¿Ver nuestro pequeño coche camuflado había sido suficiente para que Oscar se comportara así? Era agradable pensarlo y me sentí importante, pero no me lo creí. Hasta el momento, había actuado de manera fría y controlada. De haber querido deshacerse de nosotros, habría efectuado un movimiento repentino y difícil, como subir por el puente levadizo cuando se alzó. Entonces, ¿por qué le había entrado el pánico de repente? Sólo por hacer algo, me incliné hacia delante y miré por el retrovisor lateral. Las letras mayúsculas en la superficie del espejo me revelaron que los objetos estaban más cercanos de lo que aparentaban. Tal como estaban las cosas, este pensamiento era muy deprimente, porque en aquel momento sólo aparecía un objeto en el espejo.
Una furgoneta blanca baqueteada.
Y nos estaba siguiendo a nosotros, y siguiendo a Oscar. A nuestra misma velocidad, adelantando a todo bicho viviente.
—Bien —dije—, no era una estupidez, a fin de cuentas.
Alcé la voz para hacerme oír por encima del chirrido de los neumáticos y las bocinas de los demás conductores.
—Ah, Deborah —dije—, no quiero distraerte de tus deberes de conductora, pero si tienes un momento, ¿te importaría mirar por el retrovisor?
—¿Qué coño quieres decir? —rugió, antes de desviar los ojos hacia el espejo. Fue una suerte que estuviéramos en un tramo recto, porque por un segundo casi se olvidó del volante—. Oh, mierda —susurró.
—Eso mismo pensaba yo —dije.
El paso elevado de la I-95 se ensanchaba al otro lado de la carretera que había justo enfrente, y antes de pasar por debajo Oscar giró violentamente a la derecha, atravesando tres carriles, y se desvió por una calle lateral que corría paralela a la autovía. Deborah blasfemó y dio un volantazo para seguirle.
—¡Díselo a Doakes! —ordenó, y levanté la radio, obediente. —Sargento Doakes —dije—, no estamos solos. La radio silbó una vez.
—¿Qué coño significa eso? —preguntó Doakes, casi como si hubiera oído la respuesta de Deborah y la admirara tanto que se hubiera visto obligado a repetirla.
—Acabamos de girar a la derecha por la avenida 6, y nos sigue una furgoneta blanca. — No hubo respuesta, así que repetí la información—. ¿He dicho que la furgoneta es blanca?
Esta vez, tuve la satisfacción de oír el gruñido de Doakes.
—Cabronazo.
—Eso mismo pensábamos nosotros —dije.
—Dejen pasar la furgoneta y péguense a ella —dijo.
—No me jodas —masculló Deborah con los dientes apretados, y luego dijo algo mucho peor. Yo estuve tentado de decir algo similar, porque cuando Doakes apagó la radio, Oscar subió por la rampa de comunicación con la I-95 seguido de nosotros, y en el último segundo giró en redondo y volvió a la avenida 6. El 4Runner rebotó cuando tocó la carretera y osciló hacia la derecha un momento, y después aceleró y se estabilizó. Deborah pisó el freno y dimos media vuelta. La furgoneta blanca nos llevaba ventaja. Bajó por la pendiente y redujo distancias con el 4Runner. Al cabo de medio segundo, Deborah les seguía por la calle.
La calle lateral era estrecha, con una hilera de casas a la derecha y un terraplén alto de cemento pintado de amarillo a la izquierda, con la I-95 arriba. Recorrimos varias manzanas, cada vez más deprisa. Una diminuta pareja de ancianos cogidos de las manos se detuvo en la acera a contemplar nuestro extraño desfile. Tal vez fueron imaginaciones mías, pero me dio la impresión de que aleteaban a causa del viento levantado por el coche de Oscar y la furgoneta al pasar.
Acortamos distancias un poco, y la furgoneta blanca se acercó aún más al 4Runner, pero Oscar aceleró. Se saltó un stop, y tuvimos que adelantar a un camión de mudanzas que estaba dando vueltas en círculo para intentar esquivar al 4Runner y a la furgoneta. El camión se tambaleó al girar y se estrelló contra una boca de incendios, pero Debs apretó la mandíbula, esquivó al camión y atravesó el cruce, sin hacer caso de los bocinazos y la fuente del agua que brotaba de la boca de incendios destrozada, y acortó distancias de nuevo en la siguiente manzana.
Varias manzanas delante de Oscar vi el semáforo en rojo de un cruce con una calle ancha. Incluso desde esta distancia podía distinguir un continuo torrente de tráfico que atravesaba el cruce. Nadie vive eternamente, por supuesto, pero si me hubieran dejado votar no habría elegido morir de esta manera. De repente, ver la tele con Rita se me antojó muchísimo más atractivo. Intenté pensar en una forma educada y muy convincente de persuadir a Deborah de que parara y oliera las rosas un momento, pero justo cuando más lo necesitaba mi poderoso cerebro se desconectó, y antes de que pudiera activarlo de nuevo Oscar se estaba acercando al semáforo.
Es muy posible que Oscar hubiera ido a la iglesia aquella semana, porque el semáforo se puso en verde cuando atravesó como un cohete el cruce. La furgoneta blanca le pisaba los talones, tuvo que frenar para no empotrarse contra un pequeño coche azul que intentaba saltarse el semáforo, y después llegó nuestro turno, con el semáforo completamente en verde. Adelantamos a la furgoneta, y casi lo conseguimos, pero al fin y al cabo estábamos en Miami, y un camión hormigonera se saltó el rojo detrás del coche azul, justo delante de nosotros. Tragué saliva cuando Deborah pisó el freno y dio la vuelta alrededor del camión. Nos estrellamos contra el bordillo, con las dos ruedas de la izquierda encima de la acera un momento, antes de volver a la carretera de nuevo.
—Muy bonito —dije cuando Deborah aceleró de nuevo. Es muy posible que se hubiera tomado el tiempo de darme las gracias por el cumplido, si la furgoneta blanca no hubiera decidido aprovecharse de nuestra breve disminución de velocidad para colocarse a nuestro lado y embestirnos. El extremo posterior de nuestro coche se torció a la izquierda, pero Deborah lo enderezó de nuevo.
La furgoneta nos embistió con renovados bríos, justo detrás de mi puerta, y cuando me aparté, la puerta se abrió. Nuestro coche viró bruscamente y Deborah frenó. Tal vez no fue la mejor estrategia, porque la furgoneta aceleró en el mismo momento y esta vez golpeó mi puerta con tal fuerza que la arrancó de cuajo, se estrelló cerca de la rueda trasera de la furgoneta y salió girando como una rueda deforme, levantando chispas.
Vi que la furgoneta oscilaba un poco, y oí el estallido de un neumático al reventarse. Entonces, la muralla blanca se estrelló contra nosotros una vez más. Nuestro coche experimentó una violenta sacudida, dio un bandazo a la izquierda, se subió al bordillo y atravesó la valla de tela metálica que separaba la carretera lateral de la rampa que descendía desde la I-95. Dimos vueltas como si los neumáticos fueran de mantequilla. Deborah luchaba con el volante enseñando los dientes, y casi conseguimos pegarnos a la rampa, pero yo no había ido a la iglesia aquella semana, y cuando nuestras dos ruedas delanteras golpearon el bordillo del otro lado de la rampa, un enorme 4 x 4 rojo se incrustó en nuestro parachoques posterior. Saltamos sobre la zona herbosa del cruce de la autovía que rodeaba un estanque de buen tamaño. Sólo tuve un momento para observar que la hierba podada parecía cambiar de sitio con el cielo nocturno. Entonces, el coche rebotó con fuerza y el airbag del asiento del pasajero me estalló en la cara. Fue como si me hubiera enzarzado en una pelea de almohadas con Mike Tyson. Aún estaba aturdido cuando el coche dio una voltereta, se precipitó al estanque y empezó a llenarse de agua.