Sin embargo, daba la impresión de que Astor hablaba a menudo con él. La presión de pasar juntos la infancia con un ogro violento como padre había creado una relación simbiótica tan íntima, que cuando él bebía soda ella eructaba. Astor sería capaz de explicar lo que ocurría en el interior de Cody.
—¿Puedo hacer una pregunta muy seria? —dije, y ambos niños intercambiaron una mirada que contenía toda una conversación, pero que no comunicaba nada a alguien de fuera. Asintieron, casi como si sus cabezas estuvieran montadas juntas sobre una barra de futbolín—. El perro del vecino.
—Ya te lo dijimos —dijo Cody.
—Siempre estaba tirando la basura —dijo Astor—. Y cagando en nuestro patio. Nicky intentó que nos mordiera.
—¿Y Cody se hizo cargo de él? —pregunté.
—Él es el chico —contestó Astor—. Le gustan esas cosas. Yo sólo miro. ¿Se lo dirás a mamá?
Ya estaba. Le gustan esas cosas. Miré a los dos, que me observaban como si acabaran de decir que les gustaba el helado de vainilla más que el de fresa.
—No se lo diré a vuestra mamá —dije—, pero no se lo podéis contar a nadie más, nunca. Sólo nosotros tres, nadie más, ¿entendido?
—Vale —dijo Astor, al tiempo que miraba a su hermano—. Pero ¿por qué, Dexter?
—Casi nadie lo entendería —dije—. Ni siquiera vuestra mamá.
—Tú sí —dijo Cody casi en un susurro.
—Sí —dije—, y puedo ayudaros. —Respiré hondo y sentí que un eco resonaba en mis huesos, desde los lejanos años con Harry hasta este preciso momento, bajo el mismo paisaje nocturno de Florida que nos había arropado cuando Harry me dijo lo mismo—. Tenéis que prepararos —dije, y Cody me miró con sus grandes ojos y asintió sin pestañear.
—Vale —dijo.
23
Vince Masuoka tenía una casita en North Miami, al final de un callejón sin salida que nacía en la calle 125 N.E. Estaba pintada de amarillo claro con adornos púrpura, lo cual me hacía cuestionar mis gustos en materia de colegas. Había algunos arbustos muy bien podados en el patio delantero y un jardín de cactos junto a la puerta principal, y tenía una hilera de esas lámparas alimentadas por placas solares que iluminaban el camino de entrada adoquinado.
Ya había estado una vez, hacía algo más de un año, cuando Vince había decidido, por algún motivo ignoto, celebrar una fiesta de disfraces. Había ido con Rita, puesto que el único propósito de llevar un disfraz es exhibirlo. Ella se había disfrazado de Peter Pan, y yo era el Zorro, por supuesto: el Oscuro Vengador con una hoja preparada. Vince había abierto la puerta con un vestido de raso ceñido al cuerpo y una cesta de fruta en la cabeza.
—¿J. Edgar Hoover? —le pregunté.
—Casi. Carmen Miranda —dijo, y después nos condujo hasta una fuente de ponche de frutas mortífero. Yo había tomado un sorbo y decidí limitarme a las gaseosas, pero eso había sido antes de mi conversión en macho bebedor de cerveza. Nos había amenizado con una banda sonora interminable de monótona música tecno pop, elevada a un volumen destinado a inducir autocirugía cerebral voluntaria, y la fiesta había degenerado en una reunión ruidosa y alegre.
Por lo que yo sabía, Vince no había vuelto a dar otra desde entonces, al menos no a esa escala. De todos modos, daba la impresión de que el recuerdo perduraba, y a Vince no le había costado nada reunir una muchedumbre entusiasta que se sumara a mi humillación con tan sólo veinticuatro horas de antelación. Fiel a su palabra, se proyectaban películas guarras en diversos monitores de vídeo diseminados por todas partes, incluso en el patio. Y, por supuesto, la fuente de ponche de frutas estaba presente.
Debido a que los rumores acerca de la primera fiesta todavía perduraban, el lugar estaba atestado de gente vocinglera, sobre todo varones, que atacaban el ponche como si se hubieran enterado de que había un premio para el primero que lograra sufrir daños cerebrales permanentes. Ángel Batista-nada-que-ver había ido después de trabajar, junto con Camilla Figg y un puñado de otros cretinos del laboratorio forense, y algunos policías que yo conocía, incluidos los cuatro que no la habían cagado con el sargento Doakes. El resto de la multitud parecía haber sido elegido al azar en South Beach, seleccionados por su habilidad para emitir un «¡UAU!» agudo y estentóreo cada vez que la música cambiaba o los monitores de vídeo mostraban algo particularmente indecoroso.
La fiesta no tardó en degenerar en algo que todos lamentaríamos durante mucho tiempo. A eso de las nueve menos cuarto yo era el único que aún podía tenerse en pie sin ayuda. La mayoría de policías habían acampado junto a la fuente y no paraban de empinar el codo. Angel-nada-que-ver estaba tumbado debajo de una mesa, dormido como un tronco con una sonrisa en los labios. Sus pantalones habían desaparecido, y alguien le había afeitado una franja de pelo en el centro de la cabeza.
Tal como estaban las cosas, pensé que sería el momento ideal para escapar sin que me vieran y comprobar si el sargento Doakes había llegado ya. Resultó que estaba equivocado. Apenas había dado dos pasos hacia la puerta, cuando un gran peso se abalanzó sobre mí desde detrás. Giré al instante y descubrí que Camilla Figgs estaba intentando montar a horcajadas sobre mi espalda.
—Hola —dijo, con una sonrisa muy alegre y algo ebria.
—Hola —repliqué en tono jovial—. ¿Quieres que vaya a buscarte una copa?
Me miró con el ceño fruncido.
—No necesito una copa. Sólo quiero decir hola. —Las arrugas se hicieron más profundas—. Hostia, qué guapo eres —dijo—. Siempre quise decirte eso.
Bien, era evidente que la pobre criatura estaba borracha, pero aun así… ¿Guapo? ¿Yo? Supongo que demasiado alcohol puede nublar la vista, pero en fin, ¿qué puede tener de guapo alguien que preferiría rajarte antes que estrecharte la mano? En cualquier caso, yo ya tenía bastante con una mujer, Rita. Por lo que podía recordar, Camilla y yo apenas nos habíamos dirigido la palabra. Nunca había mencionado mi supuesta belleza. De hecho, daba la impresión de que me evitaba, y prefería ruborizarse y apartar la vista que decir un sencillo buenos días. Y ahora, casi me estaba violando. ¿Era lógico eso?
En cualquier caso, no podía perder el tiempo en descifrar el comportamiento humano.
—Muchísimas gracias —dije, mientras intentaba quitarme de encima a Camilla sin causar serios daños a ninguno de los dos. Había enlazado las manos alrededor de mi cuello y tiré de ellas, pero se aferró como un percebe—. Creo que necesitas un poco de aire fresco, Camilla — dije, con la esperanza de que captara la indirecta y se largara. En cambio, se apretujó todavía más y masajeó su cara contra la mía, mientras yo me echaba hacia atrás frenéticamente.
—Tomaré aire fresco aquí mismo —dijo. Hizo pucheros como si fuera a besarme y me empujó hasta que tropecé con una silla y estuve a punto de caer.
—Ah, ¿quieres sentarte? —pregunté esperanzado.
—No —dijo, y tiró de mi hacia su cara como si pesara el doble de lo que aparentaba—. Quiero follar.
—Ah, bien —tartamudeé, sobrecogido por la absoluta estupidez y descaro de la expresión. ¿Es que todas las mujeres se habían vuelto locas? No es que los hombres fueran mejor. Daba la impresión de que Jerónimo Bosch se había encargado de planificar la fiesta, con Camilla dispuesta a arrastrarme hasta la fuente, donde sin duda una pandilla provista de picos de ave estaba esperando para ayudarla a violarme. De pronto, se me ocurrió que ahora tenía la excusa perfecta para evitar ese destino—. Voy a casarme.