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Oh, Deborah. Eso era, ¿verdad?

¿Le diría a Deborah que había aprovechado la repentina oportunidad de la desaparición de Doakes para salir disparado en la noche con una Necesidad y un Cuchillo, mientras los últimos dedos restantes de su chico desaparecían en un montón de basura? De alguna manera, pese a que mis animadoras interiores insistían en que todo iría bien, no creía que a ella le hiciera gracia. Intuía que eso concluiría la relación con mi hermana, un pequeño lapso de criterio, tal vez, pero que le costaría bastante perdonar, y si bien soy incapaz de sentir verdadero amor, quería que Debs fuera relativamente feliz conmigo.

Una vez más, debía resignarme a la paciencia virtuosa y a una sensación de rectitud sufridora. El Adusto y Sumiso Dexter. Ya llegará, dije a mi otro yo. Tarde o temprano, ya llegará. Ha de llegar. No esperará eternamente, pero antes ha de llegar esto. Hubo algunos gruñidos, por supuesto, porque hacía demasiado tiempo que no llegaba, pero calmé los gruñidos, sacudí los barrotes con falsa alegría una sola vez y saqué el móvil.

Marqué el número que Doakes me había dado. Al cabo de un momento oí un tono, y luego nada, sólo un leve silbido. Tecleé el código de acceso, oí un clic, y después, una voz femenina neutra dijo, «Número». Di el número del móvil de Doakes. Siguió una pausa, y luego la voz me dijo unas coordenadas. Las apunté a toda prisa en la libreta. La voz hizo una pausa, y después añadió, «Se mueve hacia el oeste, a cien kilómetros por hora». La línea enmudeció.

Nunca me he jactado de ser un navegador experto, pero tengo una pequeña unidad GPS que sólo utilizo en mi barco. Es estupenda para señalar buenos puntos de pesca. Por lo tanto, conseguí introducir las coordenadas sin golpearme la cabeza o provocar una explosión. La unidad que Doakes me había dado estaba mejor equipada que la mía y tenía un plano en la pantalla. Las coordenadas del plano se tradujeron en la Interestatal 75, en dirección a Alligator Alley, el corredor que conduce a la costa Oeste de Florida.

Me quedé algo sorprendido. Casi todo el territorio entre Miami y Naples son los Everglades, un pantano interrumpido por pequeñas extensiones de tierra semiseca. Estaba plagado de serpientes, caimanes y casinos indios, y no parecía el clásico lugar para relajarse y disfrutar de un despedazamiento tranquilo. Pero el GPS no podía mentir, ni tampoco la voz del teléfono, en teoría. Si las coordenadas estaban equivocadas, era culpa de Doakes, y de todos modos estaba perdido. No tenía otra alternativa. Me sentí un poco culpable por abandonar la fiesta sin dar las gracias a mi anfitrión, pero subí al coche y me dirigí a la I-75.

Me planté en la interestatal en cuestión de pocos minutos, y después me dirigí hacia el oeste a toda velocidad por la I-75. Cuando te desvías hacia el oeste por la 75, la ciudad se va desvaneciendo poco a poco. Después, llega la furiosa explosión final de centros comerciales y casas justo antes de la cabina de peaje de Alligator Alley. En la cabina llamé de nuevo al número. La misma voz femenina neutra me dio un conjunto de coordenadas y la línea enmudeció. Deduje que habían terminado de desplazarse.

Según el plano, el sargento Doakes y el doctor Danco se habían aposentado en mitad de una extensión acuática en estado salvaje que se hallaba a unos sesenta kilómetros de distancia. De Danco no lo sabía, pero no creía que Doakes flotara muy bien. Tal vez el GPS era capaz de mentir, al fin y al cabo. De todos modos, tenía que hacer algo, de modo que pagué el peaje y continué hacia el oeste.

En un punto paralelo a la localización señalada por el GPS, una pequeña carretera se desviaba a la derecha. Era casi invisible en la oscuridad, sobre todo porque conducía a ciento cinco kilómetros por hora, pero cuando la vi frené en la cuneta y di marcha atrás para echarle un vistazo. Era una pista de tierra de un solo carril que conducía a ninguna parte, se juntaba con un puente destartalado y seguía como una flecha hacia la oscuridad de los Everglades. A la luz de los faros de los coches que pasaban sólo pude ver cincuenta metros de pista, y no había nada que ver. Una franja de malas hierbas que llegaban hasta la rodilla crecía en el centro de la pista, entre dos profundas marcas de rodadas. Un bosquecillo de arbustos bordeaba la pista en el filo de la oscuridad, y eso era todo.

Pensé en bajar y buscar alguna pista, hasta que caí en la cuenta de que era absurdo. ¿Pensaba que era Tonto, el fiel guía indio? Era incapaz de ver una ramita torcida y decir cuántos hombres blancos habían pasado durante la ultima hora. Tal vez el cerebro obediente pero carente de inspiración de Dexter lo pintaba como Sherlock Holmes, capaz de examinar las rodadas y deducir que un jorobado zurdo pelirrojo y cojo había pasado por la pista con un cigarro puro y un ukelele. No iba a descubrir pistas, ninguna que fuera importante. La triste verdad era que así estaban las cosas, o mi noche había terminado, y la del sargento Doakes iba a ser muchísimo más larga.

Sólo para asegurarme por completo, o en cualquier caso, para sentirme libre de toda culpa, llamé al número de teléfono secreto de Doakes una vez más. La voz me dio las mismas coordenadas y colgó. Fuera donde fuera, seguían en el mismo sitio, siguiendo esta pista oscura y sucia.

Por lo visto, no me quedaba otra alternativa. El deber llamaba, y Dexter debía contestar. Di un volantazo y me interné en la carretera.

Según el GPS, me quedaban unos ocho kilómetros para llegar al lugar donde me estaban esperando. Disminuí la intensidad de los faros y conduje despacio, mientras observaba la carretera con suma atención. Eso me deparó mucho tiempo para pensar, lo que no siempre es bueno. Pensé en lo que podía acechar al final de la carretera, y en qué haría cuando llegara. Y aunque era un mal momento para que me viniera eso a la cabeza, comprendí que aunque me encontrara con el doctor Danco al final de la carretera no tenía ni idea de lo que iba a hacer. «Ven a buscarme», había dicho Doakes, y sonaba muy sencillo hasta que te internabas en las Everglades en una noche oscura, sin armas más amenazadoras que una libreta de taquigrafía. Por lo visto, al doctor Danco no le había costado mucho capturar a los otros, pese al hecho de que eran tipos duros y bien armados. ¿Cómo iba el pobre e indefenso Dexter el Dócil esperar frustrar sus planes, cuando Doakes el Poderoso había caído con tanta facilidad?

¿Qué haría si me capturaba? No me veía como una buena patata aulladora. No estaba seguro de poder volverme loco, puesto que casi todas las autoridades dirían que ya lo estaba. ¿Se me iría la olla y me saldría de mi cerebro para ir al país del chillido eterno? O debido a lo que soy, ¿sería consciente de lo que me estaba pasando? ¿Yo, un ser tan preciado para mí, atado a una mesa y criticando la técnica de desmembramiento? La respuesta revelaría muchas cosas sobre lo que yo era, pero decidí que tampoco me interesaba tanto saber la respuesta. Sólo pensar en ello bastaba para casi hacerme sentir emociones reales, y no de ésas que uno agradece.

La oscuridad era absoluta y no me gustaba para nada. Dexter es un chico de ciudad, acostumbrado a las luces brillantes que dejan sombras oscuras. Cuanto más me internaba en la carretera, más oscura se hacía, y cuanto más oscura se hacía, más suicida y desesperado se me antojaba este viaje. La situación requería sin la menor duda un pelotón de marines, no un cretino de laboratorio forense propenso al homicidio de vez en cuando. ¿Quién me creía que era? ¿Sir Dexter el Valiente, galopando al rescate? ¿Qué esperaba conseguir? De hecho, ¿qué podría hacer cualquiera, salvo rezar?

Yo no rezo, por supuesto. ¿A qué rezaría alguien como yo, y por qué iba a escucharme? Y si descubría Algo, fuera lo que fuera, ¿cómo evitaría que se riera de mí o me lanzara un rayo a la garganta? Habría sido muy consolador ser capaz de acudir a una fuerza superior, pero yo sólo conocía un poder superior. Y aunque fuera fuerte, veloz y listo, un especialista en deslizarse con sigilo a través del paisaje nocturno, ¿bastaría con tener de mi parte al Oscuro Pasajero?