Cuando alcancé a Doakes ya había abierto la puerta de atrás y oí el lloriqueo que salía del interior. Esta vez no sonaba como un perro, o tal vez ya me estaba acostumbrando. Era un poco más agudo que antes, tal vez algo más entrecortado, más un gorjeo estridente que un canto tirolés, pero todavía lo reconocí como la llamada de un muerto viviente.
Estaba atado a un asiento sin respaldo vuelto de lado, de modo que abarcaba la longitud del interior. Los ojos se movían sin cesar en sus cuencas carentes de párpados, de un lado a otro, arriba y abajo, y la boca sin dientes ni labios estaba fija en una O redonda, y se removía como la de un bebé, pero sin brazos ni piernas no podía lograr realizar ningún movimiento significativo.
Doakes estaba acuclillado sobre la cosa, y examinaba los restos de su cara con una intensa falta de expresión.
—Frank —dijo, y la cosa volvió los ojos hacia él. El canto tirolés enmudeció tan sólo un momento, y después se reanudó en una nota más alta, provisto de una nueva agonía que parecía suplicar algo.
—¿Le ha reconocido? —pregunté. Doakes asintió.
—Frank Aubrey —dijo.
—¿Cómo lo sabe? —pregunté. Porque, la verdad, cabía pensar que sería muy difícil diferenciar a ex seres humanos en este estado. El único rasgo distintivo que observé eran las arrugas de la frente.
Doakes continuaba mirándolo, pero emitió un gruñido e indicó con un cabeceo el costado del cuello.
—Tatuaje. Es Frank.
Gruñó de nuevo, se inclinó hacia delante y recuperó un pedazo de papel pegado con celo al banco. Yo también me incliné para mirar: con la misma letra fina que había visto antes, el doctor Danco había escrito HONOR.
—Traiga a los paramédicos —dijo Doakes.
Corrí hasta los hombres, que acababan de cerrar las puertas traseras de la ambulancia.
—¿Cabe uno más? —pregunté—. No ocupará mucho espacio, pero necesita una fuerte sedación.
—¿En qué estado se encuentra? —preguntó el del pelo erizado.
Era una buena pregunta para un tipo de su profesión, pero las únicas respuestas que se me ocurrían me parecieron un poco frívolas, así que me limité a decir:
—Creo que usted también necesitará una fuerte sedación.
Me miraron como si pensaran que estaba bromeando y no me diera cuenta de la gravedad de la situación. Después, intercambiaron una mirada y se encogieron de hombros.
—Vale, tío —dijo el mayor—. Le haremos un hueco.
El paramédico del pelo erizado meneó la cabeza, pero se volvió y abrió las puertas traseras de la ambulancia otra vez, y empezó a sacar la camilla.
Mientras se dirigían a la furgoneta estrellada de Danco, yo subí a la ambulancia para ver cómo estaba Debs. Tenía los ojos cerrados y estaba muy pálida, pero daba la impresión de que respiraba mejor. Abrió un ojo y me miró.
—No nos movemos —dijo.
—El doctor Danco chocó con su furgoneta.
Se puso tensa y trató de incorporarse, con los ojos abiertos de par en par.
—¿Le habéis cogido?
—No, Debs. Sólo a su pasajero. Creo que iba a entregarlo, porque ya está terminado.
Pensaba que antes estaba pálida, pero ahora casi se desvaneció. —Kyle —dijo.
—No. Doakes dice que es alguien llamado Frank.
—¿Estás seguro?
—Positivo, al parecer. Tiene un tatuaje en el cuello. No es Kyle, hermanita.
Deborah cerró los ojos y se volvió a tumbar en la cama plegable, como si fuera un globo deshinchado.
—Gracias a Dios —dijo.
—Espero que no te importe compartir el taxi con Frank —dije. Ella negó con la cabeza.
—No me importa —dijo, y después abrió los ojos de nuevo—. Dexter, no le toques las pelotas a Doakes. Ayúdale a encontrar a Kyle. Por favor.
Debía ser el efecto de los fármacos, porque podía contar con un dedo el número de veces que le había oído pedir algo de una manera tan lastimera.
—Tranquila, Debs. Me portaré bien —dije, y cerró los ojos de nuevo.
—Gracias —dijo.
Volví a la furgoneta de Danco, justo a tiempo de ver que el paramédico mayor se incorporaba después de vomitar y se volvía para hablar con su compañero, que estaba sentado en el bordillo murmurando para sí sobre los sonidos que Frank seguía emitiendo en el interior.
—Vamos, Michael —dijo el tipo de mayor edad—. Vamos, tío.
Michael no parecía interesado en moverse, aparte de mecerse atrás y adelante mientras repetía, «Oh, Dios. Oh, Jesús. Oh, Dios». Decidí que no debía necesitar que le diera ánimos, de manera que me encaminé a la puerta del conductor. Estaba abierta y me asomé.
El doctor Danco debía tener prisa, porque se había dejado un escáner que parecía caro, del tipo que utilizan fanáticos de la policía y reporteros para escuchar informaciones sobre el tráfico por la radio. Era reconfortante saber que Danco nos había seguido con esto, y no utilizando poderes mágicos.
Por lo demás, la furgoneta estaba vacía. No había caja de cerillas, pedazo de papel con una dirección o una palabra críptica en latín escrita en el reverso. Nada que pudiera proporcionarnos una pista. Tal vez encontraran huellas dactilares, pero como ya sabíamos quién iba al volante no nos sería de gran ayuda.
Levanté el escáner y di la vuelta hasta la parte trasera. Doakes estaba al lado de la puerta abierta, cuando el paramédico mayor consiguió por fin que su compañero se pusiera en pie. Entregué el escáner a Doakes.
—Estaba en el asiento de delante —dije—. Nos ha estado escuchando.
Doakes le echó un vistazo y lo puso dentro de la furgoneta. Como no parecía muy predispuesto a la conversación, dije:
—¿Tiene alguna idea sobre lo que deberíamos hacer ahora?
Me miró y no dijo nada, y yo sostuve su mirada expectante, y supongo que habríamos podido continuar de esta guisa hasta que las palomas hubieran empezado a construir nidos sobre nuestras cabezas, de no haber sido por los paramédicos.
—Vale, tíos —dijo el mayor, y nos apartamos para dejar que recogieran a Frank. El paramédico corpulento parecía encontrarse bien del todo, como si hubiera venido para entablillar el tobillo torcido de un chaval. Sin embargo, el aspecto de su compañero era el de alguien muy desdichado, y podía oír su respiración desde dos metros de distancia.
Me quedé al lado de Doakes y vi que depositaban a Frank sobre la camilla y se lo llevaban. Cuando volví a mirar a Doakes, él estaba haciendo lo propio. Una vez más, me dedicó su desagradable sonrisa.
—Sólo quedamos tú y yo —dijo—. Y no sé qué vas a hacer tú. —Se apoyó contra la abollada furgoneta blanca y se cruzó de brazos. Oí que los paramédicos cerraban la puerta de la ambulancia, y un momento después se conectó la sirena—. Sólo tú y yo —repitió Doakes—, sin ningún árbitro.
—¿Es una muestra más de su sencilla sabiduría rural? —pregunté, porque aquí estaba yo, tras haber sacrificado todo un zapato izquierdo y una camisa muy bonita, para no hablar de mi pequeña afición, la clavícula de Deborah y un coche perfecto del parque móvil policial, y él sin una arruga en la camisa, lanzando comentarios crípticamente hostiles. Ese hombre era demasiado.
—No confío en ti —dijo.
Pensé que era una señal muy buena que el sargento Doakes se aviniera a confiarme sus dudas y sentimientos. Aun así, creí que debía mantenerle concentrado en la labor.
—Eso da igual. Se nos está acabando el tiempo —dije—. Una vez entregado y terminado Frank, Danco empezará ahora con Kyle.
Ladeó la cabeza y la meneó poco a poco.
—No te preocupes por Kyle —dijo—. Kyle sabía en lo que se estaba metiendo. Lo que importa es atrapar al doctor.
—A mi hermana sí le importa Kyle —dije—. Es el único motivo de que yo esté aquí.