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Deborah era un peso muerto en mis brazos, y un delgado chorro de agua fangosa escapaba por la comisura de su boca. La cargué sobre el hombro y chapoteé entre el barro hasta la hierba. El lodo opuso resistencia y perdí el zapato izquierdo antes de alejarme tres pasos del coche. Pero, al fin y al cabo, los zapatos son mucho más fáciles de reemplazar que las hermanas, de manera que continué adelante hasta trepar sobre la hierba y depositar a Deborah de espaldas sobre tierra firme.

Una sirena aulló no muy lejos, y al cabo de un instante se le unió otra. Alegría y felicidad: llegaba ayuda. Con un poco de suerte, hasta traerían una toalla. Entretanto, no estaba seguro de si llegarían a tiempo de salvar a Deborah. Me dejé caer a su lado, la coloqué boca abajo y extraje tanta agua como me fue posible. Después, la tendí de espaldas, quité un dedo de barro de su boca y empecé a administrarle la respiración artificial.

Al principio, mi única recompensa fue otro grumo de agua fangosa, lo cual no consiguió que la tarea fuera más agradable. Pero no cejé, y al cabo de poco Debs se estremeció de pies a cabeza y vomitó una cantidad de agua mucho más grande…, la mayor parte encima de mí, por desgracia. Tosió de una manera horrible, respiró hondo, con un ruido como el de los goznes herrumbrados de una puerta al abrirse, y dijo:

—Joder…

Por una vez, agradecí su empedernida elocuencia.

—Bienvenida —dije. Deborah se puso boca abajo y trató de sostenerse a cuatro gatas, pero cayó de nuevo y lanzó un gemido de dolor.

—Oh, Dios. Oh, mierda, me he roto algo —gimió. Volvió la cabeza a un lado y vomitó un poco más, con la espalda arqueada y aspirando entrecortadas bocanadas de aire entre espasmos de náuseas. Yo la miraba, y admito que me sentí un poco complacido conmigo mismo. Dexter el Pato Submarinista había logrado sacarnos del apuro.

—¿A que vomitar es fantástico? —le pregunté—. O sea, teniendo en cuenta la alternativa.

Era evidente que una respuesta mordaz estaba fuera del alcance de la pobre chica en su actual estado de debilidad, pero me alegró ver que se sentía lo bastante fuerte para susurrar:

—Que te den por el culo.

—¿Dónde duele? —le pregunté.

—Maldita sea —dijo, con voz muy débil—. No puedo mover el brazo izquierdo. Todo el brazo…

Se interrumpió y trató de mover el brazo en cuestión, y sólo logró provocarse lo que se me antojó un dolor muy agudo. Emitió un silbido estrangulado, lo cual provocó otro ataque de tos, y luego se desplomó sobre su espalda y jadeó.

Me arrodillé a su lado y exploré con cuidado la parte superior del brazo.

—¿Aquí? —le pregunté. Negó con la cabeza. Subí la mano sobre la articulación del brazo hasta la clavícula, y no tuve que preguntarle si era allí. Jadeó, pestañeó, y pese al barro que cubría su cara la vi palidecer—. Te has roto la clavícula —le informé.

—No puede ser —dijo, con voz débil y ronca—. He de encontrar a Kyle.

—No —dije—. Has de ir a urgencias. Si andas dando tumbos por ahí, acabarás a su lado, atada y sujeta con cinta aislante, y eso no servirá de nada a nadie.

—He de hacerlo —insistió.

—Deborah, acabo de sacarte de un coche sumergido, estropeando de paso una camisa estupenda. ¿Quieres echar a perder mi heroico rescate?

Tosió de nuevo y gimió a causa del dolor cuando la clavícula se movió debido a su respiración espasmódica. Me di cuenta de que aún no había terminado de discutir, pero empezaba a ser consciente de la magnitud del dolor. Como nuestra conversación no iba a desembocar en nada positivo, fue estupendo que Doakes llegara, seguido casi de inmediato por una pareja de paramédicos.

El buen sargento me miró con severidad, como si yo en persona hubiera empujado el coche al fondo del estanque y lo hubiera volcado.

—Les perdisteis, ¿eh? —dijo, lo cual me pareció terriblemente injusto.

—Sí. Seguirles se nos puso muy cuesta arriba con el coche volcado y debajo del agua — dije—. La próxima vez, ocúpese usted de esa parte y nosotros nos quejaremos.

Doakes me traspasó con la mirada y rezongó. Después, se arrodilló al lado de Deborah.

—¿Duele? —preguntó.

—La clavícula —dijo ella—. Está rota.

El shock se estaba pasando, y combatía el dolor a base de morderse el labio y respirar de manera entrecortada. Confié en que los paramédicos tuvieran algo más eficaz.

Doakes no dijo nada. Se limitó a mirarme. Deborah extendió el brazo bueno y agarró el de él.

—Encuéntrele —dijo. Doakes la observó mientras apretaba los dientes y jadeaba al sufrir otra oleada de dolor.

—Ya vamos —dijo un paramédico. Era un joven nervudo de pelo erizado. Él y su compañero, de más edad y más grueso, entraron la camilla por el hueco que el coche de Deborah había abierto en la valla metálica. Doakes intentó incorporarse para dejar que se hicieran cargo de Deborah, pero ella tiró de su brazo con fuerza sorprendente.

—Encuéntrele —repitió. Doakes asintió, pero ella ya no podía más. Deborah soltó su brazo y él se levantó para dejar sitio a los paramédicos. Echaron un vistazo a Deborah, la subieron a la camilla, la levantaron y empezaron a transportarla hasta la ambulancia que esperaba. Yo les seguí con la mirada, mientras me preguntaba qué había sido de nuestro querido amigo de la furgoneta blanca. Se le había reventado un neumático. ¿Hasta dónde habría podido llegar? Sin duda intentaría cambiar de vehículo, antes que parar y llamar a AAA[8] para que le ayudaran a cambiar la rueda. Por lo tanto, en algún lugar cercano, encontraríamos una furgoneta abandonada y un coche desaparecido.

Guiado por un impulso que parecía de lo más generoso, considerando su actitud hacia mí, me acerqué a Doakes para hacerle partícipe de mis pensamientos, pero apenas había dado un paso y medio en su dirección, cuando oí un tumulto que se acercaba. Me volví a mirar.

Un individuo fornido de edad madura, vestido con pantalones cortos y nada más, corría hacia nosotros por el centro de la calle. El estómago le colgaba sobre la goma de los pantalones y se bamboleaba de un lado a otro, y estaba claro que no tenía mucha práctica en correr. Además, dificultaba el ejercicio agitando los brazos sobre la cabeza y gritando, «¡Eh! ¡Eh! ¡Eh!», mientras corría. Cuando cruzó la rampa de la I-95 y llegó a donde estábamos se había quedado sin aliento, y jadeaba demasiado para decir algo coherente, pero yo me había hecho una idea bastante aproximada de lo que quería decir.

—La furgo —jadeó, y me di cuenta de que su falta de aliento y el acento cubano se habían combinado, y de que intentaba decir «la furgoneta».

—¿Una furgoneta blanca? ¿Con una rueda pinchada? Además, su coche ha desaparecido —dije, y Doakes me miró.

Pero el hombre jadeante estaba meneando la cabeza.

—Furgoneta blanca, seguro. Pensé oír un perro dentro, tal vez herido —dijo. Hizo una pausa para respirar hondo y así poder transmitir todo el horror de lo que había visto—. Y después…

Pero estaba malgastando su precioso aliento. Doakes y yo ya estábamos corriendo por la calle en la dirección de la que había venido.

21

Por lo visto, el sargento Doakes había olvidado que debía seguirme, porque me ganó la carrera hasta la furgoneta por unos buenos veinte metros. Claro que contaba con la inmensa ventaja de ir calzado con los dos zapatos, pero aun así se movía muy bien. La furgoneta estaba subida a la acera, delante de una casa pintada en un tono anaranjado claro rodeada de un muro de roca coralina. El parachoques delantero había golpeado y derribado un poste de piedra de la esquina, y la parte posterior del vehículo estaba de cara a la calle, de modo que pudimos ver el amarillo chillón de la matrícula de Elige la Vida.

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8

American Automobile Association, equivalente al RACE de España. (N. del T.)