—¿Qué número calza? —pregunté.
—¿Estoy hablando demasiado? —preguntó Rita. Se mordió el labio—. Lo siento. Supongo que estaba un poco preocupada… Estoy segura de que sólo es… —Meneó la cabeza y me miró—. Dexter, ¿has…?
Nunca logré averiguar si lo había hecho o no, porque mi móvil gorjeó.
—Perdona —dije, y fui a la mesa que había junto a la puerta, donde lo había dejado.
—Doakes acaba de llamar —dijo Deborah sin molestarse en decir hola—. El tipo con el que fue a hablar ha huido. Doakes le sigue para saber adonde va, pero necesita que le apoyemos.
—Deprisa, Watson, el juego está a punto de empezar —dije, pero Deborah no estaba de humor para bromas literarias.
—Te recogeré dentro de cinco minutos —dijo.
19
Dejé a Rita con una apresurada explicación y salí a esperar. Deborah cumplió su palabra, y al cabo de cinco minutos y medio nos dirigíamos al norte por la Dixie Highway.
—Están en Miami Beach —dijo—. Doakes dice que abordó a ese tipo, Oscar, y le contó lo que estaba pasando. Oscar le dice que lo va a pensar, Doakes dice que vale, te llamaré, pero vigila la casa desde la calle, y diez minutos después el tipo sale por la puerta y se mete en el coche con una bolsa de viaje.
—¿Por qué huye?
—¿No huirías tú si te persiguiera Danco?
—No —respondí, y pensé complacido en lo que haría si me encontrara cara a cara con el doctor—. Le tendería una trampa y dejaría que viniera a por mí.
Y después, pensé, pero no lo dije en voz alta.
—Bien, Oscar no es como tú —observó Deborah.
—Pocos lo somos —contesté—. ¿Hacia dónde va?
Deborah frunció el ceño y meneó la cabeza.
—En este momento sin rumbo fijo, y Doakes le pisa los talones.
—¿Adonde crees que nos conducirá?
Deborah sacudió la cabeza y adelantó a un viejo Cadillac lleno de adolescentes vociferantes.
—Da igual —dijo, y subió por la rampa de entrada a la autopista de Palmetto, pisando fuerte el acelerador—. Oscar es nuestra única oportunidad. Si intenta abandonar la zona le detendremos, pero hasta entonces hemos de pegarnos a él, a ver qué pasa.
—Muy bien, una idea increíble, pero… ¿qué creemos que va a pasar?
—¡No lo sé, Dexter! —dijo irritada—. Pero sí sabemos que ese tipo será un objetivo tarde o temprano, ¿no? Y ahora, él también lo sabe, e igual está intentando comprobar si alguien le sigue antes de huir. Mierda —dijo, y adelantó a un viejo camión cargado con cajas de pollos. El camión debía ir a unos cuarenta y cinco kilómetros por hora, no llevaba luces traseras y tres hombres iban sentados encima de la carga, agarrando con una mano los sombreros deshilachados y el cargamento con la otra. Deborah les dedicó un bocinazo cuando adelantó. No surtió el menor efecto. Los hombres ni siquiera parpadearon.
—De todos modos —dijo cuando enderezó el volante y aceleró de nuevo—, Doakes quiere que estemos en la parte de Miami para apoyarle e impedir que Oscar haga de las suyas. Iremos paralelos a Biscayne.
Era sensato. Mientras Oscar estuviera en Miami Beach, no podía escapar en ninguna otra dirección. Si intentaba tomar una carretera elevada o dirigirse al norte hasta el punto más alejado de Haulover Park y atravesarlo, estaríamos allí para detenerle. A menos que tuviera un helicóptero escondido, le tendríamos acorralado. Dejé que Deborah condujera, y se dirigió hacia el norte a toda velocidad sin matar a nadie.
En el aeropuerto nos desviamos hacia el este por la 836. El tráfico era un poco más intenso en esta zona, y Deborah no paraba de cambiar de carril, muy concentrada. Yo me callaba lo que pensaba y ella hacía gala de años de entrenamiento con el tráfico de Miami, ganando lo que equivalía a una carrera de suicidas a máxima velocidad. Atravesamos ilesos el nudo de la I-95 y embocamos Biscayne Boulevard. Respiré hondo y expulsé el aire con cautela, mientras Deborah se internaba entre el tráfico y conducía a una velocidad normal.
La radio crepitó una vez y se oyó la voz de Doakes.
—Morgan, ¿cuál es su veinte?
Deborah alzó el micrófono y se lo dijo.
—Biscayne con MacArthur Causeway.
Siguió una breve pausa.
—Está parado junto al puente levadizo de Venetian Causeway. Cúbralo desde su lado.
—Diez-cuatro —dijo Deborah.
—Suena todo tan oficial cuando dices eso —no pude abstenerme de comentar.
—¿Qué significa eso? —preguntó ella.
—Nada, de veras —dije.
Me miró, una seria mirada de poli, pero su rostro aún era joven y, por un momento, experimenté la sensación de que volvíamos a ser niños, sentados en el coche patrulla de Harry y jugando a policías y ladrones…, sólo que esta vez tenía que hacer de bueno, una sensación muy desazonadora.
—Esto no es un juego, Dexter —dijo, porque ella compartía el mismo recuerdo, por supuesto—. La vida de Kyle está en juego. —Sus facciones adoptaron su Cara Seria de Pez Grande cuando prosiguió—. Sé que para ti no debe significar nada, pero aprecio a ese hombre. Me hace sentir tan… Mierda. Vas a casarte y aún no lo pillas.
Habíamos llegado al semáforo de la calle 15 N.E. y dobló a la derecha. Lo que quedaba del Ovni Malí se cernía a la izquierda, y delante de nosotros estaba Venetian Causeway.
—No soy muy bueno en cuestión de sentimientos, Debs —dije—. Tampoco sé nada de eso del matrimonio. Pero no me gusta verte desdichada.
Deborah paró frente al pequeño embarcadero, al lado del antiguo edificio Herald, y aparcó el coche de cara a Venetian Causeway. Guardó silencio un momento, y después expulsó el aire con un silbido.
—Lo siento.
Eso me pilló desprevenido, pues admito que me había estado preparando para decir algo muy parecido, sólo para mantener engrasadas las ruedas sociales. Estoy casi seguro de que lo habría verbalizado de una manera algo más inteligente, pero la esencia era la misma.
—¿El qué?
—No quería… Sé que eres diferente, Dex. Estoy intentando acostumbrarme a ello y… Pero sigues siendo mi hermano.
—Adoptado —dije.
—Eso es una chorrada y tú lo sabes. Eres mi hermano. Sé que estás aquí sólo por mí.
—De hecho, esperaba decir por la radio «diez-cuatro» más tarde.
Ella resopló.
—Muy bien, pórtate como un capullo. Pero gracias de todos modos.
—De nada.
Levantó la radio.
—Doakes, ¿qué está haciendo?
Doakes contestó al cabo de una breve pausa.
—Parece que está hablando por el móvil.
Deborah frunció el ceño y me miró.
—Si está huyendo, ¿con quién va a hablar por teléfono?
Me encogí de hombros.
—Podría estar buscando una forma de salir del país. O…
Callé. La idea era demasiado estúpida para pensarla, y tendría que haberla borrado de mi cabeza automáticamente, pero seguía allí, dando saltitos en la materia gris y agitando un banderín rojo.
—¿Qué? —preguntó Deborah.
Meneé la cabeza.
—No es posible. Una estupidez. Un pensamiento disparatado que no va a ningún sitio.
—Muy bien. ¿Hasta qué punto disparatado?
—¿Y si…? Ya te he dicho que era una estupidez.
—Es mucho más estúpido dar largas de esta manera —replicó—. ¿Cuál es la idea?
—¿Y si Oscar está llamando al buen doctor para llegar a un trato? —dije. Yo tenía razón. Parecía una estupidez.
Debs resopló.
—¿Qué tipo de trato?
—Bien —dije—, Doakes dice que lleva una bolsa. Podría contener dinero, bonos al portador, una colección de sellos. No lo sé, pero es muy posible que lleve algo incluso más valioso para nuestro amigo cirujano.