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Doakes paseó la vista en torno suyo y me miró de nuevo.

—Estaré fuera —dijo, y se volvió hacia la puerta.

—Doakes —dije, convencido de que no era una buena idea. Pero apenas había dado un paso en su dirección, cuando me volvieron a tender una emboscada brutal.

—¡Te pillé! —rugió Vince, sujetándome en un torpe abrazo de oso.

—Suéltame, Vince —dije.

—¡Ni hablar! —rió satisfecho—. ¡Atención todos! ¡Echadme una mano con el novio!

Una oleada de ex miembros de la conga y el último poli que quedaba en pie al lado de la fuente se precipitaron sobre mí, y de repente me encontré en el centro de un mogollón como los que se forman en las primeras filas de un concierto de rock, y la presión de los cuerpos me empujó hacia la silla donde Camilla Figg se había desmayado, para luego caer al suelo.

Me debatí, pero fue inútil. Había demasiados enemigos, demasiado colocados con el zumo celestial de Vince. No pude hacer otra cosa que ver cómo el sargento Doakes, con una última mirada impenetrable, salía por la puerta a la noche.

Me sentaron en la silla y formaron a mi alrededor un semicírculo cerrado, y tuve claro que no iba a ir a ningún sitio. Confié en que Doakes fuera tan bueno como él creía, porque iba a pasar un rato sin ayuda.

La música enmudeció, y oí un sonido familiar que me puso los pelos de punta: era la rueda de un rollo de cinta adhesiva al girar, mi preludio favorito a un Concertó para Hoja de Cuchillo. Alguien inmovilizó mis brazos y Vince me sujetó a la silla con tres vueltas de celo. No apretaba lo bastante para inmovilizarme, pero sin duda impediría que me moviera con la rapidez necesaria para librarme de la multitud.

—¡Vamos allá! —gritó Vince, y una de las strippers encendió el radiocasete y empezó el espectáculo. La primera stripper, una negra de aspecto hosco, empezó a ondular delante de mí, al tiempo que se desprendía de unas prendas de vestir innecesarias. Cuando estuvo casi desnuda, se sentó en mi regazo y me lamió la oreja, al tiempo que meneaba el culo. Después, me sepultó la cabeza entre sus pechos, arqueó la espalda y saltó hacia atrás, y la otra stripper, una mujer de rasgos asiáticos y pelo rubio, avanzó y repitió la jugada. Cuando se hubo retorcido sobre mi regazo unos momentos, se le sumó la segunda stripper, y las dos se sentaron juntas, una a cada lado de mí. Después, se inclinaron hacia delante para que sus pechos me rozaran la cara y empezaron a besuquearse.

En este momento, el querido Vince les trajo un gigantesco vaso de su ponche de frutas asesino y se lo bebieron todo, sin dejar de retorcerse rítmicamente. Una de ellas murmuró, «Uau. Buen ponche». Ignoro cuál lo dijo, pero ambas parecían estar de acuerdo. Las dos mujeres empezaron a contorsionarse mucho más, y la multitud empezó a aullar como si hubiera luna llena en una convención de perros rabiosos. Por supuesto, mi visión estaba algo entorpecida por los cuatro pechos, muy grandes y anormalmente duros (dos de cada color), pero al menos daba la impresión de que todo el mundo, excepto yo, se lo estaba pasando en grande.

A veces, has de preguntarte si existe alguna fuerza maligna con un sentido del humor enfermizo al frente de nuestro universo. Yo sabía bastante sobre los machos humanos para estar seguro de que la mayoría cambiarían de buen grado sus partes corporales de más por estar donde yo estaba. No obstante, lo único en que podía pensar era que a mí me gustaría igualmente cambiar una parte corporal o dos por librarme de esta silla y alejarme de las mujeres desnudas. Habría preferido que fuera una parte corporal de otro, por supuesto, pero la habría recolectado con mucho gusto.

Pero no había justicia. Las dos strippers estaban sentadas sobre mi regazo, daban saltitos al compás de la música y sudaban sobre mi magnífica camisa de rayón y sobre sus mutuos cuerpos, mientras a nuestro alrededor la fiesta estaba en pleno apogeo. Después de lo que se me antojó un período interminable en el purgatorio, interrumpido tan sólo cuando Vince trajo dos vasos más a las strippers, las dos mujeres abandonaron por fin mi regazo y bailaron alrededor de la muchedumbre. Tocaron caras, bebieron de los vasos de los presentes y, de vez en cuando, tentaron alguna entrepierna. Yo aproveché la distracción para liberarme las manos y quitarme la cinta adhesiva, y sólo entonces reparé en que nadie estaba prestando atención a Hoyuelos Dexter, el teórico Hombre del Momento. Un veloz vistazo a mi alrededor explicó por qué: todo el mundo estaba formando un círculo, y boquiabierto y miraba bailar a las dos mujeres, desnudas por completo, relucientes de sudor y bebidas derramadas. Vince parecía un dibujo animado, con los ojos casi salidos de las órbitas, pero estaba en buena compañía. Todos los supervivientes que aún conservaban la conciencia se hallaban en una postura similar, miraban sin respirar y se balanceaban de un lado a otro. Podría haber atravesado la sala a lomos de una tuba en llamas y nadie se habría dado cuenta.

Me levanté, rodeé la muchedumbre con sigilo y salí por la puerta de enfrente. Pensaba que el sargento Doakes esperaría cerca de la casa, pero no se le veía por parte alguna. Crucé la calle y miré en su coche. También estaba vacío. Miré a derecha e izquierda, y lo mismo. Ni rastro de él.

Doakes había desaparecido.

24

Hay muchos aspectos de la existencia humana que nunca entenderé, y no tan sólo desde el punto de vista intelectual. Me refiero a la falta de capacidad para sentir empatía, así como a la capacidad de sentir emociones. No es que me parezca una gran pérdida, pero deja grandes parcelas de la experiencia humana normal fuera de mi comprensión.

Sin embargo, hay una experiencia humana ordinaria que siento en toda su potencia, y es la tentación. Cuando estaba mirando la calle vacía frente a la casa de Vince Masuoka y comprendí que el doctor Danco se había llevado a Doakes, sentí que me asaltaba en oleadas vertiginosas, casi asfixiantes. Estaba libre. La idea se elevó a mi alrededor y me martilleó con su simplicidad elegante y justificada por completo. Lo más sencillo del mundo era largarse. Que Doakes disfrutara de su reunión con el doctor, yo informaría por la mañana y fingiría que había bebido demasiado (¡al fin y al cabo, era mi fiesta de compromiso!), y no estaba muy seguro de lo que le había pasado al buen sargento. ¿Quién me llevaría la contraria? Nadie de la fiesta podría decir con un mínimo de certeza realista que yo no había estado con ellos viendo el espectáculo de las strippers todo el rato.

Doakes desaparecería. Arrebatado para siempre en una bruma final de miembros cercenados y locura, nunca más volvería a alumbrar mi oscuro umbral. Libertad para Dexter, libre para ser yo mismo, y no tenía que hacer nada en absoluto. Hasta de eso me podía ocupar.

Entonces, ¿por qué no marcharse? De hecho, ¿por qué no dar un paseo un poco más largo, hasta Coconut Grove, donde cierto fotógrafo de niños había estado esperando mis atenciones demasiado tiempo? Tan fácil, tan seguro… ¿Por qué no, de hecho? Una noche perfecta para el oscuro placer con un compás acentuado, la luna casi llena y ese borde ausente que dotaría a todo de un aire más informal, más fortuito. Los susurros apremiantes se mostraron de acuerdo, se alzaron en un coro insistente.

Todo estaba al alcance de la mano. Tiempo, un objetivo, casi toda la luna y hasta una coartada, y la presión se había ido acumulando hasta tal punto que podía cerrar los ojos y dejar que sucediera por sí mismo, llevar a cabo el feliz acontecimiento en piloto automático. Y después, la dulce liberación de nuevo, la sensación de bienestar de los músculos tensos relajados por completo, deslizarse sin el menor esfuerzo en el primer sueño sin interrupciones desde hacía tanto tiempo. Y por la mañana, descansado y aliviado, le diría a Deborah…