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—Pequeño monstruo —masculló Deborah, y se volvió para marchar en dirección contraria—. Quédate con tu novia después de trabajar. Te llamaré cuando sepa algo de Doakes.

La jornada laboral estaba terminando. Archivé algunas cosas, pedí una caja de Luminol a nuestro proveedor y confirmé la recepción de media docena de mensajes que se habían acumulado en el buzón de mi correo electrónico. Con la sensación de haber cumplido mi deber, me dirigí a mi coche y me abrí paso entre la relajante carnicería de la hora punta. Me detuve en mi apartamento para cambiarme. No vi a Debs, pero la cama estaba deshecha, lo cual significaba que había pasado por allí. Guardé mis cosas en una bolsa de mano y fui a casa de Rita.

Ya había oscurecido por completo cuando llegué a casa de Rita. No quería ir, pero tampoco sabía muy bien qué hacer. Deborah esperaba localizarme allí si me necesitaba, y estaba utilizando mi apartamento. De modo que aparqué en el camino de entrada de Rita y bajé del coche. Por puro reflejo, miré hacia el lugar donde dejaba el coche el sargento Doakes. Estaba desierto, por supuesto. Estaría ocupado hablando con Oscar, su antiguo amiguete del ejército. Y de repente comprendí que estaba libre, lejos de los ojos de sabueso hostiles que me habían seguido durante tanto tiempo. Un lento y triunfal himno de oscura alegría en estado puro se alzó en mi interior, y el contrapunto resonó desde una repentina luna que asomaba por detrás de un montón de nubes bajas, una luna pálida y estriada en tres cuartos, todavía baja y enorme en el cielo oscuro. Y la música bramó desde los altavoces y resonó en las gradas superiores del Oscuro Estadio de Dexter, mientras los furtivos susurros se transformaban en vítores estruendosos para competir con la música de la luna, un cántico estimulante de Hazlo, hazlo, hazlo, y mi cuerpo se estremeció cuando pensé, ¿por qué no?

¿Y por qué no? Podía escaparme durante unas cuantas horas de felicidad, llevándome el móvil, por supuesto, no quería portarme como un irresponsable. Pero ¿por qué no aprovecharme de la noche de luna sin Doakes y perderme en la oscura brisa? Pensar en aquellas botas rojas tiraba de mí como una marea primaveral. Reiker vivía a escasos kilómetros de aquí. Podía plantarme en su casa en diez minutos. Podía entrar, encontrar las pruebas que necesitaba, y después… Supuse que tendría que improvisar, pero la voz agazapada justo bajo el borde del sonido estaba pletórica de ideas esta noche, y sin duda se nos ocurriría algo que condujera a la dulce liberación que ambos necesitábamos tanto. Oh, hazlo, Dexter, aullaban las voces, y cuando me puse de puntillas para escuchar y pensar de nuevo ¿por qué no?, sin encontrar una respuesta razonable…

… se abrió de par en par la puerta de Rita y Astor se asomó.

—¡Es él! —Gritó hacia el interior de la casa—. ¡Está aquí!

Y aquí estaba. Aquí, en lugar de allí. Caminando hacia el sofá en lugar de alejarme bailando en la oscuridad. Con la máscara cautelosa de Dexter el Teleadicto en lugar del brillo plateado refulgente del Oscuro Vengador.

—Entra —dijo Rita, invadiendo el umbral de la puerta con tanta alegría y ternura que tuve que apretar los dientes, y la multitud que bullía en mi interior lanzó aullidos de decepción, pero poco a poco fue desfilando del estadio, partido terminado, porque al fin y al cabo, ¿qué podíamos hacer? Nada, por supuesto, y eso hicimos, entrar dócilmente en la casa detrás del feliz desfile de Rita, Astor y el siempre silencioso Cody. Conseguí reprimir los sollozos, pero en serio, ¿no estábamos llevando las cosas un poco demasiado lejos? ¿No estábamos abusando de la buena naturaleza de Dexter?

La cena fue irritantemente placentera, como para demostrarme que me estaba adentrando en una vida de felicidad y chuletas de cerdo, y seguí la corriente de puertas afuera. Corté la carne en pedacitos, mientras anhelaba cortar otra cosa y pensaba en los caníbales del sur del Pacífico que se referían a los humanos como el «cerdo largo». Muy apropiado, porque era el otro cerdo el que deseaba trinchar y no esta cosa sosa cubierta de salsa de setas que había en mi plato. Pero sonreí y pinché con el tenedor las judías verdes y conseguí llegar hasta el café, no sé muy bien cómo. Prueba severa la de la chuleta de cerdo, pero sobreviví.

Después de la cena, Rita y yo tomamos el café, mientras los crios comían pequeñas porciones de yogur helado. Aunque se supone que el café es un estimulante, no me ayudó a pensar en una forma de escapar de esto, ni siquiera durante unas horas, y mucho menos evitar esta vida dichosa que me había asaltado por la espalda y me tenía agarrado del cuello. Experimentaba la sensación de que me estaba difuminando por los bordes y fundiéndome con mi disfraz, hasta que la máscara de goma de felicidad se fundiría también con mis facciones verdaderas y me convertiría en aquello que fingía ser, llevaría a los niños al fútbol, compraría flores cuando bebiera demasiadas cervezas, compararía detergentes y recortaría gastos en lugar de desposeer a los perversos de su piel innecesaria. Eran unos pensamientos muy deprimentes, y me habría puesto triste si el timbre de la puerta no hubiera sonado justo a tiempo.

—Debe de ser Deborah —dije. Estoy bastante seguro de que conseguí disimular la esperanza de que vinieran a rescatarme. Me levanté y fui a la puerta de la calle, la abrí y vi a una mujer con algo de sobrepeso, aspecto agradable y largo pelo rubio.

—Oh —dijo—. Usted debe ser, er… ¿Está Rita?

Bien, supongo que yo era er, aunque hasta el momento no había sido consciente de ello. Llamé a Rita y vino enseguida, sonriente.

—¡Kathy! —dijo—. Me alegro de verte. ¿Cómo están los chicos? Kathy vive en la casa de al lado —me explicó.

—Aja —dije. Conocía a casi todos los chicos del barrio, pero no a sus padres. Ésta, al parecer, era la madre del enclenque vecinito de once años y su hermano mayor, casi siempre distraído. Como esto significaba que no debía llevar encima un coche bomba o un frasco de ántrax, sonreí y volví a la mesa con Cody y Astor.

—Jason está en el campamento de la banda —dijo—. Nicle deambula por la casa en un intento de alcanzar la pubertad para poder dejarse bigote.

—Oh, Señor —dijo Rita.

—Nicky es un golfo —susurró Astor—. Quería que me bajara las bragas para mirarme.

Cody transformó su yogur helado en un budín helado.

—Escucha, Rita, siento molestarte a la hora de la cena —dijo Kathy.

—Acabamos de terminar. ¿Te apetece un café?

—Oh, no, me los han reducido a uno al día —dijo—. Órdenes del médico. Es acerca de nuestro perro. Sólo quería preguntarte si has visto a Rascal. Hace un par de días que ha desaparecido, y Nick está muy preocupado.

—No le he visto. Voy a preguntar a los crios —dijo Rita, pero cuando se volvió para preguntar, Cody me miró, se levantó sin hacer el menor ruido y salió de la sala. Astor también se levantó.

—No lo hemos visto —dijo—. Desde que tiró el cubo de la basura la semana pasada.

Imitó a Cody y salió de la sala. Dejaron el postre en la mesa, a medio terminar.

Rita les vio desaparecer boquiabierta, y después se volvió hacia su vecina.

—Lo siento, Kathy. Imagino que nadie lo ha visto, pero estaremos ojo avizor, ¿de acuerdo? Estoy segura de que aparecerá. Dile a Nick que no se preocupe.

Continuó charlando con Kathy un minuto más, mientras yo contemplaba el yogur helado y le daba vueltas en la cabeza a lo que acababa de ver.

La puerta se cerró y Rita volvió a por su café, que se estaba enfriando.

—Kathy es una buena persona —dijo—, pero sus hijos pueden ser un poco pesados. Está divorciada, su ex compró una casa en Islamorada. Es abogado. Vive allí, de modo que Kathy tiene que criar a los chicos sola y creo que a veces no es muy firme. Es enfermera de un podólogo cerca de la universidad.