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Pasé por delante de la casa dos veces. La segunda vez, la luz interior de su coche estaba encendida, y tuve tiempo de vislumbrar su cara cuando subía al vehículo. No era un rostro muy impresionante: enjuto, casi sin barbilla, oculto en parte por un largo flequillo y gafas de montura grande. No vi lo que calzaba, pero a juzgar por el resto de su cuerpo era muy posible que llevara botas de vaquero para elevar un poco su estatura. Subió al coche y cerró la puerta, yo pasé de largo y di la vuelta a la manzana.

Cuando volví a pasar, su coche ya no estaba. Aparqué a unas cuantas manzanas de distancia, en una pequeña calle lateral, y regresé, al tiempo que me iba poniendo mi piel nocturna mientras caminaba. Las luces de la casa del vecino estaban apagadas, y yo atajé a través del patio. Había un pequeño pabellón de invitados detrás de la casa de Reiker, y el Oscuro Pasajero susurró en mi oído, estudio. Era un lugar perfecto para que un fotógrafo se instalara, y el estudio era el lugar perfecto para descubrir fotos acusadoras. Como el Pasajero pocas veces se equivoca en este tipo de cosas, forcé la cerradura y entré.

Las ventanas estaban cegadas con tablones por dentro, pero a la escasa luz que dejaba pasar la puerta abierta vi el contorno de los aparatos del cuarto oscuro. El Pasajero estaba en lo cierto. Cerré la puerta y accioné el interruptor de la luz. Una luz roja turbia inundó la habitación, lo suficiente para ver. Había las acostumbradas bandejas y frascos de productos químicos sobre un pequeño fregadero, y a su izquierda un bonito ordenador con equipo digital. Un archivador de cuatro cajones estaba apoyado contra la pared del fondo, y decidí empezar por allí.

Al cabo de diez minutos de hojear fotos y negativos, no había descubierto nada más comprometedor que unas cuantas docenas de fotos de bebés desnudos depositados sobre una alfombra de piel blanca, fotos que, en general, serían consideradas «monas» hasta por gente convencida de que Pat Robertson[9] es demasiado liberal. No había compartimientos secretos en el archivador, por lo que yo pude ver, y ningún lugar evidente donde esconder fotografías.

El tiempo se estaba acabando. No podía correr el riesgo de que Reiker hubiera ido a la tienda de la esquina a comprar leche. Podía volver de un momento a otro, decidir que deseaba examinar sus archivos y contemplar con ternura las docenas de querubines que había inmortalizado en película. Me desplacé a la zona del ordenador.

Al lado del monitor había una torre de cedes, y los examiné de uno en uno. Después de un puñado de discos de programación y otros en los que había escrito a mano GREENFIELD o LÓPEZ, lo encontré.

Era un joyero de un rosa brillante. En la portada estaba escrito, con una letra muy pulcra, NAMBLA 9/04.

Es posible que NAMBLA sea un nombre hispano muy raro, pero también son las iniciales de North American Man/Boy Love Association, un grupo de apoyo ambiguo y ardoroso que ayuda a los pedófilos a mantener una imagen de sí mismos positiva, a base de asegurarles que lo que hacen es perfectamente natural. Bien, claro que lo es: y el canibalismo y la violación, pero en fin… No hay que hacerlo.

Me llevé el cede, apagué la luz y volví a la noche. En cuanto llegué a mi apartamento sólo tardé unos minutos en descubrir que el disco era una herramienta de ventas, que seguramente se habría exhibido en una reunión de la NAMBLA y ofrecido a una selecta lista de ogros refinados. Las fotos estaban ordenadas en lo que se llama «galerías en miniatura», diminutas instantáneas muy parecidas a las ilustraciones que los viejos verdes victorianos hojeaban. Cada foto había sido borroneada de manera estratégica, de forma que podías imaginar pero no distinguir los detalles.

Y, oh, sí: varias fotos eran versiones podadas y montadas con maestría profesional de las que había descubierto en el barco de McGregor. Por lo cual, aunque no había encontrado las botas de vaquero rojas, sí había descubierto lo suficiente para cumplir los requisitos del Código de Harry. Reiker había entrado en la lista de los Cinco Más Vendidos. Con una canción en el corazón y una sonrisa en los labios, me encaminé a la cama, mientras por mi mente desfilaban imágenes agradables acerca de lo que Reiker y yo haríamos mañana por la noche.

A la mañana siguiente, sábado, me levanté un poco tarde y corrí un rato por el barrio. Después de una ducha y un abundante desayuno fui a comprar los complementos esenciales: un nuevo rollo de cinta aislante, un cuchillo de cocina afilado como una navaja, tan sólo las necesidades básicas. Y como el Oscuro Pasajero se estaba despertando, paré en un asador para comer un chuletón de seiscientos gramos, muy hecho, para que no hubiera ni rastro de sangre. Después, pasé por delante de la casa de Reiker para verla a plena luz del día. Reiker estaba podando el césped. Aminoré la velocidad para echar un vistazo. No calzaba botas rojas, sino zapatillas. Iba sin camisa y, además de enclenque, su aspecto era fofo y pálido. Daba iguaclass="underline" pronto le daría un toque de color.

Fue un día muy satisfactorio y productivo, mi Día Anterior. Estaba sentado tranquilamente en mi apartamento, abstraído en mis virtuosos pensamientos, cuando sonó el teléfono.

—Buenas tardes —dije en el receptor.

—¿Puedes venir? —Preguntó Deborah—. Hemos de acabar un trabajo.

—¿Qué tipo de trabajo?

—No seas gilipollas —dijo—. Ven.

Y colgó. Era más que irritante. En primer lugar, no tenía ni idea de a qué trabajo sin terminar se refería, y en segundo, no sabía que yo era un gilipollas. Un monstruo sí, desde luego, pero en conjunto era un monstruo muy agradable y educado. Y encima, me colgaba por las buenas, como dando por sentado que había oído su orden, me pondría a temblar y obedecería. Vaya morro. Hermana o no, puñetazos despiadados o no, nadie me hacía temblar.

Sin embargo, obedecí. Como era sábado por la tarde, me demoré más de la cuenta en efectuar el breve desplazamiento hasta el Mutiny, pues es una hora en que las calles del Grove se llenan de gente que deambula sin rumbo fijo. Me abrí paso poco a poco entre la multitud, y por una vez me entraron ganas de aplastar el acelerador y precipitarme contra la horda vagabunda. Deborah me había estropeado el día.

La cosa no mejoró cuando llamé a la puerta de la suite del Mutiny y ella abrió con su cara de estamos-en-crisis, la que le daba aspecto de pez malhumorado.

—Entra —dijo.

—Sí, ama —dije.

Chutsky estaba sentado en el sofá. Aún no tenía aspecto de inglés colonial (tal vez debido a la ausencia de cejas), pero al menos daba la impresión de que había decidido vivir, de lo cual deduje que el programa de reconstrucción de Deborah iba por buen camino. Había una muleta de metal apoyada contra la pared, a su lado, y estaba bebiendo café. En la mesa auxiliar que tenía junto a él había una bandeja de pastelitos de hojaldre.

—Eh, colega —dijo, y agitó su muñón—. Coge una silla.

Cogí una silla colonial inglesa y me senté, después de aprovisionarme de dos pastelitos. Chutsky me miró como si fuera a protestar, pero era lo mínimo que podían hacer por mí. Al fin y al cabo, había afrontado la ira de caimanes caníbales y un pavo real desaforado por rescatarle, y ahora estaba renunciando a mi sábado por vaya-usted-a-saber qué tipo de tarea espantosa. Me merecía un pastel entero.

—Muy bien —dijo Chutsky—. Hemos de averiguar dónde se esconde Henker, y deprisa.

—¿Quién? —pregunté—. ¿Te refieres al doctor Danco? —Así se llama, sí. Henker —dijo—. Martin Henker.

—¿Y nosotros hemos de encontrarle? —pregunté, preso de un pavoroso presentimiento. O sea, ¿por qué me estaban mirando y hablando en plural?

Chutsky resopló, como si pensara que yo estaba bromeando y él captara la onda.

—Sí, exacto —dijo—. ¿Dónde crees que podría estar, colega?

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9

Telepredicador norteamericano de ideas ultraconservadoras. (N. del T.)