaron unos momentos, y después Luis nos trajo unas tazas diminutas de café cubano espantosamente dulce y una bandeja de pastelitos. Saludó con un cabeceo a Doakes y desapareció en la trascocina.
Deborah contempló toda la escena con creciente impaciencia, y cuando Luis nos dejó por fin inició la conversación.
—Necesitamos los nombres de toda la gente que estuvo en El Salvador —le espetó sin más.
Doakes la miró y bebió su café.
—Es una lista grande —dijo.
Deborah frunció el ceño.
—Ya sabe a qué me refiero —dijo—. Maldita sea, Doakes, ese tipo tiene a Kyle.
Doakes exhibió la dentadura.
—Sí, Kyle se está haciendo viejo. En sus buenos tiempos no le habría echado el lazo.
—¿Qué estaba haciendo exactamente allí? —pregunté. Sé que era como enviarle un mensaje, pero la curiosidad que sentía por la respuesta se impuso.
Todavía sonriente, si podía llamarse así, Doakes me miró.
—¿Tú qué crees?
Y bajo las palabras capté un silencioso rugido de salvaje júbilo, replicado al instante desde las profundidades de mi oscuro asiento trasero, un depredador llamando a otro en la noche iluminada por la luna. La verdad, ¿qué otra cosa podía estar haciendo? Al igual que Doakes me conocía, yo sabía lo que era Doakes: un asesino sin escrúpulos. Aunque Chutsky no lo hubiera dicho, estaba claro lo que Doakes habría hecho en el carnaval homicida de El Salvador. Habría sido uno de los maestros de ceremonias.
—Acabad con el concurso de miradas —dijo Deborah—. Necesito algunos nombres.
Doakes cogió un pastelito y se reclinó en la silla.
—¿Por qué no me ponen al corriente? —preguntó. Dio un bocado, y Deborah tamborileó con un dedo sobre la mesa, hasta decidir que era lo lógico.
—Muy bien —dijo—. Tenemos una descripción aproximada del tipo que está haciendo esto, y de su furgoneta. Una furgoneta blanca.
Doakes meneó la cabeza.
—No importa. Sabemos quién está haciendo esto.
—También hemos identificado a la primera víctima —dije—. Un hombre llamado Manuel Borges.
—Vaya, vaya —dijo Doakes—. El viejo Manny, ¿eh? Tendrían que haberme dejado matarle.
—¿Un amigo suyo? —pregunté, pero Doakes no me hizo caso.
—¿Qué más tienen? —preguntó.
—Kyle tenía una lista de nombres —dijo Deborah—. Otros hombres de la misma unidad. Dijo que uno de ellos sería la siguiente víctima, pero no me dio los nombres.
—No, claro —dijo Doakes.
—Necesitamos que usted nos los proporcione —dijo ella.
Dio la impresión de que Doakes meditaba al respecto.
—Si yo fuera un pez gordo como Kyle, elegiría a uno de esos tipos y le haría seguir. — Deborah se humedeció los labios y asintió—. El problema es que no soy un pez gordo como Kyle. Soy un simple policía rural.
—¿Quiere un banjo? —pregunté, pero por alguna razón no se rió.
—Sólo sé de un miembro del antiguo comando que viva aquí en Miami —dijo, después de dirigirme una veloz y salvaje mirada—. Oscar Acosta. Le vi en Publix hace dos años. Podríamos localizarle. —Apuntó la barbilla hacia Deborah—. Se me ocurren otros dos nombres. Búsquelos, a ver si viven aquí. —Extendió las manos—. Es todo cuanto sé. Podría llamar a algunos antiguos colegas de Virginia, pero ignoro qué consecuencias podría traer eso. —Resopló—. De todos modos, tardarían dos días en decidir qué estaba preguntando en realidad y qué deberían hacer al respecto.
—¿Qué hacemos? —Preguntó Deborah—. ¿Hacemos seguir a ese tipo, el que usted vio? ¿O hablamos con él?
Doakes meneó la cabeza.
—Se acordaba de mí. Puedo hablar con él. Si intentan vigilarle, se dará cuenta y desaparecerá. —Consultó su reloj—. Las tres menos cuarto. Oscar llegará a casa dentro de un par de horas. Esperen mi llamada. —Entonces, me dirigió su sonrisa de «te-estaré-vigilando» de ciento cincuenta vatios—. ¿Por qué no te vas a esperar con tu bonita novia?
Se levantó y salió, dejándonos la cuenta.
Deborah me miró fijamente.
—¿Novia? —preguntó.
—No es nada definitivo —contesté.
—¿Estás prometido?
—Iba a decírtelo.
—¿Cuándo? ¿El día del tercer aniversario?
—Cuando supiera cómo había sucedido —repliqué—. Aún no me lo creo.
Ella resopló.
—Ni yo. —Se puso en pie—. Vámonos. Te llevaré de vuelta al trabajo. Después, ve a esperar con tu novia —dijo. Dejé algo de dinero sobre la mesa y la seguí.
Vince Masuoka pasaba por el pasillo cuando Deborah y yo salimos del ascensor.
—Shalom, chaval —saludó—. ¿Cómo te va?
—Está prometido —dijo Deborah antes de que yo pudiera hablar. Vince la miró como si hubiera dicho que estaba embarazado.
—¿Que está qué? —preguntó.
—Prometido. Para casarse —dijo ella.
—¿Casado? ¿Dexter?
Dio la impresión de que su rostro pugnaba por encontrar la expresión correcta, tarea difícil porque siempre parecía que estuviera fingiendo, uno de los motivos de que me llevara bien con éclass="underline" dos humanos artificiales, como guisantes de plástico en una vaina de verdad. Por fin, se decidió por una expresión de sorpresa alborozada, no muy convincente, pero una inteligente elección de todos modos.
—¡Mazel tov![7] —exclamó, y me dio un abrazo desmañado.
—Gracias —repuse, todavía estupefacto por todo el asunto, mientras me preguntaba si tendría que llegar hasta el final.
—Bien —dijo, y se frotó las manos—, no podemos perdonarte. ¿Mañana por la noche en mi casa?
—¿Para qué? —pregunté.
Me dedicó su mejor sonrisa falsa.
—Antiguo ritual japonés, que se remonta al shogunado Tokugawa. Nos machacamos a golpes y vemos películas guarras —dijo, y después dirigió una sonrisa lasciva a Deborah—. Podemos pedir a tu hermana que salte de un pastel.
—¿Qué te parece si te saltamos el culo a cambio? —dijo Debs.
—Eres muy amable, Vince, pero no creo… —dije, intentando evitar cualquier cosa que hiciera más oficial mi compromiso, y también que siguieran intercambiando réplicas ingeniosas antes de que me entrara dolor de cabeza, pero Vince no me dejó terminar.
—No, no —insistió—, es necesario. Es una cuestión de honor, no hay escapatoria posible. Mañana, a las ocho de la noche —dijo. Miró a Deborah mientras se alejaba y añadió—: Sólo tienes veinticuatro horas para practicar con las borlas.
—Ve a practicar tú —replicó ella.
—¡Ja ja! —contestó Vince con su terrible risa falsa, y desapareció por el pasillo.