25
Estuve observando la casa durante varios minutos, en parte por precaución. No había visto al conductor de la embarcación, y era posible que el doctor estuviera al acecho dentro, esperando a ver qué ocurría. Para ser sincero, no albergaba el menor deseo de ser atacado por más pollos depredadores chabacanos.
Al cabo de esos minutos, como no pasó nada, supe que debía entrar en la casa a echar un vistazo. Di un amplio rodeo alrededor del árbol en el que moraba el malvado pájaro y me acerqué a la casa.
El interior estaba a oscuras, pero no en silencio. Cuando me detuve junto a la baqueteada puerta mosquitera encarada hacia la zona de aparcamiento, oí una especie de silencioso forcejeo que surgía de dentro, seguido al cabo de un momento de unos gruñidos rítmicos y algún lloriqueo ocasional. No parecía el tipo de ruido que haría alguien escondido para tender una emboscada mortal. En cambio, recordaba al sonido que haría alguien atado que intentara escapar. ¿Había huido tan deprisa el doctor Danco que se había dejado al sargento Doakes?
Una vez más, descubrí todo el sótano de mi cerebro invadido por una tentación eufórica. El sargento Doakes, mi némesis, atado, envuelto como un regalo y entregado a mis cuidados en el marco perfecto. Todas las herramientas y pertrechos que podía desear, nadie en kilómetros a la redonda, y cuando hubiera terminado, sólo tenía que decir, «Lo siento, llegué tarde. Mirad qué cosas más feas le ha hecho el malvado doctor Danco al pobre sargento Doakes». La idea era embriagadora, y yo diría que hasta me mecí un poco mientras la saboreaba. Claro que sólo era una idea, y jamás haría nada por el estilo, ¿verdad? O sea, ¿de veras? ¿Dexter? ¿Hola? ¿Por qué se te hace la boca agua, querido muchacho?
Por supuesto que no, yo no. Caramba, era un faro de la moral en el desierto espiritual del sur de Florida. Casi siempre. Era recto, limpio como una patena, montado sobre un Oscuro Corcel. Sir Dexter el Casto al rescate. O en cualquier caso, probablemente al rescate. Quiero decir, teniendo en cuenta todo. Abrí la puerta mosquitera y entré.
Nada más entrar me aplasté contra la pared, sólo por precaución, y tanteé en busca de algún interruptor. Lo encontré donde debería estar y lo accioné.
Como el primer antro de iniquidad de Danco, éste estaba poco amueblado. Una vez más, el principal elemento de la casa era una mesa grande en el centro de la sala. Un espejo colgaba en la pared opuesta. A la derecha, una entrada sin puerta conducía a lo que debía ser la cocina, y a la izquierda había una puerta cerrada, tal vez un dormitorio o un cuarto de baño. Justo enfrente de mí había otra puerta mosquitera que permitía el acceso al exterior, seguramente la utilizada por el doctor Danco para escapar.
Y al otro lado de la mesa, debatiéndose con más furia que nunca, había algo vestido con un mono naranja claro. Parecía relativamente humano, incluso desde el otro lado de la estancia.
—Ven aquí, por favor, ayúdame, ayúdame —dijo, y yo crucé la sala y me arrodillé a su lado.
Tenía los brazos y piernas sujetos con cinta aislante, por supuesto, la elección de todo monstruo avezado y refinado. Mientras cortaba la cinta le examiné, escuchando sin oír su constante parloteo de «Oh, gracias a Dios, por favor, oh, Dios, desátame, colega, deprisa, deprisa, por el amor de Dios. Joder, por qué has tardado tanto, Jesús, gracias, sabía que vendrías», o palabras similares. Le había afeitado la cabeza por completo, hasta las cejas.
Pero la viril barbilla y las cicatrices que adornaban su rostro eran inconfundibles. Era Kyle Chutsky.
Casi todo, al menos.
Cuando saltó la cinta y Kyle consiguió incorporarse, observé que le faltaba el brazo izquierdo hasta el codo y la pierna derecha hasta la rodilla. Los muñones estaban envueltos en gasa blanca y limpia, y no se filtraba nada. Una vez más, un trabajo excelente, aunque no creía que Chutsky agradeciera el esmero empleado por Danco en arrebatarle la pierna y el brazo. Tampoco estaba claro hasta qué punto estaba incólume la mente de Chutsky, si bien su constante parloteo no logró convencerme de que estaba preparado para tomar los controles de un avión de pasajeros.
—Oh, Dios, colega —dijo—. Oh, Jesús. Oh, gracias a Dios que has venido.
Apoyó la cabeza sobre mi hombro y lloró. Como había tenido una experiencia reciente similar, sabía lo que debía hacer. Palmeé su espalda y dije, «Tranquilo, tranquilo». Me salió todavía peor que con Deborah, porque el muñón de su brazo izquierdo no paraba de darme golpes, lo cual dificultaba todavía más fingir compasión.
Pero el ataque de llanto de Kyle duró sólo unos momentos, y cuando por fin se apartó de mí, mientras se esforzaba por tenerse en pie, tenía empapada mi bonita camisa hawaiana. Sorbió por la nariz, un poco tarde para mi camisa.
—¿Dónde está Debbie? —preguntó.
—Se rompió la clavícula —dije—. Está en el hospital.
—Oh —dijo, y sorbió por la nariz de nuevo, un sonido largo y húmedo que dio la impresión de resonar en su interior. Después, echó una veloz mirada hacia atrás e intentó levantarse—. Será mejor que nos larguemos. Podría volver.
No se me había ocurrido que Danco pudiera volver, pero era cierto. Un truco consagrado de todo buen depredador consiste en huir, y después volver hacia atrás para ver quién está olfateando tu rastro. Si el doctor Danco hacía eso, encontraría un par de víctimas bastante fáciles.
—De acuerdo —dije a Chutsky—. Deja que eche un vistazo por aquí.
Extendió la mano (la mano derecha, por supuesto) y me agarró del brazo.
—Por favor —dijo—. No me dejes solo.
—Sólo será un segundo —dije, y traté de soltarme, pero aumentó su presa, todavía de una fuerza sorprendente teniendo en cuenta lo que había padecido.
—Por favor —repitió—. Al menos, déjame tu pistola.
—No llevo pistola —dije, y sus ojos se abrieron como platos.
—Oh, Dios, ¿en qué coño estabas pensando? Joder, hemos de irnos de aquí.
Parecía al borde de un ataque de pánico, como si de un momento a otro fuera a llorar de nuevo.
—De acuerdo —dije—. Vamos a ponerte en, mmm, pie. —Confié en que no hubiera captado mi vacilación. No quería parecer insensible, pero todo este asunto de los miembros perdidos iba a exigir unos retoques en lo tocante al vocabulario. De todos modos, Chutsky no dijo nada y se limitó a extender el brazo. Le ayudé a levantarse y se apoyó contra la mesa—. Concédeme unos segundos para examinar las demás habitaciones.
Me miró con ojos húmedos y suplicantes, pero no dijo nada, y yo me apresuré a registrar la casa.
En la habitación principal, donde Chutsky estaba, no había nada más que ver, salvo el instrumental del doctor Danco. Tenía algunos útiles de cortar estupendos, y después de reflexionar con detenimiento sobre las implicaciones éticas, me llevé uno de los más bonitos, una hermosa hoja destinada a cortar la carne más fibrosa. Había varias filas de fármacos. Los nombres no significaban gran cosa para mí, salvo algunos frascos de barbitúricos. No
descubrí la menor pista, ninguna caja de cerillas arrugada con números de teléfono escritos, ni calzoncillos lavados en seco, nada.
La cocina venía a ser un duplicado de la cocina de la primera casa. Había una nevera pequeña y abollada, un calentador portátil, una mesa auxiliar con una silla plegable, y punto. Había media caja de donuts sobre la encimera, y una cucaracha de gran tamaño estaba comiendo uno de ellos. Me miró como si fuera a pelear por el donut, de modo que se lo dejé todo entero.
Volví a la habitación principal y vi que Chutsky continuaba apoyado contra la mesa.